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El Protoloco para la protesta

 Por Mario Wainfeld

Las imágenes difundidas por distintos medios de los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán por un lado y el de Mariano Ferreyra, por otro, fueron esenciales para las investigaciones y juicios posteriores. En el último crimen gravitaron mucho las tomas de la señal de cable C5N.

La masacre de Avellaneda tiene una historia real y una semi leyenda que siempre es bueno repasar. La primera versión del gobierno del presidente Eduardo Duhalde, culpar a los propios manifestantes, tuvo formidable acogida en los medios audiovisuales el mismo día 26 de junio y en la célebre tapa del diario Clarín del día después.

Cuando se revelaron (valga la expresión en doble sentido) fotos el 28 de junio la mentira se cayó a pedazos. Desde el multimedios se urdió entonces un relato auto gratificante. Predica que fueron las fotos de José Mateos publicadas en Clarín el 28 de junio las que permitieron identificar al comisario Alfredo Fanchiotti. Es una segunda falacia.

Ese mismo día 28 Página/12 publicó sus propias imágenes, conseguidas por el fotógrafo independiente Sergio Kowalewsky. El 28 de junio este diario editó una en su tapa, que tituló “Yo vi cómo lo mataban”. La bajada consignaba “Un testigo muestra con sus fotos cómo la policía, con el jefe del operativo a la cabeza, mató al piquetero Santillán. Darío Santillán, todavía vivo, salta ante la amenaza policial. En el suelo el cadáver de Kosteki y en el fondo el comisario Fanchiotti”. La Nación, nobleza obliga, también difundió material propio.

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Vengamos a hoy, a lo que queremos comentar. La participación activa de cronistas, fotógrafos y camarógrafos contribuyó a que se develaran los homicidios. La Bonaerense cometió los dos de Avellaneda. Y participó junto con la Federal en la muerte de Ferreyra.

Los profesionales de prensa, en esas jornadas aciagas, estuvieron en medio de las refriegas y la violencia. Corrieron por acá y allá, alguna agresión recibieron, se expusieron. Fueron piezas esenciales para que el sistema democrático funcionara tras las violaciones de derechos humanos.

El Protocolo de Seguridad que anunció la ministra Patricia Bullrich propone, entre otras barbaridades, que las autoridades fijarán dónde deben ubicarse los trabajadores de prensa durante los cortes de calles o de ruta y su eventual represión o dispersión. Esa privación hubiera sido nefasta en los antecedentes históricos que reseñamos y en varios más.

No es lo peor del Protocolo, al que podríamos apodar amigablemente “Protoloco”, pero es concordante con el resto.

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Lo más grave es la intención de subordinar los derechos constitucionales de reunión, de expresión y de peticionar a las autoridades al de transitar el territorio. Hay conflictos entre ellos a menudo y no es sencillo dirimirlos. La medida del gobierno del presidente Mauricio Macri lo resuelve brutalmente, apunta a cercenar garantías constitucionales.

Como tantas otras acciones, amén de su contenido específico, el oficialismo apunta a ganarse a la “opinión pública”. Los títulos sobre los anuncios de Bullrich posiblemente tengan aceptación y hasta consenso sonoro. Algo similar a lo que ocurre con las alocadas reglas sobre derribo de aviones.

La primera mirada, eventualmente mayoritaria, no convalida ni mitiga los riesgos y violaciones que contiene el Protocolo. El más grave es su idea general, bien sazonada con las declaraciones de Patricia Bullrich y del secretario de Seguridad Emilio Burzaco. Se asemejan más a bravatas o amenazas que un anuncio sobre control y armonización de derechos.

“Sacarlos en cinco minutos” podrá sonar como bella música para los oídos de ciudadanos molestos con las movidas. Preocupa o hasta aterra su traducción cotidiana hecha por fuerzas de seguridad poco adiestradas y proclives para persuadir o controlar su violencia.

Una omisión estridente es básica. Se ha suprimido la regla de prohibir a las policías que disparen balas de goma o de plomo. La restricción es sensata: la instauraron los gobiernos kirchneristas memorando las masacres de diciembre de 2001 y Avellaneda. Dejarla de lado es una suerte de cheque en blanco, antedatado. La ministra quiso saltear la crítica correspondiente aduciendo que se sostiene la prohibición de usar “armas letales” en los operativos.

La aclaración dista de tranquilizar. La expresión “letal” complica porque deja la impresión de que solo importa no causar víctimas fatales. Además, el daño que puede causar un arma depende del uso que se le dé: una cachiporra que golpea con saña o una bala de goma disparada a quemarropa sobre el rostro pueden dejar lesiones irreparables.

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El 26 de junio de 2002, cuando ejecutaron a Kosteki y Santillán, este cronista escribió para el diario del día 27 una columna titulada “Miren o tiren”. La disyuntiva recogía comentarios del entonces secretario de Seguridad Juan José Alvarez. Según él “a la Policía hay que darle consignas netas. Blanco o negro. Hay que decirle ‘miren’ o ‘tiren’. Si la orden es más ambigua será difícil que la cumplan... incluso que la entiendan.” Lo saben quienes comandan fuerzas de seguridad y también quienes militan o hacen política en la calle. Hay ocasiones en las que los uniformados tratan de limitar la violencia y hay otras en que salen de cacería.

“Miren”, redunda decirlo, quiere imponer calma, no represión, templanza, hasta pasividad. Puede ocurrir que los policías pierdan los estribos, se descontrolen pero, en una fuerza verticalizada, habrá otros que morigeren, controlen.

“Tiren” quiere decir “tiren” en sentido estricto o “peguen”, “metan miedo”. En la Argentina al menos, la Policía suele asumir con entusiasmo tamaña consigna.

“Miren” o “tiren” puede decirse con esas palabras o con sinónimos.

En lo que sería el comienzo del fin del mandato de Duhalde, él mismo y unos cuantos de sus funcionarios dijeron “tiren” o algún sinónimo en las jornadas previas a la matanza de Avellaneda.

A su modo, salvando las distancias y diferencias, los anuncios de Bullrich propalan un mensaje similar. No hay por qué ser agoreros: anunciar y menos desear lo peor. Pero la experiencia nacional enseña que si se azuzan las peores tendencias es, cuanto menos, factible que estas se concreten en conductas.

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