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Agro y violencia de clase

 Por Claudio Scaletta

Desde el sentido común de las clases medias y altas suelen asociarse los comportamientos sociales desaforados a los sectores populares. La imagen tradicional va desde una movilización de de-socupados, a un acto sindical o la salida de la popular de la cancha de fútbol. Es entonces, frente al avance de las hordas, cuando los buenos vecinos cierran las persianas de sus comercios y moradas, y el aluvión zoológico mete, a sus anchas, las patas en la fuente.

Pero desde los inicios de la revuelta campera los representantes de las corporaciones agropecuarias se las ingeniaron para subvertir su propio sentido común de clase. Primero se apropiaron de la metodología de reacción utilizada por los sectores más castigados por las políticas de exclusión de los ‘90: los cortes de ruta. De la desazón de las clases medias urbanas en 2001 tomaron las cacerolas; ahora con teflón y en manos de “la muqui”. De la desesperación de los hijos de desaparecidos por la impunidad arrebataron los escraches.

La banalización de los instrumentos de protesta social requirió un elemento adicional: el doble estándar moral. El titular de la Sociedad Rural, Hugo Biolcati, fue diáfano cuando demandó que en los piquetes se distinga el color de piel de los unos y los otros. Los medios de comunicación tomaron la posta y sólo se irritan cuando el tránsito lo cortan los morochos. Cuando las camionetas full equipe bloquean rutas y desabastecen ciudades es otra cosa.

Para las corporaciones agropecuarias y la dirigencia política que pugna por su representación, ir hasta los hogares de quienes piensan distinto a insultar y golpear, agredir físicamente a los candidatos del partido contrario, irrumpir con improperios en actos políticos o tratar de “pelotudo” a un ex presidente, son actos que pueden merecer reprobación formal, pero también comprensión. Todo vale cuando el objetivo supremo es pagar menos impuestos.

Mientras las “autoconvocadas” hordas camperas pegan, escupen, huevean, patotean e insultan a los que no piensan como ellos, su ala intelectual construye un relato de democracias, instituciones y repúblicas acosadas. Si el Gobierno defiende su modelo desde el atril, confronta y se crispa, si no acepta las imposiciones de las corporaciones, rechaza el diálogo y el consenso. Si establece un mecanismo tributario para compensar precios internos y redistribuir ganancias extraordinarias, atenta contra la propiedad privada y la seguridad jurídica. La derecha siglo XXI se renueva poco; las manifestaciones populares continúan siendo acarreos de ganado en aras del choripán. La culpa, dicen, es de la incultura y por eso pide más educación, pero arancelada.

Mientras tanto, en seis años, la actual administración nunca apeló al ejercicio de la violencia legítima desde el aparato represivo del Estado. No lo hace para contener la protesta social por los pendientes del modelo y, sin doble estándar, tampoco para responder a la creciente violencia corporativa de los empresarios del campo.

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