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Veinte años después

Los tiempos de Menem. Su proyecto, sus cuadros. Supremacías varias. Un plan arrasador, el clima social, oposiciones sin propuestas. El 2001 una crisis, con otras respuestas. Cambios ideológicos de un siglo a otro. La UCR y el FAP, nueva táctica a un nuevo desafío. La señal, luminosa, del tablero electrónico.

 Por Mario Wainfeld

Carlos Menem asumió la presidencia en 1989, el mismo año en que cayó el Muro de Berlín, episodio fundacional que le dio contexto. Dos años tardó para encontrar los instrumentos básicos de su proyecto político, que era consonante con la oleada que asolaba el mundo aunque en pocos confines se llegó a extremos tan salvajes. En 1991, con la llegada de Domingo Cavallo y la adopción de la convertibilidad, advinieron la estabilidad monetaria y la política. Diez años de economía política signados por el cepo monetario, seis de hegemonía política (reelección incluida), de primacía cultural.

Los críticos del menemismo menoscabaron a su elenco de funcionarios, demasiado embelesados con una fauna de advenedizos o con la pizza y el champagne. Pero a la destreza política del presidente la acompañó una lista de cuadros políticos o técnicos que le dieron solidez al esquema entreguista y devastador. Cavallo, Carlos Corach, Armando Caro Figueroa, Rodolfo Barra, Hugo Anzorreguy, Juan Llach, Susana Decibe, Roberto Dromi (por no enunciar sino a un puñado) no eran personajes grotescos como Armando Gostanian o Ramón Hernández. Sabían lo que hacían y cómo hacerlo. Sus aptitudes hacen menos perdonables las demasías que cometieron, aun dentro del infausto paradigma dominante. Desguazar los ferrocarriles o entregar YPF superaba los records de la etapa y ranquea al menemismo como una de las peores experiencias de un tiempo en el que abundaban.

Las principales (medidas en número) fuerzas opositoras no cuestionaron el disco duro de la versión argentina de la “revolución conservadora”. El oxímoron es expresivo: el pensamiento neocon se comía los vientos, se adjudicaba el signo del progreso y de “la transformación”. Los peronistas alardeaban: hacía falta “muchos huevos” para consumar el prodigio. También tener una mente fría, un corazón en consonancia, un olímpico desdén por las consecuencias y sus víctimas humanas.

Los opositores con más votos (hablamos del Frepaso en 1995 y, aún más, de la Alianza en 1999) se encarnizaban contra la corrupción y las desprolijidades mientras se hincaban ante el tótem de la política monetaria y garantizaban la intangibilidad de las privatizaciones.

Hubo encomiables resistencias que aguantaron los trapos, reivindicaron conquistas y derechos acumulados en años de luchas populares. Es hora de aplaudirlos. También de recordar que quedaron en minoría en el Agora, en las urnas, en el mundillo académico que se arrobó con “la modernidad”. En un marco de autocelebración mutua, personas con saberes y competencias mandaron a la papelera de reciclaje un patrimonio público y social con pocos parangones en el mundo y ninguno en la región. En la intimidad bromeaban respecto del “Turco” y su séquito. Sus diferencias no fueron sino mohínes de clase o de savoir faire mundano. En el rectángulo de juego eran funcionales a su proyecto, en la más piadosa de las interpretaciones.

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La salida individual: El voto popular acompañó al flautista de Hamelin y a sus numerosos colaboradores: el menemismo gobernante fue convalidado en las urnas en dos legislativas (1991 y 1993), en la Constituyente de 1994 y en la presidencial. Perdió el invicto recién en 1997 contra la Alianza que, queda dicho, no lo contradecía en sus ejes centrales.

