VERANO12

Un amor en la tormenta

 Por Sylvia Iparraguirre

El cuento por su autor

La anécdota de este cuento me la contaron hace muchos años y de hecho podría pertenecer al ámbito de mi última novela, donde intento mostrar la vida de un pueblo chico de provincia. Muchos de los detalles son ficción, pero la base es una historia real que, por lo común de su esquema, podría ocurrir en cualquier parte. Lo que me atrajo fue la esencia de estereotipo, de cliché, que la anécdota traía puesta y que permite el humor. De todos los conflictos individuales que un hombre o una mujer pueden atravesar, el de la infidelidad es el que más se presta para mostrar un costado kitsch, ese que acecha a la vuelta de cualquier situación disparada a sus extremos. Aunque detrás del estereotipo siempre se abre un claroscuro de ambigüedad.

La vida de pueblo de Delia D. de Pelufo es espejo de una telenovela de las siete de la tarde. Ella no lo sabe, pero sus actos están marcados por la atracción irresistible que genera la pantalla chica en su living de clase media.


Viernes, medianoche

El tirón brusco, descontrolado, le torció la peluca sobre un ojo. Con un movimiento rápido terminó de empujar su pelo castaño y lacio dentro de la mata de rulos rubios. Bajó los brazos y miró el espejo. La abultada señora Delia D. de Pelufo está a punto de confirmar una sospecha: su marido la engaña. Tomó la cartera y las llaves y salió del dormitorio. Con los zapatos en la mano esperó hasta que en el fondo del pasillo se hizo una leve claridad azulada. Un amor atormentado por la desdicha, decía la telenovela de la noche en su cabeza. Cruzó la casa a ciegas y en el jardín se puso los zapatos; no quería despertar a los chicos. Abrió la verja de madera blanca. Subió al auto y quitó el freno de mano. El Fiat 600 se deslizó sin ruido por el declive. Las dos hojas de la verja habían quedado abiertas de par en par sobre la vereda, lo que le daba a la casa un curioso aire hospitalario. Miró la hora: las doce y cinco. El ruido del motor retumbó como un trueno en la calle desierta. Atravesó el pueblo dormido: era lo mismo que andar por su casa. Imaginó que alguien la espiaba desde una ventana entornada. Muy posible. En ese lugar la gente dedicaba una exorbitante porción de sus vidas a las vidas de los demás. No tienen vida propia, pensó Delia. Eso es lo que les pasa. Siguió por la calle de la estación hasta el barrio Los Carpinchos. De golpe, una bocacalle se iluminó con los faros de un auto: el Dodge Polara GTX rojo cruzó, lento, bajo la luz de la esquina. Vio el perfil de su marido, vio el brazo de la mujer sobre el respaldo del asiento. Esperó un momento y dobló en la misma dirección. Había apagado las luces y se guiaba por la línea de la banquina. ¿Un amor atormentado o un tormento incontrolado? Inmediatamente después de la curva la embistió el cartel del Torna a Sorrento: el Polara traspasaba un portón disimulado con tiras de plástico de colores. Ella dio la vuelta por detrás del motel y estacionó entre unos árboles. Bajó. Se acercó en puntas de pie a la puerta vidriera, las cortinas eran de un macramé oscuro y sucio. La cara súbita de una rubia desmelenada apareció del otro lado. Delia D. de Pelufo se echó bruscamente hacia atrás: no se había reconocido en el reflejo del vidrio. Bajo la luz violeta del hall, su marido le pasaba la mano por la espalda a esa loca, de arriba a abajo, como si quisiera quitarle el frío. Bostezando, el encargado les entregaba una llave. La escena que estaba viendo era de una normalidad aterradora. Posiblemente se había repetido cientos de veces. Volvió al Fitito, se arrancó la peluca y con el acelerador a fondo entró en el pueblo. Llegó con estruendo a su casa, cerró la verja y se acostó. A las cinco y cuarto, el Dodge Polara GTX estacionó sigilosamente del otro lado de la ventana. La puerta del fondo. La puerta de la heladera. La puerta del baño. La cama que se hundía casi a un metro de su espalda.

