EL PAíS › SABINA FEINKIND, SOBREVIVIENTE DEL GHETTO DE VARSOVIA Y DE TREBLINKA

“Los nazis mataban para su deleite”

Tenía 14 años cuando los nazis invadieron Polonia y era la más chica de ocho hermanos. A 65 años del alzamiento del ghetto de Varsovia, el 19 de abril de 1943, Sabina Feinkind cuenta cómo mataron a toda su familia, su deportación al campo de exterminio de Treblinka y su llegada, sola y clandestina, a Argentina.

 Por Facundo Martínez

–Simon Wiesenthal marcaba las dificultades que él mismo tenía para explicar lo que había pasado en el Holocausto, pero que la esperanza vive cuando la gente recuerda.

–Fue una masacre, tan tremenda, tan horrorosa y terrible, como despiadada. Los nazis mataban para su deleite. Sentían una satisfacción tan grande que yo, con mis 14 años, no lo entendía. Y después iban a sus casas y eran buenos padres e hijos. Hasta el día de hoy lo pienso y no lo puedo entender. Soy una persona creyente, que ama a todo el mundo; amo al prójimo, amo al hombre al que hace un rato le llevé algo de comer y que está siempre en la esquina. Y con todo el dolor del alma digo que no guardo odio ni rencores. A pesar de todo, no quedé envenenada. Creo que Dios me salvó entre seis millones para que yo cuente, sobre todo a la juventud, lo que pasó durante esos seis años, entre 1939 y 1945, para que nunca más vuelva a suceder. Porque, le repito, fue una masacre tremenda y despiadada.

–¿Dónde se encontraban usted y su familia cuando los alemanes invadieron Polonia y estalló la Segunda Guerra Mundial?

–Yo nací muy cerquita de Varsovia, a unos 50 kilómetros de la capital polaca, en un pueblito llamado Garwolin. Cuando los nazis lo bombardearon yo acababa de terminar la escuela primaria. Garwolin era un pueblo grande, lindo, un pueblo muy importante. Bombardearon nuestra vivienda y, apenas con lo que teníamos puesto, nos obligaron a marchar a pie hacia Varsovia. Fue un viaje terrible. Yo tenía una abuela que era una belleza; los nazis la pisotearon y dejaron muerta en el camino. Y yo lloraba. Después, cuando llegamos a Varsovia, nos llevaron al ghetto y nos pusieron entre alambres de púas.

–¿Cómo era su vida, su familia, antes de la llegada de los nazis y qué pasó después, una vez en el ghetto?

–La mía era una familia muy linda. Mi padre era rabino. Yo vivía en una casa que era muy religiosa. Nos habían criado con libertad. Mis hermanos, por ejemplo, uno era comunista, otro era sionista, otro era derechista, otra hermana quería ser artista. Todos eran personas muy lindas.

–¿Qué fue lo pasó con ellos?

–Los mataron a todos. Los nazis mataron a toda mi familia. Treinta y cinco personas. Primero mataron a mi madre. Sin ningún motivo. La pusieron en una fila y la balearon. Pero mi madre no se murió enseguida y comenzó a gritar y entonces el nazi, de la rabia que le dio que ella gritara, la agarró de los pelos y la metió en un pozo de cal. En otra de esas razzias mi papá cayó muerto sobre mí. A otro hermano lo denunciaron porque estaba en la guerrilla; y él estaba un poco conectado. Entonces lo sacaron a la calle, al lado de nosotros, y le rompieron varios palos encima. Los gritos llegaban hasta no sé dónde. A palazos lo mataron. Otra hermana se escapó del ghetto, la pescaron y la fusilaron. Y otra desapareció y nunca más la vimos. Y a mi hermana mayor, pobrecita, la quemaron viva. Ella trabajaba en una fábrica de uniformes para los nazis y un día llegó la orden de traslado para 700 judíos que tenían que ir a los vagones, pero ellos se pusieron de acuerdo y se negaron y entonces los nazis los quemaron vivos. Los otros murieron en las cámaras de gas.

–¿Cómo era la vida dentro del ghetto?

–Sufríamos toda clase de enfermedades, hambre, frío, tortura y vejaciones. Nosotros éramos catorce en una habitación y teníamos que dormir sentados, porque ni camas había. Y de cuando en cuando hacían razzias y nos mataban. Venían con tanto odio...

