VERANO12

Ruido

 Por Alan Pauls

El cuento por su autor

Escribí “Ruido“ por encargo, para una revista de música que dirigía Diego Fischerman y publicaba (¡y pagaba!) una ficción de autor argentino por número, pero pensando también –qué gloria el estrabismo– en una revista mucho más antigua, también de música, llamada Ruido, que hacía Pablo Schanton con –creo– Pablo Schteingart, a principios de los ‘90. De modo que escribí el cuento con la cabeza puesta en dos revistas que hablaban de músicas que yo más o menos desconocía: clásica la de Fischerman, pop-electrónica la de los dos Pablos. No escribí para cumplir con un tema ni satisfacer una expectativa (¿qué escriben los escritores cuando tienen que escribir “de música“?) sino más bien para ver de qué modo lo que yo escribía podía deslizarse en –eventualmente dialogar con– los contextos de esas dos revistas que me recordaban mis deudas y yo, quizá por eso mismo, respetaba y leía. Previsiblemente, tomé la música por su lado más crudo: el ruido. Siempre me gustaron los ruidos que se escuchan en los conciertos en vivo. De hecho, durante mucho tiempo fueron la única razón que justificaba para mí ir a ver música en vivo. Al revés de lo que me pasa en el cine, donde degollaría a mi vecino de butaca por no bajar la voz al tragar saliva, las toses, los culos acomodándose en los asientos, el roce de los abrigos, los cuchicheos, el crujido de la madera, las puertas que se abren empezado el concierto y traen el rumor de la calle, toda la hojarasca que a primera vista atenta contra la integridad de la música me parece que la embellece y la complejiza, la vuelve más material, más tensa, la templa y le da suspenso. El ruido –con su naturaleza de accidente– tiene una potencia que la música sólo roza al precio de degradarla, convirtiéndola en ese despotismo invasor que nos somete en ascensores, shoppings o esperas telefónicas: se mete. Y cuando se mete lo altera todo: lo que se escucha, por supuesto, pero también lo que se ve, se imagina y se piensa. El ruido es la unidad mínima de la transformación de cualquier cosa. Es lo que conecta cualquier cosa con otro mundo. Así que el protagonista de “Ruido“ es el ruido (y su relación con la televisión, el ecosistema anti ruido por excelencia); un ruido en especial: el que hace una cara al estrellarse contra un plato de arroz con hongos, que signa la vida del narrador de la historia y se mete de prepo, atravesando el espacio y el tiempo, en una imagen famosa de televisión donde dos genios del arte contemporáneo –dos impasibles militantes del ruido– juegan al ajedrez en silencio. Como el impermeable que llevaba Fellini sobre los muslos mientras respondía una vieja entrevista de la RAI, tan vieja que los entrevistados todavía cargaban en cámara con la ropa que traían de la calle, esquirla de realidad caída en medio de un estudio de televisión para recordarnos que en alguna parte había otro mundo.

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