Jueves, 19 de febrero de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Sandra Russo
No es una excepción, es más bien una regla que las marchas opositoras al kirchnerismo son imprecisas. Que cada tanto logran convocar a una gran cantidad de ciudadanos que, con cacerolas o en silencio, se manifiestan por diversas razones que los hacen “no soportar más” a este gobierno, retroalimentados en su impotencia porque los dirigentes opositores no logran darle forma a ninguna opción electoral con chances de lograr una alternancia en los términos constitucionales que todos conocemos, y por fuera de los cuales no hay democracia. Si muchos suscribimos a la idea de que lo que se puso en marcha con la denuncia del fiscal Alberto Nisman fue y sigue siendo un intento de golpe blando –potenciado y completado con su muerte– es porque creemos que ese tipo de intentos no es un virus local, sino una modalidad global, que en estos días hamaca a las diversas oposiciones a los gobiernos posneoliberales, que cuentan con los mismos apoyos extranjeros con los que antes contaban para movilizar los tanques. Tenemos derecho a creer que los rejuntes opositores que se resisten a la política de la discusión, del debate, del proyecto, de la negociación, siguen en la espera activa de la coyuntura que les permita tomar el cielo por asalto. No obstante ese análisis, sería un error subestimar a la ciudadanía que ayer acompañó esa marcha.
La muerte dudosa del fiscal Alberto Nisman provocó una indudable conmoción que todavía, a un mes del hecho, no se ha oxigenado ni un milímetro. Todos, oficialistas y opositores, estamos transitando desde entonces un trance complejo y nutrido de operaciones cazabobos, y todos, oficialistas y opositores, recibimos esa noticia con la zozobra de algo que nos excede, que no forma parte de la cultura en común, algo que yace en la ciénaga de la condición humana. Se ignora todavía si Nisman se suicidó o si lo mataron. Más allá de la percepción respetable de su ex mujer, más allá de la percepción también respetable de la Presidenta, que se inclinan por pensar que fue un asesinato, la marcha que organizó un grupo de fiscales federales se puso en movimiento dando por sentado lo que el Poder al que ellos pertenecen no ha podido probar al menos todavía. Ese prejuzgamiento hubiese sido delicado para cualquier sector, pero es inconcebible en quienes deben dar el servicio de Justicia. Sólo en la hipótesis, todavía no descartada, de que la endeblez de “la denuncia de su vida”, el off side en el que fue puesto por Interpol, y la conciencia quizá tardía de que él mismo no era el autor de una denuncia, sino una pieza en un engranaje que lo descartaba, es decir: sólo en la hipótesis todavía no cerrada de que se haya tratado de un suicidio, este “homenaje” no cierra. El “homenaje” es la continuación de su denuncia, los organizadores lo saben, e intentó ser la celebración fantasmática de la idea de un “régimen que mata”. Así algunos portavoces, opositores políticos y opositores judiciales, leen la realidad y tratan de que así se la lea. Como si fuera un folleto donde la culpable siempre se llama Cristina, que ha sido yegua, bipolar, adicta a las carteras, falsa abogada, ladrona, corrupta y ahora asesina. Es curioso, pero para completar el folleto –“presidenta que manda a matar al fiscal que la acusa de encubrir el mayor atentado terrorista de la historia local”– ella debería ser también estúpida. De eso al menos no se la acusa.
El estupor perdura. Entre propios, entre ajenos. Entre ajenos de buena fe como pudieron ser tantos de los que se acercaron ayer por fuera del corralito judicial, con pancartas sencillas que rezaban “Verdad” o “Justicia”. Esas palabras que, unidas a “Memoria”, conocemos tan bien. Quién podría no querer verdad o justicia para Alberto Nisman, así como para tantos otros o para cualquiera. Y entre propios, porque aunque abunden las críticas sobre la figura de Nisman hay dos hechos incontrastables que sólo podrán lograrse mediante la investigación tanto de las circunstancias y los motivos de su muerte como del alcance real de su denuncia, más cercana al panfleto político que a la pieza jurídica. Sólo con verdad y justicia podremos dar vuelta colectivamente esta página triste y bizarra, y sólo con verdad y justicia –y con condenas– podremos estar seguros de que quienes se agazaparon atrás de los motivos reales de esta muerte no lo harán con nadie más.
Ese es el trasfondo oscuro que nos empaña el presente, más allá de la lluvia que impidió probablemente poner en caja real la verdadera asistencia, aunque fue multitudinaria. Más allá del corralito judicial que los mostró, a sus ocupantes, como lo que se creen que son, sus señorías o algo por el estilo. Más allá de esa coreografía extraña que la oposición insiste en aceptar y que consiste en mantenerse alejada de “la gente” para no mancharla con “política”, más allá de la gran hipocresía que pueden organizar los grandes hipócritas, la tan meneada grieta en la que han insistido hoy deja ver en su sumidero los resabios cloacales de otras épocas. Ahí andan esos que ni ayer ni hoy tuvieron pruritos ante la vida. Los que mienten y matan para causar efectos especiales. Esos son los enemigos de toda la gente de buena voluntad, piense políticamente como piense.
Claro que la muerte de Alberto Nisman ya es una bisagra. Así lo decía este martes en TN Juan José Sebreli. “Más ahora, que causa impacto mundial, con los nuevos grupos terroristas que están apareciendo.” Un día antes el matutino más nervioso titulaba: “Cae la imagen global de Cristina”. Julio Schlosser, el presidente de la DAIA, advertía en la semana sobre el robo de un misil que resultó estar averiado, pero que según él hacía temer la implantación de “grupos terroristas” que actúan en otras latitudes. Todo ese paquete argumental está lleno de mugre. Está dirigido. Abona una dirección hacia la que el viejo imperio nos quiere religar.
Esta región es de paz. Así la hemos soñado y construido. La paz, como lo demuestran varias negociaciones de alto nivel que se llevan a cabo en otros países, es un valor político al que sólo se arriba con política. La guerra solamente les conviene a algunos, y no hace falta hacer un inventario. El escozor que sobrellevamos desde la muerte de Nisman va en sentido exactamente opuesto a la alegría por la que optamos, y que nunca, jamás fue la alegría de los indiferentes, sino la de las conquistas de la inclusión. Verdad y justicia por Alberto Nisman. Esas dos cosas las necesitamos todos.
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