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Identidades y búsquedas

Una búsqueda incesante que seguirá. Una conferencia única y a la vez como tantas. La palabra del nieto, todo un hombre. El reencuentro, los abrazos, los cuidados. La identidad y el nombre. Voces y miradas de las víctimas, en un contexto diferente. La lucha exitosa contra la muerte y la derrota.

 Por Mario Wainfeld

Image: Guadalupe Lombardo.

Ignacio Hurban, con 36 años cumplidos, decidió averiguar su identidad. Una actitud adulta que lo llevó a saber que nació en cautiverio, hijo de Laura Carlotto y Walmir Oscar Montoya, desaparecidos ambos. Pudo conocer la realidad merced a una trama de organizaciones y saberes acumulados: no los construyó él, aunque su propia historia tuvo mucho que ver.

Los nietos recuperados son una tradición que se repite, a fuer de humana ninguna historia es igual a la otra. El joven ya habla de sus “viejos”, se ríe por el parecido con el papá. Tienta parafrasear a Serrat: “A menudo los padres se nos parecen/así nos dan la primera satisfacción”.

El nieto de Estela de Carlotto atraviesa en pocos días experiencias únicas, entre ellas la de encontrarse con dos familias enteras, que son las suyas. Se conoce recién entonces el amor clandestino de los padres. Cuando se devela, el hijo tiene unos cuantos años más que “los viejos” al desaparecer. Los evoca y deberá reconstruir su vínculo con una experiencia vital más prolongada. Es extraño, como tantas otras variables.

En la primera conferencia de prensa Ignacio (Guido) Montoya Carlotto se muestra sereno, cálido, bien intencionado. No se le nota ni pizca de histrionismo ni de agresividad ni de mala onda. Faltan palabras para describirlo... o fallan. “Agradable” suena a jerga diplomática, “encantador” a té con masas secas. En todo caso es un tipo bárbaro: cálido, rezuma franqueza, se explaya con naturalidad sin dejar de medir lo que dice, uno sonríe cuando lo escucha, le cree todo, “de una”.

La pregunta sobre el nombre de pila es de rigor. La contornea de modo sereno y sabio. Está feliz de vivir en la verdad, por ahora prefiere que lo llamen “Ignacio” aunque entiende el afán de los Carlotto por decirle “Guido”.

De nuevo, es un hombre ya hecho y reflexivo quien eligió encontrarse con la verdad. El fue en su búsqueda.

El conocimiento del pasado es un momento deseado, lo que no le resta nada a su faceta trágica. Fue arrebatado a su madre, como parte de uno de los crímenes más atroces del terrorismo de Estado. La revelación, la alegría y el dolor irán desplegándose. El deberá hilarlos, ponerlos en palabras, elaborarlos. Lo deseable es que esos procesos, que son subjetivos y familiares, transcurran fuera de la escena pública, de los focos, las cámaras y los micrófonos. El nombre es un atributo de la identidad, no la identidad misma. “Ignacio” contiene significantes positivos para quien comenta haber atravesado una vida buena y haber recibido amor de la familia de crianza.

El amor bullicioso de la familia Carlotto es noble y contenedor. Las disquisiciones sobre los abrazos y besos con la abuela, tíos y primos emocionan tanto como lo que enseñan. El pariente recuperado tiene otra formación o sensibilidad, esos mimos físicos “le salen menos”. Lo explicitan, ríen. La familia se aviene, con licencias... el amor, la fuerza de la sangre y la buena leche acomodarán las cargas. Todos irán sabiendo, dialogando, armando su relación. Le encontrarán la vuelta.

Un adulto centrado y decidido tiene muchos derechos, entre ellos el de elegir cómo ser nombrado (lo que incluye el de cambiar). Las trayectorias de los nietos recuperados, de vuelta, son variadas. De algunos no se supo el nombre que le pusieron los padres, a diferencia de Guido. Otros sí lo tenían. Las opciones ulteriores también recorren un repertorio amplio: los que conservaron, los que lo cambiaron rápido o dejando transcurrir años. Hablamos de contingencias que rozan el límite de la condición humana, lo que deja huellas aun en momentos en los que priman la felicidad y el reencuentro.

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Los acelerados: La templanza y la calma de Estela de Carlotto y la de su nieto deberían aleccionar. La aceleración puede ser disfuncional para la psiquis y la (re)construcción personal o familiar. La excitación e hiperquinesis de magistrados o comunicadores contradice esos afanes: puede ser un escollo o algo peor. Los medios y los tribunales se activan o excitan, demasiadas veces, con reflejos poco atentos a la humanidad de los protagonistas.

