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El desafío kirchnerista

 Por Eduardo Aliverti

Si es por hechos de impacto noticioso coyuntural, la semana que terminó ofreció material considerable, incluyendo los resultados de ayer en Santa Fe y Río Negro. Pero entregó mucho más como síntoma de que los retos políticos principales están crecientemente consolidados.

El paro del martes volvió a anclar en las reivindicaciones del anterior, con la exigencia de modificar el mínimo no imponible para trabajadores de mayores ingresos –que, siempre es bueno recordarlo, con suerte llegan a ser un 10 por ciento del universo de registrados en blanco– y una serie de vaguedades cualunquistas. Tuvo el agregado insólito de reclamar por paritarias libres, justo cuando la inmensa mayoría de los gremios ya había acordado sus convenios colectivos. Y quepa destacar en ello el logro de los bancarios, que consiguieron atar un plus al balance de las entidades financieras. La ausencia de transporte público también volvió a disfrazar la medida de fuerza con rango de huelga general, en una interpretación alocada que no creyeron ni sus convocantes. La propia prensa opositora juzgó la presión sindical como una maniobra casi desesperada, inercial, a fin de mostrar una mínima y última potencia en la apoyatura a Sergio Massa por parte de caciques que se ven desamparados. De todos modos, ese o cualquier análisis duró un santiamén, porque al rato apareció Luis Barrionuevo, quien junto a Elisa Carrió insiste en parecer uno de los jefes de campaña del kirchnerismo, a decir que con los militares estábamos mejor. La irrupción del adefesio llevó a la consecuencia natural de que el periodismo oficialista se hiciera una fiesta, y el opositor guardara violín en la bolsa donde Barrionuevo tendrá guardado lo que debe dejar de robarse para que el país salga adelante. Allí concluyó toda pretensión de trascendencia de los convocantes a un paro que, de vuelta, careció de acto, de manifestantes y de reclamo a las patronales. Curiosas centrales obreras, que sólo le hacen huelga al Estado. Gracias si quedó sitio para una plácida visita de Hugo Moyano a su señal de cable amiga, y hasta más ver. Dicen que puede haberles quedado la esperanza de conseguir algún hueso en las listas candidateables de Diputados. Suena difícil.

La expectativa, a esa altura, ya estaba concentrada en el anuncio de Massa sobre su continuidad o no como postulante presidencial. Despreciado por Mauricio Macri y presa de errores que admitió aunque atribuyéndolos a su carácter de político virginal, sólo interesado en la unidad de Disneylandia, los datos son coincidentes respecto de que Massa aguardó todo lo que pudo el gesto macrista que nunca llegó. Incluso, al comunicar su decisión de continuar como candidato, guapeó contra Daniel Scioli aludiéndolo nuevamente cual obediente lorito cristinista, pero apenas esbozó una crítica indirecta contra Macri. Se alientan entonces las desmentidas versiones de que siguen negociando por debajo de la mesa, ya bajo esa alquimia de un massismo sin Massa que consistiría en colar, mediante algunas listas bonaerenses del PRO, a la escasa tropa todavía no fugada. ¿De cuántos votos se estaría hablando si eso se concretase, visto el estallido entre la tropa del ex presidenciable? Roscas de pago chico que no alcanzarán para disimular el derrumbe veloz y estrepitoso de quien, hasta hace dos años y menos también, fue soñado y erigido como la gran esperanza blanca. Puede que asista la razón a dos puntas. Al parecer, sea que aspira a ganar o que ya se resignó a la invencibilidad pasajera del peronismo, Macri se asienta mostrándose “ortodoxo”, seguro de que le conviene vender la imagen inflexible de una nueva derecha descontaminada. Y Massa, quien recién cumplió 43 años, tendrá la chance de contar porotos completamente propios, por más escasos que vayan a ser, para, primero, hacerlos jugar como mejor le plazca y, después, en el inicio de la reconstrucción de su figura. Llegado el caso, no le faltará oportunidad de volver a conseguir sponsors mediáticos y del círculo rojo en general.

