EL PAíS › OPINIóN

La parte o el todo

 Por Eduardo Aliverti

Entre todo lo que se afirma acerca del conflicto con “el campo”, hay algo que puede recortarse porque suscita una opinión prácticamente unánime: la oportunidad es “histórica” por las condiciones económicas internacionales, los ingresos por exportación de granos y alimentos podrían alcanzar para satisfacer a todas las partes en disputa y, sin embargo, no logran ponerse de acuerdo. La clase dirigente argentina no sabe administrar la abundancia. Es posible que sea correcto este señalamiento en el que se ponen de acuerdo casi todos los observadores “externos” al problema, pero, ¿alcanza para entender todo el problema?

Siempre partiendo de la base de que esta puja no es por pérdidas sino por ganancias, en tanto no se vive una crisis de deterioro sino la ocasión de aprovechar grandes negocios, sus protagonistas llegaron por cierto a un nivel de enfrentamiento cuyas causas no son difíciles de explicar, ni de comprender. El Gobierno tuvo la inicial y notable habilidad de conseguir que la Federación Agraria quedase pegada a la Sociedad Rural. Convirtió a la protesta, destinada a una imagen de terratenientes coléricos, en un reclamo generalizado que sensibilizó a la sociedad por ver envueltos a los pequeños productores. Pero nadie debería sorprenderse, porque el kirchnerismo no hizo otra cosa que ser fiel a su estilo autocrático de presentar hechos consumados. Algunas veces eso es ejercicio de autoridad y otras, soberbia inconducente. Redoblaron la apuesta, encima, y una vez que la medida fue lanzada tampoco se preocuparon por intentar partirles el frente sino más bien al revés, porque de ese modo podían reforzar el darle al choque un signo de gesta nacional contra “la oligarquía”. Sin embargo, también es válido preguntarse si una actitud gubernamental de otro tipo, menos autista, más contemplativa, habría impedido la reacción rural. Porque está en su naturaleza considerarse los dueños de la tierra y del país, desde el fondo más profundo de la historia. Y entonces es igualmente legítimo interrogar si hay espacio para la sorpresa, incluyendo a los más débiles de la cadena. ¿O acaso el carácter de chacarero minifundista confiere pasaporte de espíritu progre y solidaridad social? Se diría que la experiencia demuestra lo contrario y que, por lo general, aunque señalarlo sea de una incorrección política atroz, no saben o no quieren ver más allá de su tranquera.

Como quiera que sea, está o debería estar fuera de discusión que ésta es una riña por apropiación de renta. Lo que no está claro es que antes de quiénes se quedan con cuánto hay el qué de lo producido. Es decir, el modelo bajo el cual esa renta se discute y forcejea. Las retenciones agropecuarias, de la clase que sean, no son un modelo: son una medida de gobierno que captura ingresos de un sector, que después se usan bien, mal o más o menos. Veámoslo por comparación. Si una autoridad sanitaria dispone un plan de vacunación masiva contra la gripe, a nadie se le ocurriría decir que eso es un modelo de salud pública. Uno sabe o intuye que hablaría de “modelo” si lo hiciese respecto de cómo está garantizada —-o no– la atención médica universal y eficiente para toda la población, y de que no debería dependerse de la obra social que le toque o de la prepaga que pueda solventar. Y si el Gobierno, un gobierno, cualquiera, determina que en la educación primaria debe incorporarse enseñanza de inglés, a nadie se le ocurre que eso es un modelo educativo. Es una disposición, punto. Modelo sería cómo se planifica la capacitación de los docentes en función de cuál estrategia de desarrollo. ¿Por qué, entonces, se habla de “modelo” cuando se cita lo que el Estado les retiene a los productores agropecuarios, siendo que ni tan sólo se trata de lo que les quita a ellos sino a las contadas y descomunales compañías agroexportadoras que manejan el comercio exterior de granos aquí y en el mundo?

Esto último es el modelo, primarizado hoy en sembrar soja hasta en el baño con las semillas transgénicas monopolizadas por Monsanto, que junto a ese puñado de emporios impone los precios y las condiciones de la comercialización externa. Hay quienes sostienen que la introducción de los transgénicos ya es irreversible y que en América latina no queda otra cuestión que controlarla, usarla y desarrollarla, junto con otras tecnologías, para evitar la dependencia de las firmas extranjeras. Y hay quienes afirman que eso no es así porque irá a ocurrir lo mismo que con la energía atómica, cuyo uso se promovió para la producción de electricidad, pero entró en declive al descubrirse sus peligros. Lo que fuere, el mundo vive una revolución de demanda alimentaria impulsada por los llamados países emergentes, con China a la cabeza, y es tal el problema de la inflación ligada a los alimentos que estallan motines por el hambre en todo el mundo. Las Naciones Unidas ya hablan de emergencia global y de un período muy largo de motines, conflictos y oleadas incontrolables de inestabilidad regional, marcadas a fuego por la desesperación de las poblaciones más vulnerables. Además de la mayor demanda de comida proveniente de los países asiáticos, el uso de los granos para producir biocombustible ayuda a la escasez y a que los precios crezcan desmesuradamente. Frente a un mundo como ése, la Argentina no tiene más soberanía alimentaria que la pautada por las transnacionales de los agronegocios. Son ellas las que imponen el modelo, mientras el Gobierno y “el campo” discuten las medidas que se incrustan en él. En consecuencia, no es cierto que haya en discusión dos modelos. En todo caso hay dos construcciones de sentido diferentes, dos tipos de gran relato, con los ruralistas diciendo que hay que dejarles las manos libres para producir más y el Gobierno retrucando que el Estado no es más el bobo que se queda de brazos cruzados. Pero, al cabo, los dos funcionan apoyados en un esquema que algunos, tal vez un tanto ampulosamente, ya se animan a denominar como país convertido en republiqueta sojera.

Definiciones al margen, ¿este modelo es sustentable, en términos de producción y responsabilidad social? ¿Es sostenible una agricultura sin agricultores, presa de los vaivenes internacionales? ¿Habrá que prepararse para que en este país, el de las vacas, vaya a importarse leche porque conviene la soja? ¿Es así? ¿Tiene que ser así? Esto es lo que menos se discute, entre todo lo que se discute. Por lo tanto, ni la oportunidad histórica, ni la plata que sobraría para repartir, ni el estilo elegido por los boxeadores para afrontar la pelea, alcanzan para entender todo el problema. Más aún: ni siquiera alcanzan para entender su parte más significativa. ¿Porque no lo comprenden? ¿O porque no les conviene?

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