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“Que se mueran los pobres”

 Por Jorge Halperín

Cuando en estos días Elisa Carrió y otros referentes del Frente Unen denunciaron penalmente a la Presidenta por no difundir las estadísticas sobre pobreza, hubo reacciones en Twitter preguntándose cómo era posible que la misma dirigente que llama a sus pares a sellar un acuerdo con el PRO de Mauricio Macri estuviera a la cabeza de los indignados frentistas por la pobreza.

Y algo sucede también en el discurso de los medios opositores, que se cansaron de batir parches contra la omisión oficial, y dicen una cosa y la contraria aparentemente sin provocar fastidio de sus seguidores.

Por cierto, es desprolijo que el Gobierno haya dado marcha atrás con la difusión de las estadísticas sobre pobreza y, más aún, que no informe bien sobre las razones del cambio.

Pero es llamativo que intenten enmendarle la plana desde sectores que desconfían profundamente de los pobres y que han bendecido en su momento políticas que trajeron gran daño social.

Hablamos de dirigentes de Unen como Ernesto Sanz, del sindicalista Hugo Moyano y de aquellos mismos medios opositores que usualmente descalifican las políticas sociales, vistas por sectores medios y altos como actos demagógicos y clientelistas de gran irresponsabilidad, que no sólo harían de los pobres gente perezosa sino que van a acabar con las arcas del Estado.

En otras palabras, “¡Basta de negar la pobreza!”, y, al mismo tiempo, “¡Terminen de una buena vez con los subsidios a la vagancia!”. El imperio del doble mensaje.

Por supuesto que en el ánimo de Elisa Carrió el deseo de mostrar que el Gobierno engaña va muy por delante de una preocupación por los pobres. Pero, ¿hay una fórmula que supere el principio de no contradicción, y que compagine esa aparente sensibilidad social con el rechazo nada solapado a los planes de asistencia? Probablemente, la excusa para disfrazar de coherente a semejante galimatías sea la metáfora ramplona de enseñar a pescar en lugar de regalar el pescado. En este caso, ¿qué sería enseñar a pescar? ¿Persuadir a los desocupados de que deben abandonar su “genética” inclinación a la pereza para labrarse un horizonte? ¿Es decir que no tiene trabajo el que no quiere?

Este tipo de reclamos indignados, pero carentes de fondo, ignora el intenso esfuerzo de la década, que permitió la creación de millones de puestos de trabajo. Y supone, bien mal, que la pobreza es un accidente, una simple cuestión de ingresos, y no un complejo déficit de bienes materiales, culturales y simbólicos que en muchos casos no alcanzan para resolverlo dos generaciones cubiertas con trabajo y políticas de contención. Como si cada pobre que consigue un trabajo pudiera elevarse automáticamente a la condición de clase media.

Lo más inquietante es que el rechazo a los planes sociales también se percibe entre sectores populares, incluso entre beneficiarios de esos planes, cuando apuntan con el dedo acusador a otros beneficiarios, que supuestamente abusan de la asistencia estatal sin esforzarse en buscar trabajo.

Vale decir que la sospecha sobre los pobres está instalada también entre los pobres. Doy fe de haberlo escuchado en villas y reiteradamente entre personas de esa condición social.

Pensándolo bien, no es extraño que quienes sufren largamente del desempleo y la pobreza se culpen a sí mismos de su mala situación. Y tampoco es extraño que califiquen de desidia la dificultad de sus pares. Aunque es terrible.

Hace unos años pregunté al economista John Galbraith cómo se explicaba que los pobres votaran a George Bush, eligiendo a su propio verdugo, y me habló de los “valores compensatorios”. Una fuerte apelación nacionalista, decía, hace milagros, porque disuelve la conciencia de clase en aras de una entidad común, la nación (y uno agregaría “la nación amenazada”, tal como era la retórica de los grandes diarios estadounidenses en los tiempos del atentado a las Torres Gemelas, y cuando el Pentágono preparaba la intervención militar en Irak).

Así se explica, en parte, el éxito del populismo de derecha que gobernó con George W. Bush. Pero nos resulta más fácil comprender el “voto al verdugo” de los sectores populares si buscamos algo mejor conocido por nosotros: el populismo de derecha que gobernó con Menem en los ’90.

Para ello, lo primero que debe hacerse es rechazar la imagen del votante solitario y sus dilemas en el cuarto oscuro, y entender que el votante actúa siempre inmerso en diversas redes: la red identitaria (ejemplo, peronistas, radicales); la red clientelar (referentes territoriales, punteros políticos, dependencias laborales); y las redes sindicales, para mencionar tres de los factores que tienen mayor incidencia en el comportamiento de un amplio sector de los votantes. Y ni hablar del peso de la red mediática, tanto en sectores populares como en vastos sectores de las clases medias.

Ninguno es determinante por sí mismo. La identidad peronista, las redes clientelares y el aparato sindical no alcanzaron para que las mayorías de ese color le dieran el triunfo al peronismo en 1983 y en 1999. La poderosa influencia mediática apuntada de lleno contra el gobierno de Cristina no pudo impedir que en 2011 la Presidenta ganara por aclamación.

Pero uno puede inferir que Menem, quien a pesar de engañar con la promesa de una “revolución productiva” y de someter a un desmantelamiento a los sectores populares (desempleo de dos dígitos, flexibilización laboral, privatización del sistema jubilatorio), consiguió no obstante el voto de sus “víctimas” por la enorme eficacia de aquella maquinaria de redes políticas, clientelares y sindicales, y por su imagen como el presidente que derrotó a la hiperinflación. Sin olvidar la fuerte seducción que ejerció sobre la clase media.

El historiador y periodista norteamericano Thomas Frank escribió que los ricos han logrado que los pobres voten en contra de sus intereses, desviando su atención de los asuntos verdaderamente relevantes en sus vidas.

No sé si es tan así. La inflación y la inseguridad, que no han hecho mella en la abrumadora elección de Cristina Fernández en 2011, son, sin embargo, asuntos relevantes, y mucho, para los sectores populares. Más aún: se cree que han tenido una gran influencia en el voto que el opositor Sergio Massa capturó en 2013 en distritos pobres del Gran Buenos Aires.

Claro que no es lo mismo que creer que aquel a quien se ha votado por esos temas en una elección legislativa sea el indicado para gestionarlos gobernando el país. Aunque se desgarre las vestiduras proclamándolos. Pero el gataflorismo no es sólo un pecado de los políticos.

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