En el oficialismo, los avatares son bastante más complejos en su sentido de profundidad ideológica. El miércoles pasado, en la presentación del libro El futuro del kirchnerismo, de Eduardo Jozami, se escucharon algunas definiciones de fuerte valor conceptual que fueron muy bien sintetizadas en la crónica que la colega Ailín Bullentini efectuó para este diario. El autor, quien busca lugar en Diputados como una de las personalidades más destacadas e irreprochables del mundo progresista, habló de la urgencia ante el proceso electoral y del temor de que se “encumbre en la Presidencia a un candidato que no garantiza la continuidad de este proyecto”. Horacio González, director de la Biblioteca Nacional, donde se produjo la actividad, dijo que el libro es una reflexión sobre el vuelo fantasmal que sufre el kirchnerismo: “la cuestión Scioli”. El politólogo Edgardo Mocca resumió el brío del texto bajo la pregunta de si el kirchnerismo es una nueva identidad política popular o una nueva vuelta de la rueda peronista. Y la ex diputada Cecilia Merchán lo contestó, en parte, al señalar que el kirchnerismo ha generado en efecto una fuerte identidad política, pero no una organización política que esté a la altura de esa identidad. Merchán apuntó además que “no queremos un gobierno de Scioli”, pero a la vez aseveró que la identidad kirchnerista seguirá como tal “dentro o fuera del Estado”.

Es quizás en ese último criterio donde se juega la porción decisiva, o mayor, del futuro de mediano plazo. Está claro que la derecha ha conseguido con Macri una candidatura que en los papeles es aglutinante, aunque quedará por comprobar si los restos del radicalismo irán en masa hacia esa opción o si a último momento regirá alguna dosis de vergüenza histórica, llamémosle, capaz de impedir la rifa completa de esa tradición progresista que la UCR supo mantener en algunas etapas y con ciertas jefaturas o referencias. Sería esperable lo segundo, que en la provincia de Buenos Aires puede encontrar refugio en Margarita Stolbizer y, aun, en votos K de los segmentos menos gorilas, seducidos por el liderazgo que seguirá ejerciendo Cristina más allá del papel candidateable, o no, que resuelva presentar hacia octubre. El kirchnerismo, en cambio, llega a las elecciones con candidatos presidenciales que no representan lo mejor de su espíritu disruptivo, y sufre un fuerte debate interno que será más intenso todavía si, como indican hasta hoy absolutamente todos los sondeos, el vencedor de las primarias resulta Daniel Scioli. En esa variante, que estaría precedida por el entornismo de Casa Rosada al designar vice, aspirantes parlamentarios y referentes territoriales, se profundizará la polémica en torno de cuánto servirá rodear lo más posible a una figura que habrá surgido por descarte y nunca por convicción. Nadie tiene la respuesta segura, sencillamente porque no la hay ni podrá haberla mientras los hechos sean incomprobables. Conducir desde afuera, amparado en el pretexto de que el candidato es el proyecto como si los nombres no contaran, es cosa bien distinta que hacerlo desde el ejercicio del poder. Hay un sinnúmero de alternativas probables, empezando por la presión que desplegarán los grupos económicos para retomar algunos privilegios perdidos, que impiden pronosticar con certeza absoluta cómo reaccionará un conservador entornado. Sí parece estar fuera de duda la capacidad kirchnerista para haber construido esa identidad que, por si fuera poco, termina su gestión con una popularidad de Cristina tan impresionante como imbatible, Durán Barba dixit. Es desde esa base que se verá si alcanza con cercar por los laterales. O si será necesario que el kirchnerismo se disponga, más temprano que tarde, a constituir la organización que le falta sin depender de unas estructuras clásicas del peronismo, ora tránsfugas y ora corruptibles según acaba de ratificarlo el alucinante mercado de pases en las filas de Massa. Por ahora, es lo que hay. Tampoco puede perderse de vista, para ser obligatoriamente reiterativos y justos, que la conducción de este modelo reparador, con tanto de energía como de improvisación, era con dos. Uno se murió demasiado antes de tiempo. Si viviera, valga lo contrafáctico, no estaría deshojándose margarita alguna. No habría en el espacio K la consistente depresión de que ya no será lo mismo. Y quien quedó no puede ser reelecta. Por lo pronto, sin embargo, la buena noticia es la significación de que, al que sea, le resultará bien difícil dar marcha atrás con las pequeñas, medianas y enormes conquistas de estos doce años. No bastarán el odio, ni la timidez, ni la farandulización de la política, ni como se le quiera llamar a una corriente adversa, para torcer lo alcanzado así nomás.

En el cierre de su columna de esta semana referida a los miedos del poder económico y sus medios (www.presmanhugo.blogspot.com), el periodista Hugo Presman da en el clavo, sobre este desafío, al citar la sentencia de Arturo Jauretche acerca de que los pueblos deprimidos no vencen. Que nada grande se puede hacer con la tristeza. Y que se ignora que las mayorías no odian. Odian las minorías, porque conquistar derechos provoca alegría mientras perder privilegios provoca rencor.

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Imagen: Leandro Teysseire
 
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