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La idea del estallido

La idea del estallido que tumba a un gobierno forma parte del imaginario justicialista desde 1974, pero el vaticinio programático de Barrionuevo desdeña las fuertes señales de gobernabilidad que emite el gobierno. Una clave es el control de la calle y del Congreso. Por eso De la Rúa y Rodríguez Saá cayeron y Menem y CFK no. Pero si la calle se despeja a palos el resultado es contraproducente. Faltaron militancia y precisión de cirujano.

 Por Horacio Verbitsky

La idea del estallido que mina la sustentabilidad de un gobierno está instalada en el imaginario del justicialismo desde 1974, cuando algaradas políticas, sindicales y policiales forzaron el alejamiento de varios gobernadores. La misma nube negra amagó en 1996 a Carlos Menem (bajo la consigna “Rückauf al gobierno, Duhalde al poder”), y se descargó en 2001 sobre el presidente Fernando de la Rúa y el senador Adolfo Rodríguez Saá. A CFK la idea del estallido la persigue desde antes de asumir su primer mandato: a mediados de 2007, Eduardo Duhalde explicó que había que prepararse para mediados del año siguiente, porque la incompetencia presidencial generaría un vacío de poder. Luego del voto histórico del vicepresidente Julio Cobos contra su propio gobierno, el presidente de la Sociedad Rural, Héctor Biolcati, sugirió la renuncia de Cristina para que asumiera el nuevo ídolo. Voces similares se alzaron en 2010, con la ocupación del Parque Indoamericano, y en diciembre último, a raíz de las rebeliones policiales y los saqueos programados. Columnistas del diario Clarín instalaron que Cristina “se está isabelizando”, boutade que retomaron Elisa Carrió, con entusiasmo estudiantil, y Javier González Fraga, bajo la insidiosa forma de una preocupación. De modo que el exabrupto del sindicalista Luis Barrionuevo de Camaño carece de originalidad.

Tampoco es posible, dadas las fuertes señales de gobernabilidad que pese a las serias dificultades económicas emite el gobierno, como la sanción de la Ley de Pago Soberano para manejar el conflicto suscitado por la Justicia de los Estados Unidos; la ampliación de la moratoria previsional para que el 100 por ciento de las personas en edad de jubilarse puedan hacerlo; las inminentes reformas a las leyes de regulación de las relaciones de producción y defensa del consumidor, todas en sesiones presididas por el denostado vicepresidente Amado Boudou; el lanzamiento del satélite de comunicaciones Arsat; la mayoría significativa de la Asamblea General de las Naciones Unidas que aprobó el proyecto del G77+China para establecer un procedimiento internacional de quiebras, sin que la oposición de Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña y Japón arrastrara a otros votos significativos; los préstamos del Banco Mundial por 4000 millones de dólares; la declaración oficial china de que el conflicto con los fondos buitre no afectaría las inversiones comprometidas ni el swap de monedas por 11.000 millones de dólares; los créditos en doce cuotas sin interés para productos de la industria argentina y el acuerdo sobre el salario mínimo.

Altri tempi

El tumulto desestabilizador ha quedado incorporado a los usos y costumbres locales para la toma del poder; las que varían son las circunstancias. En la década de 1970 se llegaba al uso de las armas para dirimir supremacías dentro del justicialismo. A partir de 1983, el factor decisivo fue el control de la calle y del Congreso. Menem los tenía y sobrevivió, De la Rúa no y debió renunciar cuando ya se había iniciado el procedimiento de su remoción por juicio político, que contaba con votos del justicialismo y de su propio partido. La entente Duhalde-Raúl Alfonsín, impulsada por los grupos empresariales devaluacionistas, fue bendecida por el cardenal Jorge Bergoglio. Hace apenas cinco semanas, el senador Adolfo Rodríguez Saá contó que al asumir en forma interina el Poder Ejecutivo sólo encontró en el escritorio de la Secretaría Legal y Técnica “el borrador del proyecto de pesificación asimétrica”. Empresarios e industriales querían “que los sectores privados pagaran en pesos la deuda en dólares que tenían y que el Estado se hiciera cargo de la diferencia, de miles de millones de pesos”. Es lo que hizo quien lo sucedió una semana después. Agregó que a él se lo pidieron en forma personal “el Grupo Clarín y los empresarios industriales de la época, que son los mismos de ahora”. Por eso los llamó “creadores del golpismo democrático”. Durante los primeros meses de su presidencia, Néstor Kirchner tenía aguda conciencia de la fragilidad del terreno que pisaba, con mayor porcentaje de desocupados que de votos. Creía que si antes de marzo de 2004 las calles y rutas no quedaban despejadas de piquetes y manifestaciones se cumpliría el anuncio programático del diario La Nación de que su gobierno no duraría más de un año. Para descebar esa bomba de tiempo armó un equipo con tres personas hiperactivas y de mínimo perfil público: Sergio Berni, Rafael Follonier y Héctor Metón. Desde un despacho en la presidencia y en contacto con el secretario general Oscar Parrilli negociaban con las organizaciones emergentes de la gran crisis de fin de siglo. Algunos de sus miembros se incorporaron al gobierno, otros acordaron un modus vivendi a cambio de su participación en los planes y el clientelismo que desde 2002 manejaban los sindicatos, las provincias y los municipios. Hasta un insólito neovandorismo rojo financió así sus estructuras maximalistas. Las empresas, satisfechas con la caída del salario real por la fuerte devaluación y el desempleo, no obstaculizaron esa apertura. En setiembre de 2004, manifestantes que objetaban la reforma del Código Contravencional prendieron fuego a la puerta de la Legislatura Porteña ante un desordenado operativo policial, que primero les permitió avanzar y luego los reprimió con violencia. Aterrado por el recuerdo de Kosteki y Santillán, Kirchner ordenó que los efectivos en contacto con manifestantes no volvieran a portar armas letales.

