EL PAíS

Realidades y ficciones

 Por Eduardo Aliverti

Se produjo un hecho conmocionante. Para muchos, estremecedor. Noticiosamente hablando, ni un marciano dejaría de comprender que deba ser así. El hecho está surcado por monumentales cuestiones de fe (auténtica o anclada en la necesidad supersticiosa de trascendencia, no importa), provenientes del fondo de los tiempos. Sin embargo, si pasamos a la frialdad política, ¿lo que conmueve es una realidad o una ficción?

La Iglesia Católica viene perdiendo adeptos sin parar, en todo el mundo. Las cifras persisten en dar cuenta de que su universo abarca a un sexto de la población planetaria, tomado a la bartola de lo que dicen las conquistas geográficas de sus reinos atávicos y los textos constitucionales de cada país abarcado. Las estadísticas dominantes se apoyan en eso, y jamás en la diferencia entre católico y creyente. Los creyentes, a su turno, tampoco son divididos entre convicciones meramente personales y participación activa en la vida de la monarquía eclesiástica romana. La crisis de vocación sacerdotal es apabullante. El dinero de sus fastuosidades, salvo por las estructuras educativas propias que subsidian los Estados adscriptos, y por sus entidades bancarias, está herido en el ala: sólo en Estados Unidos, 600 millones de dólares debieron destinarse a indemnizar a las familias de los menores violados por los curas a cargo. Parece una bicoca para semejante poder divino, pero deja de serlo cuando se toma nota de que, en el agregado conjunto, se suma la forma en que son avasallados por los pastores electrónicos de la salvación inmediata. Esa ultraderecha evangélica sí ha sabido qué hacer en sus edificios y sus medios de comunicación. Armó un show permanente, abrumador que, en lugar de castigos del más allá, imaginariza soluciones llave en mano para cuanto drama tenga cada quien. Con eso sustrajeron del influjo católico a incontables muchedumbres de las clases populares, mientras de las medias gracias si consiguen hipocresía. A pesar de todo esto, dale que va y hay 1200 millones de católicos. Nadie les pide explicaciones con respecto a de dónde provienen sus números.

Y entonces aparece un Papa sacado de la manga y su rostro de bienhechor, al revés del rictus pérfido de Ratzinger, basta y sobra para construir que todo cambiará, casi, de la noche a la mañana. Como sucedió con el polaco. Humilde, austero. Le dijo a la noviecita de sus doce años de edad que si ella le decía que no él se hacía cura. Viajador de transporte público. Atendedor personal de los llamados a la Curia metropolitana después de las cuatro de la tarde, cuando ya su fiel secretaria se había ido. Bingo. Los ricos tienen de Papa al pobre perfecto. ¿Y? ¿Dónde aplican las efectividades conducentes de ese patrimonio de clase, cultural, presuntamente dominador del imaginario colectivo? El polaco, está bien, fue un ariete del huracán Reagan-Thatcher para culminar la obra del desastre soviético que, desde dentro de esa órbita, comenzaba a avizorarse cuando inició su papado. Pero eso fue hace treinta y pico de años. La ciencia política no soporta que a coyunturas análogas se apliquen diagnósticos idénticos, ni similares, con excepción de que la realidad lo indique. Wojtyla fue a empujar lo que, de acuerdo con lo corroborado, se precipitaba a su declive irreversible. No se trata de minimizar su papel, sino de ponerlo en justa medida. Bergoglio ¿qué va a hacer, para los amantes de las teorías conspirativas que señalan a un Francisco latinoamericanamente comparable a lo que fue Juan Pablo II para Europa? ¿Va a conseguir que se acaben el chavismo, Correa, Evo, Cristina, el “lulaje” brasileño? Veamos aplicaciones bien prácticas, ahora que como el Papa es argentino parece que la Argentina será dada vuelta como una media en sus términos sociales o, mejor, políticos. Fue con el Bergoglio arzobispo, y pretendido articulador de la oposición (la propia derecha periodística recordó en estos días sus reuniones con Macri y Carrió, entre otros, para soldar una alianza), que salieron las leyes de matrimonio igualitario y de identidad de género. Y que se acentuó la liberalización de las costumbres sociales. ¿Dónde estuvo el temible y sacrosanto poder de la Conferencia Episcopal para evitarlo? En ningún lado. Y seguirá ahí, en ningún lado. Por más que el Papa sea argentino. No es una frase. Es una constatación. Según tal aserto demostrado, ¿qué vendría a pasar? ¿Que como Bergoglio fue confesor de Macri o adyacentes se termina el kirchnerismo? Reiteramos: esto es frialdad política. No es para manipulados emocionales. Si el nuevo Papa hubiera sido otro, cualquiera, de cualquier lado, ¿estaríamos hablando de su influencia? No. La noticia, aquí, habría desaparecido, o poco menos, a las 24 horas. En cambio, como es argentino se arma un combo triunfalista al que pronto se sumará la reina de Holanda más, siempre, Messi. Qué tendrá que ver ese agrandamiento pasajero con los laburantes y la política real de todos los días es algo que el suscripto no logra explicarse con el excepto de que de ilusión también se vive. O de que sobre todo se vive gracias a ella, quizá. Las construcciones de imaginario son un ardid de la política, muy efectivo, que no agota su capacidad de sorprender. Por ejemplo, eso de que se puede ser reaccionario en la doctrina pero progre en lo social. O sea: estoy en contra de los divorciados, de los homosexuales, del aborto aun en caso de mujeres violadas y discapacitadas mentales, participo de una institución que protege pedófilos, pero mi opción es por los pobres y vivo de modo franciscano.