El acompañamiento ciudadano, más vale, no fue unánime pero las mayorías estuvieron allí. Los primeros damnificados directos por medidas arrasadoras (despidos masivos en sector público, retiros voluntarios) se tentaron y hasta esperanzaron con salidas individuales. El remise, la combi trucha, el kiosquito, las canchas de pádel o los salones de pool viabilizaron esperanzas de salvarse “por la libre”. La hiperinflación es un disciplinador social: adoctrina para la respuesta veloz y solitaria, caldea el clima político “a derecha”. El desencanto que acompasó los años finales del alfonsinismo agregó su cuota. Era más que un problema comarcal: también extramuros se consideraba a los ’80 una “década perdida”. Así y acá dicho, era injusto con los avances de la restauración democrática en libertades, apertura cultural y recuperación del espacio público. Pero la coyuntura agobiaba, las crisis acortan las perspectivas... la híper hacía el resto del trabajo sucio.

Los microemprendedores forzados fueron cayendo de a uno, tal como se habían apartado de las coberturas colectivas, los sindicatos principalmente. El sector preponderante de los compañeros gremialistas no los contuvo, antes bien se plegó a la entrega con armas y petates. Claro que también hubo quienes vendieron cara la derrota, que de eso se trataba.

El neoconservadurismo y su correlato individualista e insolidario primaban en las elites gobernantes e intelectuales, en las urnas, en la ideología de demasiadas personas de a pie.

Fue forzoso tocar fondo para que llegara un cambio. Destellaron atisbos de reacciones colectivas, como las hubo respecto de Aerolíneas Argentinas cuando gobernaba la Alianza... fueron ramalazos de lucidez en un entorno de colonización.

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Otra crisis, otra respuesta: La crisis de 2001 ahondó el desamparo de amplísimos sectores sociales y desnudó la falacia del modelo existente. La respuesta social, por motivos múltiples, tuvo otro tono que la que primó en los ’90. La experiencia adquirida, la extrema pobreza, la falta de representatividad política despertaron reflejos comunitarios, de profundas (cuan adormecidas) reminiscencias históricas. Proliferaron las organizaciones de desocupados, las asambleas, los comedores y “roperitos” populares, los clubes de trueque. Tuvieron viabilidades muy distintas, posiblemente relacionadas con la profundidad de sus raíces sociales. Pero compartían un ethos solidario y ciudadano. No era imaginable, ni deseable, salvarse solo o escapar de a uno del incendio.

El espíritu de 2001 fue revisionista, nadie lo leyó mejor que el ex presidente Néstor Kirchner. Todo lo acontecido desde 1976 (por fijar una fecha sólo aproximativa pero determinante) se colocó en el banquillo de los acusados y recibió una condena colectiva que el kirchnerismo transformó en idea central de su gobierno. No llegó con un programa, sí con la convicción de reparar errores y retrocesos, en la forma en que fuera posible. La recuperación de la soberanía energética encuadra en esa idea fuerza. Y conjuga con un sentido común escarmentado por dolorosas experiencias. Recuperar YPF, después de 9 años de gobierno nacional y popular, es un objetivo compartido y valorado por los mismos que casi no prestaron atención al despojo originario. La conciencia colectiva cambia, capitaliza la vivencia histórica.

De ahí la tamaña soledad de la resistencia de los medios dominantes, de un puñado de fracasados ex secretarios de Energía y del PRO. Como pasó con las AFJP, sólo los medios beneficiarios con su pauta publicitaria (y aliados ideológicos, claro) se entusiasmaron en la defensa.

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Las lecciones de la historia: Los ídolos del pasado se derrumbaron: las grandes empresas foráneas, los organismos internacionales de crédito, los Bancos, los gurúes de “la iniciativa privada”. Amplios sectores ciudadanos los padecieron en carne y bolsillo propios, por lo que revisaron sus premisas.

Cambió la cosmovisión dominante, otro es el combo de ideas, creencias y valores que prevalece. De nuevo, no es un invento argento, como el dulce de leche. El fenómeno cunde, con variopinto color local, en casi toda la América del Sur.