La jueza María Romilda Servini de Cubría se va de boca, pese a estar habituada a manejar bien situaciones similares. También se acelera la citación como testigo a Montoya Carlotto. Los expedientes son kafkianos por antonomasia, por la parte baja anidan contradicciones formidables. Las causas duran años pero las citaciones o notificaciones se formulan en plazos perentorios, impostergables. Un litigante puede perder el juicio (stricto sensu) porque su abogado presenta un escrito cinco minutos tarde... o un día, tanto da. Eso sí, los juicios duran años o décadas. Las obligaciones de las partes son acuciantes. Los plazos concedidos a los jueces, vaticanos y magnánimos.

La sinrazón se desborda en esta circunstancia. Servini se atolondra y cita de volea al nieto para la semana que viene. No se está investigando un hecho reciente, cuyas pruebas se pueden escamotear. La premura late solo en el criterio, errado, de la jueza. Página/12 informó ayer que en el caso similar y precedente la nieta Valeria Acuña Gutiérrez dio su testimonio un mes y medio después de ser restituida.

Los abogados de Abuelas recurrieron, la jueza retractó su error, sin fijar una nueva fecha. No faltará ocasión.

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Urgente, alerta, ya mismo: El vértigo y la urgencia, en cambio, son el ecosistema de los medios de comunicación, los audiovisuales y los on line en particular. El dato no es un eximente: la lógica o “necesidad” del emisor no debe ser más relevante que el respeto a las personas o a las instituciones. Se consigna, pues, para describir no para justificar.

Es también real que la ciudadanía informada minuto a minuto por un conjunto muy vasto de medios incide en la lógica de la competencia profesional. El martes a la tarde “todos sabían” nombre, apellido y algunas referencias personales del nieto recuperado 114. ¿Qué debían hacer aquellos que deploraban esa circunstancia y que no la construyeron? ¿Negar del todo lo que “su público” de todos modos sabía? Seguramente lo más sensato, dentro de lo posible era gotear la información, sin buscar más, tratando de preservar el grado de intimidad y reserva que todavía quedaba. Pero esa salida intermedia, amén de no ideal, es compleja para implementar.

Frente a la avidez insaciable de los medios, la tele en mayor grado, no hay recursos de apelación que valgan. En ese aspecto, en el Foro algo se puede frenar. En el ágora mediático todo pasa por la autorregulación o ciertos modos sociales de control, ambos muy tenues.

Lo deseable es que el asedio vaya aminorando y deje margen a los individuos y familias puestos en foco para respirar, manejar sus emociones, reconstruirse, convivir, conversar. La propia lógica de la noticia y la primicia ayudan un poco: según corran los días “hará falta” más novedad, la presión se atenuará... será mejor.

Las exhortaciones a tomar conciencia y hacerse cargo del compromiso social del “servicio de comunicación” son válidas pero dan la impresión de ser vanas o débiles contra el sentido común dominante.

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Miradas y voces: Hace un par de semanas, Ignacio Hurban tenía un recorrido interesante, se había expresado como artista popular y ciudadano. Ahora recuperó su identidad (o, tal vez mejor dicho) la completó y complejizó. Es Montoya Carlotto, hijo del Puño y de Laura.

En estas jornadas febriles, que le costará tramitar íntimamente, no se encontró con vaivenes o sacudones ideológicos: lo que interpretaba, escribía o tuiteaba es armonioso con la prédica de las Abuelas. Pero desde el martes se expresará desde otro lugar, el de las víctimas del terrorismo de Estado.

Esas voces o miradas han proliferado en los años recientes. Películas, libros, canciones, obras de teatro, murales transmiten lecturas, vivencias o emociones. Las hubo desde el inicio, claro. Pero, redondeando algo, es descollante la abundancia y diversidad de la década reciente. La cronología incide en parte: se han sumado los hijos y nietos de los desaparecidos, crecieron. Por otro lado, decantaron los temores y tabúes de los sobrevivientes.

El cronista está convencido de algo difícil de probar: se ha generado un clima socio cultural que habilita a las víctimas de tres generaciones a revisar, expresarse, pensar, rebelarse y revelarse.

Escapa a las pretensiones de esta columna hacer un relevamiento minucioso. Baste consignar que el cine fue dando cabida a la visión de los hijos. La película Los rubios dirigida por Albertina Carri es un ejemplo de abordaje diferente, desde otro lugar. En Infancia clandestina, acaso con diferentes pretensiones, se produce una escena notable del cine argentino: la discusión entre madre e hija (Cristina Banegas y Natalia Oreiro) acerca de qué hacer con el hijo de ésta durante la Contraofensiva.

