VERANO12 › MARTIN FIERRO DE JOSE HERNANDEZ

Aquel duelo dispar

 Por Rodolfo Rabanal

Mi tío Juan Núñez leía el Martín Fierro como si él mismo fuera un gaucho o, por lo menos, un hombre de campo. Se sentaba bajo la parra en su casa con huerta y quinta de la avenida Traful, en el barrio de Pompeya, y nos leía esos versos alguna tarde de verano. Por entonces, yo no tenía más de diez años y me gustaba escuchar las estrofas aunque sin entenderlas todavía mucho. Su lectura consistía en elegir los versos que él prefería y leerlos más de una vez con la intención, creo, de que yo los memorizara.

Recuerdo el tono bajo, la voz cauta con toques de lástima y acentuación de sentencia que recorría los octosílabos de Hernández como si el mismo Núñez los hubiera inventado. Ahora me parece que cuando mi tío leía el Martín Fierro se abismaba sin remedio en la mística de un pasado que acaso creyera propio. Si así hubiera sido, la apropiación no habría resultado del todo insensata ya que, como acertó a pensar Borges, “el sueño de uno es parte de la memoria de todos”.

Años después, cuando me adentré yo mismo en el poema, busqué reproducir aquella cadencia leyéndolo a media voz, quizás –o seguramente– para sentirlo mejor y, en consecuencia, para mejor comprenderlo. Estoy seguro de que la operación es infalible para acceder a la razón de ser de cualquier poema verdadero. Borges (otra vez) la recomendaba para llegar a la Comedia y T. S. Eliot, por su lado, sugería igual procedimiento para conquistar toda poesía. Y ahora vuelvo al sueño de un hombre constituyéndose en memoria de todos, aseveración que se articula con la afamada cita de Homero al decir que los dioses envían desdichas a la Tierra para que los hombres después puedan contarlas. La idea no parece discutible: casi invariablemente, las historias se multiplican hasta el infinito sobre unos pocos modelos originales: amor, peligro, muerte, etc. Fierro se pone a cantar sus desdichas para alejar su destino y aunque sus penurias y enredos son los propios de un gaucho que ya no existe, de un nómada de nuestras llanuras a contrapelo del “progreso” que busca reducirlo, ¿quién no entendería sus pasiones, sus desvelos, sus caídas y terrores? Puede que nuestras furias se enfríen antes del homicidio, pero sabemos que “se puede” matar, del mismo modo que sabemos qué cosa es huir o desear perdernos al menos por un tiempo.

Son muchos los momentos de Martín Fierro que me gustaría citar como mis preferidos, pero creo entender que debo limitarme a uno solo sacrificando el resto. Una vez más, Borges se entrevera en esta nota y hasta es posible que su sombra censure el atrevimiento, a menos que lo admita como el homenaje que en definitiva es. Se trata de los versos que narran el cerco que a Fierro le tiende la partida de milicos después de matar al moreno y de cómo, al verlo luchar como un valiente, Cruz –sargento de la milicia rural– deserta su equipo y se pasa del lado de Fierro para terminar con aquel duelo dispar.

Ocurre en el Canto IX y entre los versos que van desde el número 1585 hasta el 1685. Como todos recordarán, el tema es aquí la admiración que suscita el valor de un solo hombre luchando por su vida en condiciones desventajosas. Admiración que da paso al sentimiento de amistad y al acompañamiento en la desventura hasta el final.

Borges marca ese encuentro de Cruz y Fierro con un elogio nada enfático pero de altura trágica y consagratoria, lo llama “una noche de la literatura argentina”.

Esta opinión, que más parece una máxima, se articula de algún modo con otra de Homero, asegurando que los dioses siembran desdichas para que los hombres las recojan en historias.

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