Sábado, noche

Sirve la cena y les grita a los chicos que se sienten a comer. Hasta el lunes la muchacha no vuelve y Delia quisiera desaparecer de la faz de la tierra. Siente que es una mujer completamente desdichada. Un amor atormentado por la desdicha. Desde el dormitorio, el señor Pelufo había preguntado: “¿Dónde está la camisa de los gemelos?”. Ella ha mirado sin parpadear las milanesas y ha contestado: “En el lugar de siempre”. El televisor está encendido. Están pasando una película de Jerry Lewis. Por un segundo queda atrapada en la secuencia que está viendo y alcanza a pensar que, hasta el lunes, ningún canal pasará un solo programa como la gente. Después, sube el volumen y va hacia el dormitorio, mientras dice: “Coman que ya vuelvo”. La puerta rebota violentamente contra la pared con un ruido seco, de disparo.

Su marido, que ha estada sacando la camisa del placard, se incorpora y la mira con una ceja levantada.

–¿A dónde vas? –dice Delia parada al borde de la cama.

–Voy a jugar a las cartas a lo de Alfredo.

–Y para ir a jugar a las cartas a lo de Alfredo necesitás esa camisa.

–¿Qué pasa con esta camisa? ¿Está fuera de circulación? –El tono del señor Pelufo casi ha llegado al borde del buen humor. Ella se ha quedado tensa, mirándolo.

–Yo sé lo que te pasa por la cabeza –agrega él ahora, mientras levanta el tubo del teléfono en la mesa de luz y lo empuña hacia arriba–. Tomá, llamá a lo de Alfredo, asegurate.

Ella contesta imperturbable:

–Sé perfectamente lo que me va a decir.

La frase se superpone a la voz de él que en el mismo momento dice:

–De qué estás hablando.

Delia repite :

–Sé perfectamente lo que me va a decir. –Tiene la cara blanca y los labios se le han puesto violetas.

–No aguanto más estas escenas ridículas. –Aunque el señor Pelufo ha intentado un crescendo, el tono no resultó convincente. Las voces suenan como la de dos actores desconcertados que han olvidado la letra.

–Sos un cretino, no te importa ni la más mínima apariencia.

Quedan en suspenso. Delia detecta una mirada furtiva de su marido hacia el reloj que está sobre la mesa de luz.

–Las apariencias, qué tendrán que ver las apariencias. –El señor Pelufo quiere agregar algo sarcástico pero no lo consigue, alarmado por la expresión desencajada de Delia que, de golpe, se abalanza sobre la cómoda y, con un gesto extraordinariamente rápido y preciso toma un cepillo y se lo tira con todas sus fuerzas.

El señor Pelufo alcanza a esquivarlo.

–Vos estás completamente loca –grita. Le ha aferrado una muñeca–. ¿Qué es lo que andás buscando?

Pero en ese momento Delia grita sobre lo que él está gritando:

–Sé todo lo que Alfredo me va a decir. Va a mentir.

El señor Pelufo se saca la camisa, la hace un bollo y se la tira a la cara. Abre la puerta y la empuja afuera con fuerza. Cierra de un portazo.

Delia respira agitada con la espalda pegada a la puerta del dormitorio. Desde el televisor llegan voces de un coro. El coro les aconseja a las mujeres lograr un brillo sobrenatural. Delia camina hacia el comedor. ¿Un amor acongojado por la desdicha o una congoja atormentada por el amor? Tendría que actuar con lógica, se dice Delia, pero ¿cuál lógica? ¿Irse? ¿Lograr un brillo sobrenatural? Se detiene detrás de la silla del más chico y mecánicamente dice: “Coman”. Jerry Lewis, con vago aire chino y anteojos enormes, echa una cápsula en una probeta; comienza a salir un vapor espeso. Jerry Lewis bizquea, se frota las manos. ¿Qué va a pasar ahora?, piensa Delia.

