CONTRATAPA

El eslabón y la cadena

 Por Juan Forn

Esas nueve personas en torno a un féretro en el cementerio de Highgate en Londres están despidiendo a Karl Marx. De esos nueve, sólo uno no es ni comunista ni familiar del difunto: su nombre es Edwin Ray Lankester, es biólogo y discípulo de Darwin, pero no está ahí en representación de su maestro sino por iniciativa propia, y esa iniciativa no tiene relación con sus ideas políticas: Lankester ni comulga con el ideario marxista ni adscribe a las palabras hoy famosas de Friedrich Engels frente al féretro de su amigo: “Así como Darwin descubrió la ley de la evolución en la naturaleza, Marx descubrió la ley de la evolución en la historia”.

Aunque no se trataron ni se conocieron en persona, Marx y Darwin vivieron a sólo unos kilómetros de distancia uno del otro en Inglaterra durante buena parte de sus vidas, tenían varios conocidos comunes (además del mencionado Lankester), los dos escandalizaron a su época, cada uno a su manera, y entre los papeles privados de Marx apareció años después una nota de Darwin agradeciendo el ejemplar del primer tomo de Das Kapital en su edición alemana.

La relación entre el padre del evolucionismo y el padre del comunismo terminó de fraguar en 1937, cuando Isaiah Berlin tiró una bomba con su muy citado primer libro Karl Marx, su vida y su entorno. Según ese libro, Marx quiso dedicarle El Capital a Darwin y éste le contestó por carta que valoraba el gesto pero “preferiría que el volumen no estuviese dedicado a mi persona”. La carta de Darwin continuaba: “Aun así le agradezco el honor de enviarme su libro. Aunque nuestros estudios han sido tan diferentes, pienso que ambos deseamos la ampliación del conocimiento y así contribuir a largo plazo a la felicidad de la humanidad”.

Según el libro de Berlin, en otra parte de la carta podía entreverse el motivo que llevaba a Darwin a rechazar la dedicatoria: “La argumentación directa contra el teísmo en general y contra el cristianismo en particular rara vez cumple el efecto que se propone sobre el público. La mejor manera de promover la libertad de pensamiento es mediante la iluminación gradual de las mentes a través de los avances de la ciencia”. Berlin veía ahí una alusión sutil pero inequívoca de Darwin a la archiconocida frase de Marx: “La religión es el opio de los pueblos”.

Pero he aquí que Darwin casi no sabía alemán, el ejemplar de El Capital hallado en su biblioteca sólo tenía cortadas las hojas hasta la página 105 (las restantes ochocientas, incluyendo el índice, no fueron ni siquiera hojeadas) y la famosa frase de Marx sobre la religión no está en El Capital sino en su Contribución a una Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel. Por si todo eso fuera poco, Marx sólo admiró muy brevemente a Darwin: poco después de leer El origen de las especies, descubrió la obra de un francés llamado Tremaux y le escribió entusiasmado a Engels que ese tipo iba mucho más allá que Darwin (Engels, que sabía bastante más de ciencias naturales que Marx, le hizo ver que el francés era un chanta). Pero, como Isaiah Berlin fue una de esas luminarias que parecen saberlo todo del tema que traten, el equívoco se mantuvo durante medio siglo: hasta los biógrafos de Marx y de Darwin lo repitieron como loros o lo deformaron aún más: el ensayista ultraconservador Paul Johnson aseguraba que lo que Marx le propuso a Darwin por carta era literalmente un pacto conjunto con el diablo, que éste educadamente rechazó “como el caballero que era”.

Hasta el fin de su vida Berlin se asombró, con el histrionismo que lo caracterizaba, de que siguiera reeditándose su librito sobre Marx (que aceptó escribir recién salido de la universidad y sin saber demasiado de marxismo), pero se murió sin saber la magnitud de la gafe que había cometido. Además de no haber leído de El Capital (como él mismo confesó: “A Marx le hacemos el honor de atacarlo pero no de leerlo”), Berlin citó en su libro dos cartas distintas de Darwin como si fueran una sola. Lo hizo involuntariamente, por supuesto (era joven, era su primer libro). Pero tuvo la mala suerte de que una de esas dos cartas de Darwin no estaba dirigida a Marx.

La historia es así: en 1895, a la muerte de Engels, Eleanor Marx recibió las cartas y manuscritos de su padre y continuó la tarea de ordenarlos con ayuda de su amante, Edward Aveling. Este había escrito en 1880 un librito de divulgación sobre el evolucionismo (The Student’s Darwin), que quiso dedicarle, pero Darwin se opuso, educada y firmemente. Esa carta (escuetamente encabezada “Dear Sir” y sin ninguna mención explícita al libro en cuestión) fue traspapelada por Aveling y quedó anónimamente en el Archivo Marx, hasta que Berlin la descubrió en 1937.

Desactivado el equívoco generado por la dedicatoria, quedaba todavía un eslabón perdido en la relación entre Marx y Darwin: ¿qué hacía en el entierro aquel joven biólogo inglés, el único de los nueve asistentes que no era ni familiar de Marx ni comunista? Edwin Ray Lankester era, el año en que enterraron a Marx, el principal discípulo de Darwin y ya tenía renombre como biólogo a pesar de su juventud. Llegaría a ser titular de la cátedra de Anatomía Comparada en Oxford, miembro de número de la Royal Society y director del British Museum, el puesto más poderoso y prestigioso de su tiempo. En 1880, año en que conoció a Marx, Lankester venía de desenmascarar en público al falso médium espiritista Henry Slade. Era joven, era peleador, era un racionalista extremo, admiraba sin límite el sistema alemán de estudios, a diferencia del inglés, y vio en Marx a un anciano brillante, el epítome de esa excelencia intelectual que tanto veneraba. Marx, por su parte, prefería en esa última época de su vida hablar con jóvenes que con sus viejos amigos (con quienes discutía amargamente por cualquier cosa). Lankester fue al cementerio de Highgate, aquella mañana helada de marzo de 1883, por estrictas razones personales: no estaba allí representando a Darwin ni despedía al autor de El Capital, sino a ese anciano alemán en el exilio que tan generosamente lo había aceptado como interlocutor, a pesar de las evidentes diferencias entre ellos.

A Lankester nunca se le conocieron simpatías de izquierda, al contrario: con el tiempo se volvió cada vez más retrógrado. Opositor al voto femenino, crítico acerbo de la democracia (“No se puede guiar ni ayudar al populacho en su impotencia ciega”), solterón empedernido, confidente en sus últimos tiempos de la gran bailarina Anna Pavlova, epítome del homosexual reprimido victoriano, terminó sus días sin contarle nunca a nadie su relación con Marx. Cuando se cumplieron cincuenta años de aquel entierro en el cementerio de Highgate y el Instituto Marx Engels de Moscú le escribió pidiéndole su testimonio (Lankester era el único de los nueve asistentes que quedaba con vida), respondió que no tenía ningún comentario personal que hacer sobre el asunto. Y se murió ahí nomás, en 1934, de manera que la única persona en el mundo que llegó a conocer a Marx y a Darwin se llevó a la tumba sus impresiones sobre ambos. Como dice la canción, encontrar el eslabón perdido no siempre alcanza para completar la cadena.

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