EL PAíS › OPINION

Sabor amargo

 Por Washington Uranga

Más allá de las afirmaciones públicas que pretenden darle continuidad a la iniciativa del Diálogo Argentino a través de una “nueva etapa” en la que se intentará sumar voluntades y decisiones con la pretensión de convertir las “Bases para las reformas” en un programa mínimo de consenso para la Argentina, es evidente que los principales actores de la iniciativa, los obispos católicos y las Naciones Unidas, culminan esta parte del proceso con un sabor amargo y masticando insatisfacción. El obispo Casaretto se refirió de manera positiva a lo realizado, pero habló de “tenue” respaldo de la dirigencia a la iniciativa, y su colega Radrizzani respondió con un “en parte sí y en parte no” cuando se le preguntó por el apoyo del propio Gobierno –impulsor oficial de la propuesta– al Diálogo Argentino. A modo de ejemplo vale resaltar dos hechos. El primero: ningún representante del Gobierno estuvo ayer sentado a la mesa cuando se difundió el documento sobre los consensos. El segundo: en la agenda inicial se había previsto el 9 de Julio como una fecha en la que, solemnemente, la dirigencia política, social y empresaria, rubricaría el documento de bases para el consenso. Ayer el texto se presentó sin ninguna firma. Se dijo que éstas se buscarán a partir de ahora en el espacio simbólico del Cabildo. El borrador deambuló durante más de tres meses por oficinas y pasillos, en manos de dirigentes, sin concitar adhesiones públicas. Los obispos y los técnicos de Naciones Unidas se movieron en todos los frentes, hicieron consultas, demandaron pronunciamientos. La mayor parte de las veces recibieron evasivas y respuestas dilatorias. Salvo contadas excepciones, el Diálogo tampoco tuvo un respaldo decidido de parte del Ejecutivo. Los impulsores del Diálogo muestran –con motivos sobrados– el llamado Derecho de Inclusión Social como uno de los resultados concretos de la iniciativa dialoguista, pero no ocultan sus preocupaciones por la implementación. Varios análisis coinciden en señalar que el Diálogo sirvió, en su primera etapa, para contener los niveles de conflictividad de los distintos sectores. Pero este mismo argumento sirve a otros –desde dentro y fuera de la Iglesia– para acusar a los obispos de “hacerle el juego al Gobierno”. En el Episcopado siguen convencidos de que “se hizo lo que había que hacer” y que se contribuyó al diálogo social, entendiendo que eso sólo es importante aunque los resultados concretos sean por el momento magros. También se dice que los frutos de esta iniciativa quizá sólo puedan verse a largo plazo y dependiendo del valor que la dirigencia le preste a la idea de “bien común” que inspira las bases propuestas.

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