–Va a hacer conejos –dice el más chico.

Jerry Lewis se arrastra por detrás de unas cajas del laboratorio. ¿Qué hacer? Conseguirse un hombre y acostarse con él una noche de ésas. Pero conseguirse un hombre e irse a la cama con él representaba un esfuerzo para el cual Delia D. de Pelufo estaba imposibilitada por ahora. El profesor Lewis lucha con un sujeto de aspecto peligroso, tipo gangster. Un tormento de amor, decía la telenovela. En algún momento tenía que aparecer y allí estaba: Dean Martin. Canta frente a la pista de un lujoso night-club. Lleva un traje cruzado de anchas hombreras. Canta para una chica rubia de vestido negro con escote corazón que lo mira desde una mesa. Si tuviera coraje, piensa Delia, esta misma noche me subía al Fitito y salía a buscar un hombre. Me acostaría en cualquier lado, en una cuneta, tal vez en el Torna a Sorrento. Y mañana se lo tiraría por la cara. La chica lo mira y sonríe; él la saca a bailar. Mientras bailan le canta: When you kissed me, last night. Se miran a los ojos. Detrás de una columna se asoma el profesor chino con los anteojos destrozados y el pelo rígido hacia arriba. ¿Se animaría? ¿Lo haría alguna vez? Hoy no, hoy estaba demasiado cansada. El profesor chino le hace señas a Dean Martin, que ni siquiera lo ve porque sólo tiene ojos para la chica que está en sus brazos. Una película bastante entretenida, después de todo. El señor Pelufo viene por el pasillo poniéndose el saco. Dice en general:

–Me voy de Alfredo.

Y sale.

Domingo, mañana

Delia mira de reojo a dos mujeres que conoce y que cruzan del brazo hacia la plaza. Van como confesándose. Hablan de ella. Siente su cara crispada pero se domina.

–¿Por qué no me lo dijiste, Caro?

–Decirte qué –pregunta su amiga mientras parece buscar con la mirada cámaras de cine o testigos de la conversación.

–Vos sabés bien qué. Lo saben todas, menos yo. –El intento de aparentar naturalidad, incluso indiferencia, le retuerce la boca del estómago–. Cuánto hace que anda con esa loca –dice.

Con una sonrisa, su amiga se pone los guantes. Ahí está, piensa Delia, ésa es una elegancia que yo no tengo.

–No te hagas problemas, Delia. A todas nos pasa alguna vez... A ellos también, por supuesto.

–¿Cuánto hace, Carolita?

–Quedate al margen, Delia. Ya se le va a pasar. –El tono tiene un eco de remota fraternidad–. Pensá en los chicos, pensá en la regia casa que tenés. Es tu vida. El matrimonio es lo principal. –Hizo una pausa–. Hace dos años.

Delia se quedó rígida mirando el cielo nublado. Su amiga rió, echando la cabeza hacia atrás. Carolita tiene una dentadura perfecta, piensa Delia.

–Querida –dijo Carola–, a la corta o la larga lo hacen todos. Perdoname el buen humor pero te lo recomiendo.

–Qué. Me recomendás qué.

–El buen humor. Eso sí, vos estabas un poco en Babia. Pero, claro, una nunca piensa que le va a pasar justamente a una. –Había terminado de ponerse los guantes–. Ahí está mi marido con el auto, me tengo que ir.

Un amor atormentado por la desdicha.

Si por lo menos ya fuera el lunes a la noche, piensa Delia.

Lunes, tarde

Delia mira por la ventana la calle desierta a esa hora indecisa de los pueblos en que todo parece a punto de desaparecer. Todavía no ha encendido las luces. A su espalda, la estufa a leña la rodea de un extraño resplandor. Se desprende de la ventana y camina hacia los sillones. Va a encender el televisor cuando el timbre del teléfono la sobresalta.

