EL PAíS › OPINION

El dolor y los deberes

Las víctimas y la identificación de los ciudadanos. Los derechos de los pasajeros ciudadanos, mal atendidos. La querella oficial, un paso en falso. La necesidad de una respuesta política. El sistema ferroviario, su destrucción, la necesidad de repararlo. Los debates que van más allá de TBA, los desafíos para el Gobierno.

 Por Mario Wainfeld

Las víctimas directas de la tragedia del miércoles pasado son o eran personas de trabajo, de clases populares o medias. La mayoría de los usuarios del tren en esos horarios no viven al lado de su estación ni trabajan cerca de Plaza Once. Deben pues, diariamente, tomar dos o tres medios de transporte. Muchas horas de su vida transcurren ahí, tienen derecho a una prestación digna y, más vale, a llegar a su destino indemnes y sin malos tratos.

Personas del común, trabajadores que añaden al esfuerzo cotidiano el de movilizarse. La identificación de los demás ciudadanos, conmovidos y solidarios, es clavada. Un par de corolarios, evidentes y válidos, se tornan sentido común: “Eso pudo ocurrirme a mí o a mi familia” y “no fue un hecho azaroso sino la consecuencia de un sistema que debe cambiar”. Ninguna pericia judicial, arriesga el cronista, podrá alterar esas convicciones, que no se dejan dividir por la díada “oficialismo-oposición”. Los llamados de oyentes a las radios, los blogs más afines al Gobierno (hay post recomendables en Artepolítica, en La Barbarie, en Mendieta el renegau) expresan la disconformidad con el presente y el reclamo a futuro.

La tragedia evoca, con sus variantes que incluyen el lugar en que se produjeron, a la de Cromañón. Claro que, en ese caso, confluyeron responsabilidades de los músicos y del particular que arrojó la bengala. En éste, los pasajeros no influyeron para nada en el desenlace. Las responsabilidades que deben investigarse son las de la empresa TBA, el Gobierno y el motorman. Las primeras medidas solicitadas por el fiscal Federico Delgado no se circunscriben sólo a la dinámica del choque sino también a cuestiones de contexto como el estado del material rodante, las inversiones realizadas, los protocolos de seguridad utilizados. Adelantar algo en ese sentido es temerario y superfluo. La causa penal lo dirimirá y es esencial que se tramite con la mayor celeridad y credibilidad.

Pero hay un trasfondo político, responsabilidades de gestión del concesionario y del concedente, que debe abordarse de modo acuciante sin esperar a los largos plazos de los expedientes.

El ministro Julio De Vido anunció que el Estado se presentará como particular querellante para cobijar el interés de las víctimas y que se esperará a la Justicia para tomar decisiones administrativas. La información disponible al cierre de esta nota es que el Gobierno no aplicará (no se restringirá a) tal criterio, que el cronista juzga erróneo. La intervención a TBA y la caída de la concesión están en el menú de decisiones que se estudian en la Casa Rosada. A los ojos del cronista, revocar la concesión es un primer paso, tan imprescindible como insuficiente.

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El estado querellante: La querella estatal está guiada, explican en el Gobierno, por el afán de ponerse del lado de los damnificados. El loable objetivo se cumplió acabadamente con los sobrios anuncios de los ministros Alicia Kirchner y Juan Manzur de prestar atención médico psicológica y contención a familiares de víctimas fatales y a sobrevivientes. La querella, en cambio, es un paso en falso por dos motivos básicos: agrega una quinta rueda al de por sí lento carro de “la Justicia” y hace caso omiso de que el Estado debe ser investigado. Por otra parte, el interés general está representado por el Ministerio Público (la Fiscalía). Y el estado no es una ONG que puede entrar a un expediente en el que todo debe ser puesto bajo la lupa. El juez federal Claudio Bonadío debería desestimar el planteo, lo que no resentiría en nada los derechos de los damnificados.

Las carencias de TBA, que para muchos son flagrantes, pueden implicar responsabilidades de funcionarios, nadie debe interferir en esa procura. Por cierto, la culpa penal es una mira muy estrecha: requiere comisión de delitos, usualmente dolosos. La responsabilidad de gestión es mucho más vasta, debe juzgarse de modo veloz y no rige para ella la presunción de inocencia.