Cosa de machos

Esas pautas no se extendieron a las fuerzas provinciales, que causaron muchas muertes, pero durante años gobernó la conducta de las federales. Kirchner sostenía que el conflicto social debía enfrentarse con política y militancia, incluso áspera, pero no con fuerzas de seguridad. Así me lo dijo comentando un audio que difundí por televisión en 2002, en el que instaba a sus partidarios a “correr” a los caceroleros que rodeaban la Legislatura de Santa Cruz. Una semana antes de su muerte, en octubre de 2010, una patota ferroviaria protegida por la Policía Federal asesinó al militante del PO Mariano Ferreyra, cuando se retiraba de un corte de vías contra la tercerización laboral. En diciembre, policías federales y metropolitanos asesinaron a tiros a Bernando Salgueiro y Rosemarie Chura Puña durante la ocupación del Parque Indoamericano. Berni, que era viceministro de Desarrollo Social, fue convocado para enfrentar la emergencia y consiguió pacificar los ánimos sin nuevas víctimas, aunque ninguna de las promesas realizadas entonces se cumplió. Aquella orientación de Kirchner recién se convirtió en una normativa institucional en marzo de 2011, cuando la titular del flamante Ministerio de Seguridad, Nilda Garré, presentó a sus colegas de todo el país los “Criterios Mínimos” a los que deberían ajustarse las fuerzas de seguridad en manifestaciones públicas. Un año después, Berni asumió como secretario de Seguridad, cargo que retuvo con los sucesivos ministros Héctor Puricelli y Cecilia Rodríguez. Además de las protestas sociales (que descalifica como políticas), Berni tiene entre sus responsabilidades la prevención y represión del delito. La preocupación por el tema es potenciada por varios precandidatos presidenciales y por los medios de mayor audiencia (que engloban bajo el rubro fetiche de “Inseguridad” hasta los casos de violencia familiar). Para conjurarla, el gobierno reclama una presencia constante del secretario sobre el terreno y en las pantallas de televisión. Berni niega haber detenido la reforma que inició Garré y por el contrario, pretende haberla profundizado, porque no sólo pasa a retiro sino que además detiene y entrega a la Justicia a los policías corruptos. Por gobierno político de las fuerzas entiende que allí donde él se presente todos le teman y obedezcan, y descuida como cosa de intelectuales la institucionalización de las medidas de comando y control. Berni es a la seguridad lo que Guillermo Moreno fue a la economía, aunque la comparación no le guste. Los datos duros dicen que desde su asunción hasta ahora la cantidad de personas muertas por efectivos federales creció a más del doble: 15 en el primer cuatrimestre de 2012, 36 en el primero de 2014. Pero estos desbordes de violencia institucional son recompensados por una mejor imagen pública del funcionario. Por eso, el gobernador bonaerense Daniel Scioli ha variado la forma de comunicar la información y mide la presunta eficacia por el incremento de “delincuentes abatidos”. Scioli encargó las encuestas que presentan a Berni como el mejor candidato a sucederlo en la gobernación bonaerense, aunque el secretario de Seguridad jura a quien quiera oírlo que su plan de vida es volver a la profesión de cirujano, en su clínica de Luis María Campos y José Hernández, y a la familia que formó con su colaboradora Agustina Propato, con quien está a punto de reproducirse.