–¿Sí?

–...

–No, le di el día libre. Está bien, mamá, mejor que hoy se queden a dormir ahí. Mañana van al colegio desde tu casa.

–...

–Nada, no me pasa nada.

–...

–Está bien, llamame más tarde.

Lunes, siete de la tarde

Delia se ha duchado y ahora se sienta en el sofá, desnuda bajo la bata de toalla blanca. Se da cuenta de que lo único que ha hecho todo el fin de semana ha sido esperar. Un amor engañado por el tormento. La casa está a oscuras. Con el control remoto, enciende el televisor. La luz de la pantalla se mezcla con la luz del fuego. Sube el volumen. Saco blanco, moño negro, al fondo unos cortinados monumentales; recibe unos papeles de una rubia de pantalones dorados. En busca de los nuevos valores de la música melódica nacional. La orquesta adelante, los cortinados se pliegan. Escucha, al fin, los pasos inconfundibles por el corredor. Se abre la puerta y Pelufo estira el brazo hacia la llave de la luz.

–No –dice Delia–. Dejá así, por favor.

La sorpresa de su marido es real. La mira un segundo desde la puerta, entra con cautela y deja unos papeles sobre la mesa. Está detrás del televisor. De la cintura de su marido para abajo, Delia ve un joven bastante morocho que la saluda mientras el del saco blanco lo recibe con los brazos extendidos. Pelufo se sienta en el sillón individual, apoya los codos sobre las rodillas abiertas y se pasa las manos por la cara. Reloj no marques las horas porque voy a enloquecer, canta el participante morocho.

–Estamos solos, quiero que hablemos –dice Delia, al mismo tiempo que piensa: Tengo una hora.

–Hablar de qué.

–De nosotros –dice Delia–. Pero sentate acá –y señala a su lado–. Parecemos dos extraños. Detén el tiempo en tus manos, haz esta noche perpetua. Después de unos segundos, él se levanta con gesto cansado y se sienta junto a ella en el sofá grande. De reojo miran la pantalla. El coro al costado del participante morocho, se hamaca: Tic-tac tirurá, tic-tac tiruráaa. Como al descuido, Delia abre la bata sobre sus piernas cruzadas y desnudas. El no parece notarlo. ¡Va a la final!, ¡el primer participante va a la final del próximo lunes! Mientras tanto se lleva este importante radiograbador. El suspira recostando el cuerpo hacia atrás. Dice:

–Estoy harto.

–Harto de qué –pregunta Delia que ha quedado alerta ante estas palabras–. Esta hermosa señorita de Berazategui, ojos castaños, admiradora de María Martha Serra Lima.

–Harto de todo.

–Es increíble. Vos estás harto de todo –Delia ha recalcado el vos–. Qué queda para mí, entonces.

El no contesta. Sigue con la nuca en el respaldo del sillón, como mirando el techo pero con los ojos cerrados.

–Por qué no apagás ese televisor –dice con voz cansada.

Delia lanza una carcajada nerviosa.

–Pregunté qué queda para mí entonces, pero vos nunca contestás directamente. Nunca arriesgás nada. Así sos vos, así son los hombres. No lo apago porque ha sido una compañía para mí, es y seguirá siendo una compañía. –Manotea el control remoto y sube el volumen–. Sólo sé que me aturde la vida como un torbellino que me arrastra y me arrastra a tus brazos. Inclina la cabeza hacia adelante como en el gesto de embestir. Respira agitada. Repentinamente baja el volumen a cero. Los dos quedan unos segundos mirando las imágenes sin sonido. El de saco blanco parece haber cortado abruptamente a la participante de Berazategui porque la rubia de pantalones dorados ya trae por los hombros a un joven de moñito y lo sitúa frente al micrófono. ¿Qué irá a cantar?