–¿Qué pensaba, siendo apenas una adolescente, de las prohibiciones de las que eran objeto los judíos?

–Fue como que de a poco nos fueron sacando todo lo que un ser humano necesita para vivir. Lo que único que no pudieron sacarnos fue el aire. Nos moríamos de hambre, vinieron las enfermedades, estábamos tirados. Nos sentábamos al lado de los muros pero no teníamos ganas de hablar, estábamos agotados, porque ni dormíamos. Y mire, un ser humano que no come, que no duerme y que está siempre asustado de que no lo maten, que está denigrado, que no tiene ya nada de humano, no tiene ganas de nada. Estábamos muertos en vida. Eso éramos.

–Usted habló del hambre, que fue una de las primeras armas que los nazis utilizaron contra los judíos. ¿De qué forma afectaba la falta de alimentos a la vida cotidiana?

–Parecíamos todos vagabundos, andábamos mugrientos, pidiendo algo de comer. Dentro del ghetto había algunos que tenían más o que por ahí andaban en el contrabando o que les quedaba algo de sus riquezas y si bien ellos compartían un poco, tampoco sabían qué iba a pasar con ellos. Un pedazo de pan negro mustio y dos papas, eso comíamos.

–He leído que los niños, que podían entrar y salir de ghe-tto con mayor facilidad, cumplieron un rol importante con respecto al abastecimiento de sus propias familias.

–Un día yo me escurrí por debajo de los alambres de púas y me fui a una aldea a pedir algo de comida, y me dieron. Pero de golpe aparecieron dos soldados nazis y junto a otro hombre judío nos pusieron en el piso y nos pegaron con un palo. Rompieron dos palos sobre mi espalda, que todavía hoy me duele. Y como pensaron que estábamos muertos, nos dejaron ahí; el otro hombre sí estaba muerto. Un campesino nos llevó en un carro hasta el ghetto y me acuerdo que en la puerta gritó: ‘Tengo dos personas para enterrar’. Alguien fue a avisarle a mi mamá, que vino corriendo y dijo no, déjenla que ella respira. Yo había quedado malherida y no sé cómo se me cerraron esas heridas, pero así y todo tuve que ir a trabajar en los caminos. ¿Sabe usted cuántos chicos murieron durante la Shoá? Un millón y medio. Los niños no aguantaban mucho y se morían, o los tiraban contra las paredes, los pisoteaban y los enterraban vivos.

–¿Cómo era el régimen de trabajo forzado, de qué forma eran ustedes reclutados para trabajar en los caminos?

–Los nazis entraban en el ghetto y nos sacaban a trabajar en esos caminos, porque en Polonia no había caminos y ellos tenían que pasar con los tanques. Nos sacaban del ghetto a la madrugada y cargábamos piedras durante todo el día. Cuando volvíamos a la noche, todo ese polvillo se nos ponía en los ojos y en las partes íntimas y se nos infectaba todo. No había alcohol y a veces ni siquiera había agua.

–Cuando en julio de 1942 comienzan las deportaciones al campo de exterminio de Treblinka, ¿qué sucede con usted?

–En Treblinka ya habían puesto las cámaras de gas y yo fui de los últimos judíos en ir. Subí al vagón con mis dos hermanitos, los últimos que me quedaban. Me acuerdo que nos subieron a unos vagones en los que estábamos apretados. La gente se hacía encima. Todos lloraban y gritaban y se arrancaban todo. De alguna forma sabíamos que nos estaban llevando a la muerte.

–Pero usted pudo escaparse... ¿En qué momento lo hizo?

–Apenas el tren se detuvo en Treblinka empecé a correr hacia un bosque. Polonia está llena de bosques. Un nazi me apuntaba y el otro le dijo que dejara, que no gastara una bala. Yo corría. Estaba medio desnuda, descalza, pero corrí por el bosque hasta que se hizo de noche. Anduve por el bosque, muerta de frío y de miedo. A lo lejos descubrí una luz, que era la casa del guardabosque. Le pedí que me dejara dormir y si podía darme de comer. Estaba helada. Polonia en invierno tiene temperaturas de 20 grados bajo cero. Aquel hombre me dio comida y una manta, y a la madrugada me pidió que me fuera para no ponerlo en peligro. Los nazis mataban a los polacos que ayudaban a los judíos.

–¿Y volvió a internarse en el bosque?

