EL MUNDO › LOS DEMóCRATAS áRABES ROMPEN EL ESTEREOTIPO DE OCCIDENTE

La campaña ya no funciona

Desde hace cerca de treinta años, una obstinada campaña de denigración se consagró a presentar al Islam como un enemigo de los valores occidentales. Confundieron a un puñado de alterados terroristas con millones de individuos.

 Por Eduardo Febbro

Desde París

Los demócratas árabes que hicieron saltar la banca de la autocracia y la corrupción en Túnez y Egipto aportaron una contribución inestimable al conocimiento humano: desmontaron con su vigor democrático el perfil de demonio con el cual la prensa de Occidente y ensayistas aprovechadores habían retratado al Islam y al mundo árabe musulmán en general, al tiempo que pusieron en tela de juicio los intereses estratégicos de la primera potencia mundial. Desde hace cerca de treinta años, una obstinada campaña de denigración se consagró a presentar al Islam como un enemigo de los valores occidentales, a los árabes como una sociedad de individuos histéricos y fuera de la historia. Artículos, reportajes televisivos y ensayos se ensañaron con una temática común: el miedo al Islam, al islamismo, la identificación de una religión con el terrorismo de masa. Confundieron a un puñado de alterados terroristas con sociedades civiles de millones de individuos e hicieron caso omiso de la historia del mundo, del colonialismo, dejaron afuera la influencia de los recursos petrolíferos en la expansión provocada del fundamentalismo islámico así como el papel que tuvo la confrontación entre el Este y el Oeste en el fomento de los extremismos religiosos como armas estratégicas.

En esa masa de mentiras y miedo contribuyeron en mucho los intelectuales modernos, adeptos al sillón giratorio desde el cual miran el mundo y proyectan sus opciones ideológicas y su sagacidad sin desplazarse, sin conocer, la mayor parte de las veces, a ese ser humano, a esa gente, la intimidad de las naciones, su historia, los idiomas que se hablan, la práctica confesional en curso, la razón y los matices de los ritos, la dimensión histórica de la identidad, el juego perverso de las pugnas geopolíticas que trazaron el mapa de Medio Oriente. La propaganda se mezcló con la reflexión. Sin embargo, el islamismo fundamentalista, tal como lo conocemos hoy, precede la creación de grupos como Hamas, Al Qaida, el Hezbolá e incluso es anterior a la confrontación entre Israel y los fundamentalistas islámicos que pugnan por la desaparición de un Estado judío. Hamas primero fue creado en 1987 como movimiento de resistencia islámico contra la ocupación israelí del territorio de Gaza. El Hezbolá nació en 1982 contra la ocupación del Líbano por las tropas israelíes (1982). El tercero, Al Qaida, es una emanación de la política norteamericana en Asia Central.

El extremismo islámico contemporáneo se plasmó en 1953 con el golpe de Estado contra el primer ministro iraní Mohammad Mossadegh. Electo dos años antes con el apoyo del Frente Nacional, un grupo de partidos progresistas, Mossadegh suprimió los exorbitantes privilegios de que gozaba la primera empresa mundial de explotación de hidrocarburos, la compañía angloiranian Oil, AIOC. Esta empresa detentaba el monopolio de la explotación y la venta del petróleo iraní y a cambio pagaba magros beneficios al Estado iraní, mientras que la población vivía en la pobreza. Los británicos, en su afán de derrocar a Mohammad Mossadegh, pidieron la cooperación de Washington. Un emisario del Secret Intelligence Service, Christopher Montague Woodhouse, convenció a la CIA de la necesidad de erradicar la triple amenaza que representan el nacionalismo de Mossadegh, el poderoso partido de la izquierda iraní, Tudeh, y la ex Unión Soviética, país fronterizo de Irán. Estados Unidos y Gran Bretaña montaron el operativo AJAX y derribaron el régimen de Mohammad Mossadegh con la ayuda de un aliado interior, el soberano iraní Mohammed Réza shah Pahlévi. La frustración nacional por la explotación petrolífera, la cooperación del shah de Irán con quienes expoliaban los hidrocarburos y la instauración de una tiranía absoluta que aplastó al movimiento democrático y laico le dio vida y cuerpo al fundamentalismo chiíta, es decir, el ala derecha extremista y nacionalista de Irán. En 1979, el ayatolá Jomeini se apoyó en ese movimiento fundamentalista para lanzar la revolución iraní, cuya permanencia forjó un fascismo religioso e hizo de Teherán un eje del terror. El ex presidente norteamericano Bill Clinton reconoció en el año 2000 las nefastas consecuencias del operativo AJAX y pidió disculpas. Demasiado tarde. Otro monstruo de siniestras consecuencias, también diseñado y perpetrado por Washington, estaba alimentándose en Asia Central: la financiación de los sectores más radicales del Islam para combatir la invasión de Afganistán por parte de la Unión Soviética. Las escuelas coránicas de Pakistán (madrazas) fueron financiadas por Washington para preparar a los “combatientes de la libertad” inspirados en la versión más extrema de la religión. La casi totalidad de los terroristas buscados por Estados Unidos desde los atentados del 11 de septiembre fueron llevados por Washington a Pakistán en charters especiales a lo largo de los años ’80. Bin Laden y los talibanes afganos fueron aliados íntimos en esa estrategia, soldados al servicio de la causa norteamericana que luego se dieron vuelta.

La pugna por los hidrocarburos y la táctica confesional contra el comunismo diseñaron el mundo que tenemos hoy. Occidente se lavó las manos y ensució al mundo árabemusulmán con una propaganda impúdica. Los musulmanes pasaron a ser retrógrados, rígidos, fanáticos peligrosos que ponían en peligro la identidad y los valores de Occidente. La influencia de ese discurso ha sido tal que la casi totalidad de los partidos de extrema derecha que arrasan en las urnas del Viejo Continente han hecho del miedo o el odio a los musulmanes su principal negocio electoral. Y, sin embargo, no fueron los papelitos sucios de Wikileaks los que hicieron avanzar la historia sino el pueblo. En las revueltas de Túnez o en la plaza Tahrir de El Cairo no se vieron barbudos agresivos, ni el Corán ni armas: vimos demócratas que pugnaban por la libertad, la igualdad, la redistribución justa de las riquezas y un futuro mejor. Vimos banderas egipcias, retratos de Hosni Mubarak con el bigote de Hitler y carteles pidiendo que se vaya. En dos semanas, un sector del mundo árabe trastornó el orden preestablecido del mundo sin bombas ni atentados. ¿Qué dirán los heraldos del pavor a lo diverso, ahora que ese otro tan temido y denigrado se juega la vida colectivamente por los valores en los que se basa la cultura política de Occidente? ¿Qué demonio inventarán para seguir teniendo razón? Esos progresistas de sociedades menospreciadas por la tecno cultura occidental han creado en un puñado de días una de las mayores transformaciones de la historia. Detrás de sus reclamos no hay demonios fundamentalistas, sino siglos de opresión, de expoliación y corrupción. Sea cual fuere el rumbo de esa revolución les debemos a esos empeñados demócratas una demostración única, una emoción gigantesca, la oportunidad de ver al otro como es, de reconocerlo, de palpar sus sueños, que también son nuestros. Vimos la historia avanzar ante nuestras miradas, tenemos la prueba de que, por encima de la cultura, del idioma y del Dios al que dirigimos nuestras plegarias, persiste en el ser humano la ambición irrenunciable de la libertad.

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Una familia de manifestantes sostiene un cartel acusando a Mubarak de corrupción.
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