La decantación de la memoria, un mayor grado de apertura colectiva, la liberación de fantasmas prohijó testimonios no imaginables en otro contexto. Hablamos, solo a título de muestra, de libros como Bettina sin aparecer de Sergio Tarnopolsky, Desaparecido. Memorias de un cautiverio de Mario Villani y Fernando Reati. O de Putas y guerrilleras de Miriam Lewin y Olga Wornat, un texto hondo y doloroso que solo pudo ver la luz en un contorno que cambió.

Hay antecedentes pioneros como Poder y desaparición de Pilar Calveiro, de data anterior. Pero la reconstrucción y la acumulación de percepciones son consecuencia y síntoma de una nueva etapa.

Las voces de las víctimas resonaron firmes por primera vez durante el Juicio a las Juntas. El formato elegido para los testimonios les permitía, las instaba a contar en detalle su calvario, a explayarse. Las leyes de la impunidad dejaron en pausa esa experiencia, sin borrarla del todo. Reabiertos los procesos contra los represores a partir de 2003, la palabra de las víctimas recobró un peso institucional (fueron testigos de cargo, su palabra valió como prueba concluyente) que, puesto de modo muy ligero, se contagió a otras esferas.

Todo confluyó: la saga vital, el crecimiento de quienes eran bebés o pibes, la mayor escucha colectiva. Suele decirse que no hay una visión histórica de las secuelas del terrorismo de Estado.

Ese diagnóstico tal vez parta de la idea de un hipotético, casi abstracto, jurado histórico que sentencia sobre una época. Desde ya, esos veredictos ni pueden ni deben existir. La unanimidad es imposible o indeseable, sobre todo si se alude a hechos recientes y aún en llaga. Claro que hay volúmenes que explican y ordenan ideológicamente la historia, oficial o revisionista. Este escriba no abomina de ellos, a condición de admitir su relativa limitación: son perspectivas, ordenamientos ideológicos en el mejor sentido de la palabra.

Si de pasado cercano se habla, lo que fluye es la torrentosa discusión. La yuxtaposición de posturas o ángulos, las subjetividades o las posturas grupales. Una producción polifónica, por ahí, antes que coral. De eso hay cantidad y calidad en la Argentina, una sociedad viva y polémica. Germina en el humus democrático, es el producto de más de tres décadas, una proeza para nuestras marcas previas.

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Las luchas y las vidas: Fue el reencuentro número 114, las series numéricas si se laburan bien no restan identidad, ayudan a sopesar. Tuvo características únicas, por el predicamento y el prestigio social de Estela. Pero la ceremonia reprodujo modos y estilos de otros. No será la última, porque la búsqueda sigue.

Aún en día de emociones colectivas (esta atravesó a muchas personas “como si fuera de la familia”) vale recordar que quedan alrededor de 400 pibes cuya identidad está pendiente de recuperación.

Ignacio (como él prefiere ser nombrado) o Guido (como lo bautizó la madre que él decidió buscar) transmitió temple, buen humor y ternura. Estela fue la de siempre, tal vez como escribió Marta Dillon en este diario se la vio un poco más despeinada y algo menos producida que de costumbre. La diferencia es mucho menos relevante que la continuidad.

La vida prima sobre la muerte y la abolición de la humanidad. “La derrota –escribió la psicóloga Silvia Bleichmar– es la renuncia definitiva a nuevas batallas. (...) Los derrotados no solo se arrepienten de sus propias acciones sino de lo que los motivó a realizarlas. En esto consiste la derrota porque se puede revisar el camino o los abismos a los que uno se asomó sin por ello renunciar a seguir caminando” (No me hubiera gustado morir en los ’90).

Los organismos de derechos humanos siguen caminando, nadie renunció. La voluntad colectiva no fue quebrada. La lucha prosiguió en otro tiempo, su primer fundamento fue el amor familiar. Sus herramientas, nuevas y propias de la etapa democrática. Sus logros, formidables e incompletos.

La historia sigue, la alegría llorosa que nos sacudió a tantos fue una caricia. A mucha gente de a pie le viene bien, mejora la vida. El cambio cotidiano deberán elaborarlo con tiempo y calma, entre todos, puertas adentro en sus hogares, el nieto tan querible, la gran abuela y los familiares que nunca cejaron.

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