Miércoles, 16 de marzo de 2011 | Hoy
SOCIEDAD › OPINION
Por Leonardo Moledo
Cada vez que se produce un accidente natural de proporciones, explosiones terremotos, tsunamis, en el caso de Japón acompañados de accidentes en una central nuclear, es natural que el susto recorra al mundo como un jinete del Apocalipsis. Es perfectamente natural, aun en los lugares donde no hay peligro, porque se acentúa la percepción del riesgo, muchas veces sin motivo, y muchas veces cuando el riesgo es realmente mínimo. La pregunta, consciente o inconsciente es: ¿esto podría suceder aquí?
La pregunta es ociosa: cualquier cosa podría suceder en cualquier parte, con mayores o menores posibilidades, a veces con posibilidades tan ridículas que no vale la pena tomarlas en cuenta: la posibilidad de un terremoto en la zona donde está asentada Atucha I es prácticamente nula. En el caso de la central nuclear Embalse, en cuyo emplazamiento hay alguna sismicidad, aunque ésta sea mínima, la central nuclear está construida para aguantar sismos; la probabilidad de un tsunami es nula (ya que no hay tsunamis en el Atlántico), y el centro y este de la Argentina están alejados de los lugares donde las placas tectónicas se frotan, se subducen unas debajo de las otras y juegan su danza planetaria.
Pero la percepción del riesgo, que no es por cierto un fenómeno natural, no está siempre relacionado con el riesgo real, o también, ocurre, que la gente suele convivir con el riesgo, como cualquier sanjuanino lo sabe. En un año, o dos, o tres, las costas de Japón volverán a estar pobladas, con los pobladores conscientes de lo que puede pasar; San Francisco está construida sobre la falla de San Andrés (y no olvidemos que en 1905 hubo un terremoto pavoroso que prácticamente arrasó la ciudad), y Lisboa sufrió uno de los peores terremotos de la historia (que Voltaire usó literariamente en Cándido para atacar a Leibniz y su teoría del mejor de los mundos posibles).
Las centrales argentinas, Atucha I (350 megawatts) y Embalse (600 Mw), proveen buena parte del sistema eléctrico del país y tienen circuitos de seguridad dobles o triples, que inician la parada del reactor ante el más mínimo peligro. El problema en Japón no fue la tierra, sino el agua, que dejó sin combustible los sistemas diésel de enfriamiento; el problema en Three Miles Island, en los Estados Unidos (donde se fundió un tercio del núcleo del reactor y, a pesar de eso, no hubo ninguna víctima), sin embargo, no surgió de ningún desastre natural, sino que fue una sucesión de errores humanos; lo mismo ocurrió en Chernobyl, donde el operador desconectó los sistemas de seguridad que estaban deteniendo el reactor, hasta que ya fue tarde.
Pero el problema es la percepción del riesgo, que siempre se guía por los casos extremos y no por la media: los muertos no se debieron a la radiación, por cierto, sino al agua; las medidas de evacuación por la radiación se tomaron, razonablemente, por las dudas, y no hay que olvidar que estamos sujetos todos a la radiactividad que viene del espacio montada en los rayos cósmicos. Las dosis de radiación que recibieron los habitantes fueron comparables a la que recibe el piloto de un avión en vuelo, que debido a la altura está más expuesto a los rayos cósmicos.
No hay que tomar esta nota como un manifiesto a la despreocupación, sino como un alerta.
Lo que deja como enseñanza lo ocurrido en Japón no es que la generación de energía mediante centrales nucleares sea intrínsecamente peligrosa, sino que nunca se reforzarán bastante los sistemas de seguridad (ni en las centrales nucleares ni en ningún lugar). Y tal vez, solo tal vez, que el “riesgo cero no existe” (pensemos en los automóviles, en los accidentes ferroviarios o aéreos), que la vida sobre la Tierra está llena de riesgos y que, mal o bien, tenemos que convivir con ellos.
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