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El maquinista y la empresa: El maquinista Marcos Antonio Córdoba (que cargará de por vida la terrible imagen de lo sucedido con el consiguiente trauma en cualquier caso, aunque sea plenamente inocente) declaró que los frenos no funcionaban bien. Que había avisado a sus superiores y se le ordenó seguir. Otros testimonios de empleados ferroviarios, extrajudiciales por ahora, hablan de insuficiencias endémicas en los frenos y específicas en esa formación. Muchos especialistas, relevados en este diario entre otros, concuerdan en que el material rodante es obsoleto, lo que pudo no incidir en el choque mismo pero sí en la magnitud de sus consecuencias.

Las versiones oficiosas sobre los hechos difieren mucho, seguramente tanto como sus propaladores. Algunas atribuyen a Córdoba haber mandado mensajes de texto segundos antes de la catástrofe. La culpa exclusiva del maquinista es una tabla de salvación deseada por los empresarios. La discusión, propone este escriba, debería ir más allá y aún más atrás.

Puesto a modo de slogan y sin negar la terrible gravedad del accidente y la necesidad de dar con sus culpables: es válido cuestionar si TBA prestaba un servicio acorde con sus deberes el martes pasado, horas antes de la tragedia. Esa pregunta ya fue respondida por usuarios, organismos de control, sindicalistas del sector, académicos interesados en la materia (de posiciones políticas muy variadas y prestigio elevado): TBA ha incumplido aspectos básicos de la prestación a su cargo. El estrago no fue un hecho imponderable sino una consecuencia posible de largas desidias e irresponsabilidades.

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Dos secretarios en cuestión: Ricardo Jaime, secretario de Transporte durante todo el mandato del ex presidente Néstor Kirchner y parte del primero de Cristina Kirchner, fue un funcionario sospechoso, que está asediado por causas judiciales. Legalmente es inocente y lo será en tanto no reciba una condena firme. Políticamente fue una figura opaca, por sus tratos confianzudos con los concesionarios, su modo de vida ostentoso y hasta la joyería que llevaba puesta como parte de su atuendo. Su laconismo era proverbial, era incapaz de expresarse en público, lo que es un defecto en un secretario de Estado, máxime en un área tan sensible y desamparada.

Su reemplazante, Juan Pablo Schiavi, tenía un perfil público más valorable: frecuente comunicador, a menudo bueno. En estos días, los más terribles de su gestión, echó por la borda esos precedentes. Sus declaraciones transitaron entre el titubeo y lo intolerable. Hebe de Bonafini lo tildó de “pelotudo”, el colega Martín Granovsky le endilgó “frivolidad” en este diario. En el mismo estilo que su compañero, este cronista estima que las especulaciones acerca de qué hubiera pasado si el choque se producía un feriado son banales e irrespetuosas. Tampoco tienen mucho asidero las farragosas informaciones de pesquisa sobre las velocidades de la máquina antes de entrar a la estación y los adelantos técnicos existentes para medirlas, datos irrelevantes cuando la misión del Gobierno es infundir tranquilidad, arropar a las víctimas, acercar información al juez o al Fiscal. E investigar, puertas adentro, las responsabilidades no penales para adoptar medidas en corto plazo. Se está haciendo, ya se dijo: el mensaje de Schiavi no lo trasuntó y pareció distractivo. Al día siguiente trató de explicarlo, aunque de modo frío y sin pedir disculpas.

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El mundo del transporte: Cada vez que se habla de los ferrocarriles es forzoso volver al desquicio que produjo el menemismo, desbaratando las redes construidas con el sacrificio colectivo, malvendiendo el patrimonio público. Restaurar el estado anterior es imposible, tanto como imperioso ir recuperando terreno. Esa es una de las misiones del kirchnerismo, que se presenta (con sobradas credenciales) como reparador de los retrocesos históricos de la dictadura y el neoconservadurismo.