El Estado, lo público, la política se revalorizan. El kirchnerismo propuso ese paradigma y persuadió con sus desempeños. Los principales partidos de oposición lo dieron por difunto en 2008 e hicieron un experimento que les salió fatal. En 2012 y frente a la recuperación parcial de YPF, inmersos todavía en la crisis de una derrota electoral ilustrativa, varios optan por adecuarse al escenario. No apostar todo al fracaso, no posicionarse como paladines de la abolición de lo realizado en 2003. Hay, dentro de sus propias filas, quienes recriminan a la conducción radical olvidarse de su electorado. Ocurre que su electorado real existente está en el orden del diez por ciento del padrón. Una fuerza con ambiciones de regresar a la Casa Rosada no debe quedar enfrascada en el microclima de quienes (como las fieles hinchadas de fútbol) los bancan “en las buenas y en las malas”. La lógica de crecimiento es interpelar al “otro” 90 por ciento, abarcando al 54 por ciento que se pronunció por el kirchnerismo, que no es una masa inmutable sino atenta a la defensa de sus derechos e intereses.

El apoyo del radicalismo y del Frente Amplio Progresista (FAP) es coherente con su historia (como no se cansaron de señalar), tanto como racionalidad instrumental democrática. Sus ex jefes de campaña mediáticos (que los llevaron derechito al cadalso) los apostrofan porque, sencillamente, su forma de conseguir y conservar poder es otra que la de dirigentes políticos.

El tino del radicalismo y el FAP no “garpa” réditos ya. El festejo cuando se encendió el tablero electrónico de Diputados fue para el oficialismo. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner corrobora su capacidad para tomar decisiones de volumen histórico. La militancia y los adherentes al kirchnerismo reavivan su pertenencia y su mística. Los opositores atraviesan todavía un erial, padecen disidencias internas, reformulan sus tácticas.

Pero el consenso político amplio es un capital novedoso, en el acervo de la mayoría de los argentinos. Si los tiempos venideros superan el binarismo banal que signó el lapso corrido entre 2008 y 2011 todo podrá mejorar, aun los desempeños del oficialismo. Cuando las exigencias opositoras se arriman más a los intereses populares, el sistema político no se degrada: se complejiza. Y, quién le dice, pega un salto cualitativo. Cualquier proyección larga de lo acontecido en estas semanas es prematura y voluntarista. Lo cierto es que, más allá de lo que se escuchó en el recinto, el acuerdo político que marcaron los votos es una señal luminosa.

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Veinte años después: Reincidir en los errores arruina la vida de las personas y las trayectorias de las sociedades. La convertibilidad pudo ser una salida de la hiperinflación, de éxito inmediato y vuelo corto. En 1994, en 1995 máximo era un suicidio en goteo, con fecha indeterminada pero inevitable. De la Rúa se obstinó en sostener todas las variables, hasta el “uno a uno”, que se podía rectificar. El saldo se conoce.

La Unión Europea se embarcó en el Titanic de la preminencia del sistema financiero y de las políticas de ajuste. Y se empecina en ese pretenso remedio, que es más bien un veneno.

Los ejemplos, propio y ajeno, aleccionan a optar por otra conducta. La entrega de YPF fue uno de los más graves desatinos de la historia argentina. La participación de partidos nacionales y populares agravó el daño, porque hirió la credibilidad de la política y subvirtió sus identidades. Poner fin a ese despropósito, retomar el camino más sensato constituye un gesto de auto preservación y un aprendizaje. Haber medido la correlación de fuerzas internacional, un hallazgo del Gobierno. Haber cerrado filas en torno de lo principal, un logro compartido de más del ochenta por ciento del espectro político. El sentido común dominante, en la sociedad civil, oscila entre la aprobación y el festejo.

En una época de heterodoxias triunfantes, el cronista se permite una muy módica. Dedicar esta columna (algo no muy canónico) a dos compañeros que desafiaron la hegemonía neoconservadora, desde su pertenencia peronista. Germán Abdala y Norberto Ivancich predicaron y batallaron contra la entrega del patrimonio nacional, contra viento y marea, bancándose ser minoría, algo enojoso para un justicialista. Ya no están... pero su memoria y su ejemplo triunfaron en estos días de justa euforia.

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Imagen: Leandro Teysseire
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