–No sabía a dónde ir, pero empecé a caminar (N. del R.: En ese bosque, según consta en el Museo del Holocausto de Buenos Aires, Sabina fue atacada y violada por un grupo de polacos). Hasta que encontré un campesino que venía en un carro y que me dijo que conocía a un grupo de partisanos y me llevó con ellos. Imagínese cuál sería mi estado que cuando los partisanos me vieron se pusieron a llorar. Pesaba unos pocos kilos, era un esqueleto. Entre los partisanos había polacos y judíos que se habían escapado del ghetto. Ellos eran muchachos y yo apenas una criatura. Un día me dijeron que lo mejor para mí era que me escondiera en alguna parte hasta que todo terminara.

–¿Y tenía usted algún lugar a dónde ir?

–Pensé y me acordé de la casa de una vecina polaca, Helena Sluswska, en la que yo solía hacer los deberes del colegio. Su marido era juez y sus hijos abogados, médicos, gente de alta alcurnia. Una noche los partisanos me llevaron hasta la entrada de mi pueblo. Yo pensaba, me la juego y si no me sale, me entrego. Caminé hasta esa casa, entré y me quedé sentada en la cocina. Al principio la señora no me reconoció. “Soy yo, Sabina. Soy la última de mi familia. Los mataron a todos.” Entonces ella me dijo que no iba a dejar que me agarraran y ofreció esconderme en el chiquero. En Polonia hace tanto frío que los animales están bajo techo. Arriba había como si fuera un altillo y ahí me quedé, sobre un montón de paja, con una manta. Yo no podía salir, pero todos los días la señora me tiraba la comida.

–¿Alguien más sabía que usted estaba escondida ahí?

–El marido de ella sospechaba algo, incluso me buscaba. Entraba con un palo y golpeaba cosas, pero nunca miraba hacia arriba. Dicen que hay infiernos, pero yo pasé setenta infiernos. Hasta que un día no aguanté más. No sé cuánto tiempo estuve, en ese lugar perdí la noción del tiempo. Era realmente espantoso. Tenía que dormir con las ratas, que me querían comer, con las pulgas y con los chanchos, que se hacían encima y yo hacía encima de ellos y se lo comían. Un día dije basta, yo ya pagué por todos los míos, y salí del chiquero, fui hasta la casa y le dije a la señora que no valía la pena que ella arriesgara su vida por un esqueleto, un ser infrahumano, y también le dije que ese chiquero era peor que la muerte, que me iba a entregar. Ella me habló de un camionero que podía llevarme a unos campos de concentración que eran de trabajos forzados. Me dejó lavar, no bañarme. ¡Durante seis años no pude bañarme, durante seis años no dormí en una cama! Después me vistió con la ropa que usaban las campesinas polacas y me llevó con aquel hombre.

–¿Después de todo decidió ir a un campo de concentración?

–No había salida. Era un campo de concentración de trabajos forzados. Cuando llegué a Varsovia fui a un edificio donde juntaban a polacos y a algunos judíos, a los que luego trasladaban hasta los campos. La segunda vez que me salvé fue ahí, porque. a pesar de ser una piltrafa humana, conseguí pasar la inspección. Después me pusieron en una ducha para desinfectarme. Nos subieron a un tren cerrado, no eran vagones, que estaba custodiado por los nazis. Fuimos hasta un lugar cerca de Berlín, a un campo de concentración que se llamaba Spandau. A mí me mandaron a trabajar a una fábrica de municiones, en la cual se decía hacían bombas que iban para Inglaterra.

–¿En qué situación la encontró el final de la guerra?

–Empezó a correr el rumor de que los aliados y los rusos se estaban acercando y que los alemanes aflojaban. Y nosotros estábamos en el medio. Los nazis nos obligaron a marchar hacia Checoslovaquia; teníamos que atravesar casi toda Alemania, eran marchas de la muerte. De los trescientos que salimos a la frontera con Checoslovaquia llegamos sólo quince. Los otros se fueron cayendo en el camino, como moscas. Caminamos días y noches. No sé cómo aguanté. Eran días de primavera. Y en eso entraron los aliados y los rusos, que cuando nos vieron comenzaron a llorar y a vomitar. Estuvieron a punto de enterrarme, pero un médico se dio cuenta de que estaba viva y me llevaron en una ambulancia a un hospital que estaba cerca de Munich. Ese hospital había sido de los alemanes y luego lo destinaron a los sobrevivientes. Me tuvieron que operar varias veces de los intestinos, tenía el hígado destrozado y me tuvieron que sacar todo de adentro; por eso no pude tener hijos. Se me habían secado las tripas. Cuando mejoré hice un curso de enfermera y ayudé a otros sobrevivientes. Cuando estuve mejor, me llevaron a París, a una casa de reposo, donde terminé de recuperarme.