La destrucción del sistema ferroviario impulsó el transporte terrestre de cargas y pasajeros. El desguace del Estado, los despidos masivos, la necesidad de subsistir incubaron formas de transporte “truchas”: remises, combis, colectivos, ómnibus. El crecimiento relativo del sector, dicho sea como digresión, fertilizó el aumento del poder relativo de los gremios del sector. El actual secretario general de la CGT, Hugo Moyano, comanda desde sus orígenes un conjunto de sindicatos básicamente de transporte (en su momento el Movimiento de Trabajadores argentinos). Eso no lo indujo a ser aquiescente con el modelo menemista, una virtud de su trayectoria.

Hoy día, el “sistema” de transporte está por debajo de las necesidades de los pasajeros, laburantes ellos. El intríngulis es previo y superior al caso específico de TBA. La política oficial, que hizo centro en la accesibilidad al servicio a través de la baratura del pasaje, es correcta en ese aspecto e insuficiente. En lo atinente a la empresa de Grupo Cirigliano es factible una respuesta veloz. Si no honró los deberes del concesionario debe rescindirse, por su culpa, el contrato. La dimensión económica es, en este rubro, secundaria. Así fuera muy costoso, debe hacerse y el Estado tendrá que rebuscárselas para conseguir los fondos necesarios.

Distinta es la perspectiva, que con toda lógica empieza a insinuarse, de una reestatización total o parcial de los ferrocarriles. Néstor Kirchner exploró la hipótesis y la dejó de lado por lo que implicaría en términos económicos, financieros y de gerenciamiento. Su punto de vista es digno de mención, por su legitimidad y por el momento de ascenso en que se expresó.

La trama de relaciones laborales es un nodo del problema. Puede sonar chocante decirlo pero es real: la privatización de los ferrocarriles y los teléfonos (a diferencia de las de Aerolíneas Argentinas e YPF) encontraron un suelo fertilizado por la pésima gestión pública y los abusos de muchos (no todos) los gremios respectivos. También fueron numerosos (aunque jamás la totalidad) los dirigentes sindicales que parasitaron al Estado y se convirtieron en cómplices y socios de los privados. José Pedraza es la nave enseña (mas no el único ejemplo) de ese colectivo.

La bandera de la recuperación del ferrocarril es grata para quienes comulgamos con el ideario nacional popular. El debate de su implementación, bien arduo. En otras páginas de esta misma edición se aborda el tema. El cronista adhiere a la bandera, aunque asume sus limitaciones para explayarse sobre su factibilidad.

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Lo de siempre, en otra pantalla: Medios y dirigentes opositores se valen de la tragedia para ningunear al Gobierno, deslegitimarlo, hasta borrar (si eso fuera posible) el veredicto electoral de octubre. La legitimidad de origen y de ejercicio derivada del 54 por ciento de los votos está indemne y será puesta cabalmente a prueba en otros comicios. La distribución de bancas en el Congreso robustece la autoridad presidencial.

Claro que nada dispensa al Gobierno de hacerse cargo de nuevos desafíos o demandas de segunda generación. El transporte público, el sistema de Salud, el acceso a vivienda digna y al suelo para construirla son objetivos del segundo mandato de la presidenta Cristina. Por ahora, sólo esta última demanda está en la agenda parlamentaria más o menos inmediata.

Esos temas, o la protesta contra la minería a cielo abierto, son agenda que imponen los ciudadanos o la cruel realidad. Si se mira bien, seguramente muchos usuarios del tren o muchos habitantes de provincias mineras eligieron a Cristina, conociendo los déficits por los que claman ahora. No hay incongruencia en sus procederes. No otorgaron un cheque en blanco, sino la oportunidad de seguir gobernando. Quien recuperó trabajo o mejoró sus salarios exige ahora mejores prestaciones de servicios. Quienes valoran numerosas ampliaciones de derechos quieren hacerlas extensivas a los usuarios de transporte o del sistema de salud.

Los desafíos para el Gobierno son crecientes: tornar en metas y concreciones tamañas necesidades, que son derechos. Las tareas son ciclópeas. El mejor modo de acometerlas, el que conoce el kirchnerismo. Saber responder a los reclamos, cambiar cuando es necesario. Mantener siempre la aprobación popular que lo acompaña desde hace casi nueve años, consecuencia cabal de sus realizaciones.

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Imagen: DyN
 
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