Previo a que el mundo pareciera haber pasado a dividirse, tan dramática como alegremente, entre antes y después de Bergoglio Papa, había a través de Junín la enésima muestra de que La Bonaerense es una tragedia constante. Había la inflación, el dólar blue, la polémica por la tarjeta única en los supermercados. Había que se lanzó el dúo Solanas-Carrió, si Cristina seguiría confrontando, si la oposición no existiendo. Resulta imposible (en lo personal) advertir qué de todo eso, y de todo cuanto atraviesa y rodea a las realidades y desafíos de la política argentina, podría cambiar tan siquiera en milímetros debido a que el nuevo Papa nació en un barrio porteño. El periodista lo charló con alguna gente, del costado ideológico propio y del opuesto. En ese orden, se encontró con quienes simplemente manifestaron su irritación por el nombramiento de un conservador que, encima, carga con la sospecha de haber sido colaboracionista de la dictadura. Y en cuanto a quienes piensan diferente o muy distinto a uno, incluso con algún basamento de formación política, apenas se halla la frivolidad de una contentura simplota: el Papa es argentino, expresado al nivel de ganarle a Brasil la final de un mundial de fútbol. Se lee y escucha a las gentes del análisis profesional (casi todos), también de un palo y de otro, y ocurre lo mismo: enojo; nos dieron el Oscar; furia; qué cara de bueno que tiene; como buen jesuita es un personaje maquiavélico; para acá es un vigilante, para allá un revolucionario. Pero en ninguna parte, en ningún párrafo, en ninguna inflexión vocal, en ninguna firma, se descubre cuál es la respuesta a la pregunta de en qué nos puede cambiar la vida este hombre. El Papa argentino. Uno ha llegado a indicarse: no haría a la lógica que tan abrumadora mayoría, hacia derecha e izquierda, apunte a la influencia inconmensurable o importantísima de que Bergoglio sea Papa –por argentino, por latinoamericano, por no europeo, por jesuita, porque viajaba en el subte A, porque es un gran actor, por lo que sea– y yo, uno, relativice esas apreciaciones. El equivocado debe ser uno. Por no darse cuenta de que si una corporación lleva más de dos mil años de vigencia, más vale que por algo es (su inteligencia o la facilidad de montarse en el misterio de después la muerte, vaya a saber). Por no ser una persona de fe religiosa, tal vez. Pero no hay caso. No convence. No hay forma de que el Hollywood romano, y sus comunicadores locales e internacionales, (me) persuadan de que el momento es histórico. ¿La Historia pasa por que salió un Papa que paga el hotel en donde se alojó antes de la rosca cardenalicia? ¿La Historia pasa por que se fue a Ezeiza en remise, y voló en clase turista? ¿Pasa por rechazar traslados en limousina? ¿Esa elementalidad de quien se adjudica ser cordero de Dios es la revolución que el mundo católico estaba esperando? Debe ser así. Que necesitaban un “por lo menos”. Pero permítase disentir en torno de la profundidad de esa revolución, porque como piso suena a techo. ¿Francisco llamará a un Concilio Vaticano que les reconozca a las monjas capacidad de sacerdotisas? ¿Se animará a admitir que debe aceptar identidades sexuales apartadas de lo que llaman “naturaleza”? Así promoviera todo eso en lo doctrinario (los antecedentes no lo ayudan ni un poquito), le faltaría un abismo antes de ser un pastor adverso a los poderosos. Y entonces no se entiende de qué estamos hablando, cuando hablamos de un Papa con atributos revolucionarios.

Sí se sabe, como tantas otras veces, que carecer de las respuestas no significa equivocarse en las preguntas. Todo lo antedicho podría ser una tontería mayor. Pero nunca tan grande como afirmar que basta un Papa argentino, con cara de santo y actitudes sobreactuadas o genuinas, para deducir que la política se alteró por completo.

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