Viernes, 25 de abril de 2008 | Hoy
Por Alejandra Vasallo*
Diez años son una vida y un parpadeo. Hace diez años volvía al país, de donde me había ido para estudiar algo que, cuando partí, aún era un sueño por estos lares: una maestría en historia de las mujeres y teoría de género. Hace diez años, la querida y generosa Marcela Nari me abría las puertas del área de estudios de género que se apresuraba a crecer hasta convertirse en Instituto, en el cuarto piso de Filo. Hace diez años abría el diario y se hacía el milagro: un suple que sin preámbulos ni disculpas hablaba de “género” y unas locas a las que no se les caían los anillos por imprimir las palabras “feminismo”, “aborto”, “violencia doméstica”, “mujeres en lucha”. Sobre todo eso me hizo sonreír, aquello de “mujeres”, nunca el tan remanido y ficticio “la mujer” que nos acosa y nos encorseta desde cientos de otros medios.
Recuerdo haber hecho varias llamadas avisando del feliz nacimiento: “Andá ya al kiosco. No, no sé quiénes son, locas eso seguro, y no creo que las dejen durar mucho, pero tenés que leerlo”. Recuerdo las charlas y discusiones con amigas y colegas después de leer las notas en aquellos primeros tiempos y esperar cada semana para ver con qué me sorprenderían. Recuerdo haber guardado artículos para usarlos en mis clases, reliquias que me arrepiento ahora de haber tirado en alguna limpieza de primavera, confiando en la memoria virtual del diario (que ahora busco frenética y por supuesto no encuentro en “ediciones anteriores”). No, nada como el papel en la mano y aquellos titulares e ilustraciones del suple que muchas veces hacían ruborizar a los otros ocupantes del subte o el colectivo. Recuerdo haber sentido, por primera vez, que un diario me incluía y me interpelaba como lectora, algo extraño para alguien cuya abuela le enseñó a leer leyendo el diario. Recuerdo las coincidencias en la columna de Moira sobre qué pelis viejas ver y por qué: sus razones eran siempre las mías, su exacta manera de capturar la esencia de las heroínas y las historias que habían capturado mi infancia. Recuerdo los ensayos punzantes de la Dillon, que te dejaban sin aliento nombrando a las cosas por su nombre. O las notas audaces de María, de quien yo no conocía nada, pero que me obligaban a retroceder, a indagar, a buscar en nuestra memoria de olvidos.
Después crecimos todas y el milagro se transformó en cotidiano. Un día la lectora ávida se sorprendió de verse mencionada en una crítica de libros, aunque pensé, como siempre pensamos las mujeres, que los elogios eran inmerecidos y seguramente me habrían confundido con Marta, mi tocaya talentosa. Pero otro día llamaron por teléfono a mi casa. Y no era otra que Moira, la Soto en persona, para hacerme una nota de por qué y para qué bailábamos cosas de negras con ese grupo de danza, Oduduwá. Y otra vez fue la Sole Vallejos, que hace un leikaj increíble y unas notas todavía mejores, para charlar sobre el género, la historia y la política de los ’70. Y la Agenda, que nos prestó espacio para las convocatorias que cada año acercan a decenas de mujeres jóvenes para que dancen la memoria en la marcha del 24 de marzo reclamando verdad y justicia.
Son diez años y ahora al suple lo damos por sentado, aunque a “las locas” les sigue costando tinta, codazos y muñeca sostener un espacio que nunca se hace solo, ni deberíamos dar por sentado. Soplemos las velitas, pero no dejemos de alistar las trincheras, con todo lo necesario (palabras, tés de menta, organización y leikaj) porque, no tan paradójicamente, justo ahora se viene un tsunami de sexismo, antifeminismo e intransigencia que recuerda lo más recalcitrante de nuestra historia. Y al menos yo quiero que Las12 estén en mi trinchera.
* Historiadora, Instituto Interdisciplinario de Estudios de Genero, Facultad de Filosofia y Letras, UBA. Integrante del colectivo de danza Oduduwa
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