–¿Cómo se cruza la Argentina en su vida?

–Un señor de la Cruz Roja me preguntó si yo no tenía algún familiar vivo en alguna parte. Me acordé de una hermana de mi madre que, antes de la guerra, se había venido a vivir con el marido a Buenos Aires. Ni siquiera sabía el apellido de casada, pero la encontraron. Llegué a Montevideo en el barco “Le Havre”, de bandera yugoslava. Tardé 32 días. Durante ese viaje todos me trataban muy bien. Yo tenía 20 años y mucho éxito, mucha aceptación. Los muchachos me andaban detrás. Pero yo me sentía muy sola. Ansiaba ver a mi tía.

–Las leyes argentinas no favorecían a la inmigración judía. ¿Le resultó fácil el ingreso al país?

–No. Primero tuve que pasar seis meses en Montevideo, en casa de una señora, esperando a alguien que me iba a hacer entrar clandestinamente. El hombre nos llevó por tierra, a mí y a otros cinco sobrevivientes, hasta el paso de Concordia, donde nos debía recoger una camioneta. Pero nos recibió la Gendarmería y nos metieron a todos en una cárcel. Era el año 1948. Perón dejaba entrar a los nazis, pero a los judíos no. Y me metieron en un calabozo al que le entraba agua por todos lados.

–¿Qué fue lo que sintió en ese momento?

–Me golpeaba la cabeza. ¿Esto es lo que me esperaba? Estuve una semana en ese calabozo hasta que vino un médico, un buen hombre, y me dijo que me derivaba a un hospital para que cumpliera ahí la condena, mientras esperaba que llegara el salvoconducto. Fui muy querida por la gente de ese hospital. Ahí aprendí enseguida el castellano, lo hablaba mal, pero lo hablaba. Cuando me fui, las enfermeras me pedían que no me fuera, que me quedara a vivir ahí.

–¿Cómo fue el encuentro con su tía?

–No fue fácil. Porque llegué a una casa que estaba destruida. El marido tenía una amante. Ella y las dos hijas se querían mandar a mudar. Un día me dijo que si yo buscaba cariño, un hogar, afecto, no lo iba a tener. Viví en esa casa de Villa Crespo hasta que pude alquilar una habitación en la casa de una señora. Y trabajé en un taller de sastrería y después me presenté en el colegio Scholem Aleijem para trabajar como celadora. Durante ese tiempo estudié para maestra jardinera y trabajé en un elenco de títeres; mi personaje se llamaba Sara y tenía gran aceptación en los chicos. Trabajé siete años como maestra hasta que me casé.

–¿Con un argentino?

–Me lo presentó una maestra jardinera. El era argentino, un judío sefaradí, viudo y con un hijo, que era un tiro al aire. A los seis meses nos casamos y no nos separamos más. Tuve una vida muy feliz. Yo tenía 28 años y necesitaba una persona que me envolviera. Estuvimos casados 33 años. Trabajaba con él en su negocio, que era muy importante y conocido: Todo para la novia menos el novio, se llamaba. Viajamos por todo el mundo, fuimos a Europa, dos veces a Israel, a Estados Unidos, a Sudáfrica, al Oriente. Pero al final lo pagué muy caro. Mi esposo se murió de cáncer y mi hijastro me hizo las mil y una. Me obligó a malvender el piso que teníamos en Figueroa Alcorta y Tagle. Me compré el departamento en el que vivo hoy y mi hijastro me obligó a hipotecarlo. Estuve a punto de perderlo. Otra vez casi me quedo en la calle, sola. Me quería suicidar. Pero en la AMIA supieron lo que me estaba pasando, vinieron a verme y me ayudaron. Volví a sentirme otra vez acompañada. Y empecé a luchar, me hice voluntaria y empecé a trabajar para los pobres, a ayudar a los necesitados. Ahora soy cada vez más creyente y soy cada vez más feliz. Pero mire, siempre digo que por más que yo cuente lo que me pasó, había que vivirlo.

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Imagen: Sandra Cartasso
 
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