En la calle

La crisis del sector automotriz provocada por la recesión en Brasil, que es el principal mercado para sus exportaciones, repercutió sobre el sector autopartista, de 400 establecimientos y 62.000 trabajadores. En lo que va del año las situaciones de alta conflictividad se han registrado solo en la española Gestamp, con 600 obreros, y la estadounidense Lear, con 500. Lear Corporation es la mayor autopartista del mundo, con 221 fábricas repartidas en 36 países y 122 mil trabajadores. Es una de las 500 principales empresas del mundo, el año pasado facturó 16.000 millones de dólares y en el primer trimestre de 2014 sus ventas globales crecieron un 10 por ciento interanual. Según el PTS, mientras aducía estar en bancarrota en Estados Unidos impulsó una campaña agresiva de fusiones y adquisiciones de otras empresas y se expandió a países de Asia, Africa, Europa del este y Centroamérica “con el objetivo de maximizar sus ganancias a cambio de bajos salarios y condiciones de trabajo precarias”.

Para bajar costos, en mayo Lear Argentina pidió un procedimiento de crisis al Ministerio de Trabajo, que lo rechazó por no constatar una crisis real. En junio, la empresa alegó “violencia y desmanes” para despedir a 140 trabajadores incluyendo toda la comisión interna y suspender con goce de sueldo a otro centenar. En julio, Smata denunció al Ministerio de Trabajo los despidos y suspensiones. Lear invocó su estado económico financiero y abrió un plan de retiros voluntarios, mientras el ministerio le reclamó la reincorporación de los trabajadores. En agosto la empresa cerró el plan de retiros voluntarios en el que se inscribieron 123 trabajadores, reincorporó a 61, mantuvo 60 despidos por la injuria grave que prevé la ley de contrato de trabajo y cerró sus puertas por dos semanas, hasta el 19 de ese mes.

La paleoizquierda también proyecta imágenes vetustas sobre este conflicto, como si Cristina fuera Isabel Perón y la situación económica la de fin de siglo, con su gravísima crisis social. Tiende a confundir a Berni con López Rega, a Ricardo Pignanelli con José Rodríguez y a sí misma con la vanguardia de una ofensiva revolucionaria. La comparación no se sostiene. En noviembre de 1974, Acindar y la Unión Obrera Metalúrgica desconocieron a los delegados clasistas y convocaron a nuevas elecciones. Pero debieron reconocerlos cuando los trabajadores ocuparon las plantas, apoyados por otros gremios e incluso por los comerciantes. En marzo de 1975, para desmantelar ese movimiento legítimo de los trabajadores que el presidente de la Unión Cívica Radical, Ricardo Balbín, estigmatizó como “guerrilla industrial”, el gobierno de la Triple A movilizó a un centenar de vehículos con hombres armados. En 1991, en plena ofensiva neoliberal, Acindar despidió a 30 de sus 2500 obreros, suspendió a 900, prohibió que la comisión interna se desplazara por la planta y desacató la conciliación obligatoria. Asambleas por turno decidieron que nadie sustituiría a despedidos y suspendidos, que acampaban en la puerta de la planta y, junto con sus familiares, impedían la salida de camiones. En represalia siguieron los despidos y Acindar declaró el lockout. Durante cinco meses los trabajadores sostuvieron el conflicto, sin cobrar las quincenas ni cortar una ruta, porque el apoyo solidario de toda la comunidad era imprescindible para mantener las ollas populares de las carpas, en puerta de fábrica y en los pueblos donde vivían los trabajadores. Incluso participó el personal jerárquico de supervisores nucleado en Asimra. Ante ese respaldo inconmovible, la empresa terminó por recurrir a los delegados, quienes pidieron a la UOM Nacional que participara de las negociaciones. El acuerdo, que incluyó retiros voluntarios, se aprobó por 2000 a 8 en una asamblea que encabezó Lorenzo Miguel. Pignanelli, tan macartista como su predecesor en Smata, José Rodríguez, convocó a una asamblea en la sede porteña del sindicato, en la que se revocaron los mandatos de los delegados, sin debate y bajo la amenaza patronal de despidos si no lo hacían. La Justicia la declaró ilegal y el Ministerio de Trabajo repuso a los delegados, pero la empresa no les permitió el contacto con los trabajadores. Después de dos días recluidos en un corralito, los delegados fueron llevados a una segunda asamblea esta vez dentro de la planta, que a mano alzada y por mayoría arrasadora confirmó la revocatoria. La radicalización del conflicto en una empresa que buscaba reducir la producción y los costos, el reemplazo de obreros por estudiantes en los piquetes y la obsesión por cortar la Panamericana, no molestaron a Lear sino al gobierno, que al mismo tiempo está lidiando con las terminales para que no saboteen los planes de reactivación del mercado. Ese es el contexto en el que se inscribe la torpe represión comandada por Berni, Galeano y López Torales, una dolorosa derrota de la política.

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