–Pero no discutamos –la voz de Delia suena ahora insinuante–. A ver si podemos por una vez hablar tranquilos.

De pronto se arrodilla en el sofá. Un hombro flojo de la bata se desliza por el brazo y un pecho muy blanco queda libre a la luz del fuego. El, sorprendido, empieza a levantarse.

–¿Qué estás haciendo? –dice. Pero antes de que pueda impedirlo, Delia lo ciñe por la cintura, le apoya la cabeza entre el pecho y el estómago y se aprieta contra él–. ¡No hagas esto, no hagas esto, Delia! –grita su marido y la sacude por los hombros. Se desprende del abrazo de Delia y camina hacia el dormitorio. Ella lo sigue y lo agarra de la camisa antes de que llegue a la puerta.

–¿Sabés cuánto hace? –grita–. ¿Sabés cuánto hace que no dormís conmigo?

El se da vuelta y la mira en la semioscuridad. En la pantalla, un primer plano de la orquesta, los violines.

–Mirá lo que parecés, Delia, parecés una loca. Hacé el favor de arreglarte.

Delia se encoge sobre sí misma y se cubre con la bata.

–Me voy –dice él.

–¿Adónde? ¿Adónde vas? –grita ella–. A que yo sé. Al Torna a Sorrento. Andá al Torna a Sorrento. –Le tira del brazo con furia–. ¡Así aprendés algo de lo que es la cama!

El se da vuelta como si hubiera recibido un golpe inesperado y calculara si puede devolverlo. En ese momento suena el teléfono. Se quedan tensos, enfrentados, mirándose. En la penumbra, ella va a tropezones hasta la mesa de luz y levanta con violencia el tubo.

–¡Hola!

Del otro lado, la voz un poco alarmada de su madre ha dicho: “¿Sos vos?”.

Al oírla, Delia tiene una inspiración súbita. Sin separar el auricular de su oreja, corta la comunicación con la mano izquierda.

–Sí, mi marido está acá, ¡déjeme en paz! –grita con todas sus fuerzas–. Es un hombre casado.

El se ha puesto rígido y la mira perplejo. Delia llora convulsivamente y se arroja sobre la cama.

–¿Ves lo que es esto? Esa mujer no me deja vivir.

Pelufo permanece inmóvil en el marco de la puerta. Con gesto maquinal, ha encendido la luz y mira a su mujer como buscando un indicio. De pronto, da media vuelta y sale por el pasillo. No se oye ningún portazo. Sólo una puerta que se abre y se cierra normalmente y, unos segundos más tarde, el motor del auto.

Delia D. de Pelufo, en la cama, queda inmóvil un momento. Después se da vuelta y mira el cielo raso con una vaga y momentánea sensación de triunfo; tiene los ojos brillantes y la cara hinchada. Se sienta en la cama y evita mirase en el espejo. ¿Y ahora?, piensa. Se acomoda el pelo en desorden. Debería vestirse y arreglarse un poco y, si tiene ganas, llamar a su madre. Mira el reloj. Pero eso va a ser después. Va hasta el living, sube el volumen del televisor y entra en el baño. Cuando se está enjuagando la cara, comienza la melodía de una cortina musical que, aunque oída cien veces, nunca deja de emocionarla. Lejos, crece el ruido del mar.

Vuelve al living y se sienta en el sofá. Unos acantilados sombríos son golpeados con furia por las olas; desamparadas en el viento, vuelan unas gaviotas. Sobreimpreso, se lee: Un amor en la tormenta. Delia D. de Pelufo suspira largamente. Sobre la derecha de la pantalla, aparece el perfil melancólico de una mujer; el pelo, largo y lacio, se arremolina alrededor de su cara. Qué irá a pasar ahora, piensa Delia.

El cuento pertenece al libro Probables lluvias por la noche, Editorial Alfaguara, Buenos Aires, 2009.

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Imagen: Télam
 

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