VERANO12 › ALAN PAULS

Ruido

Mi padre murió de un ataque al corazón la tarde en que Cage y Duchamp jugaban al ajedrez por televisión. Mi padre, por supuesto, no llegó a enterarse. Echó la cabeza para atrás, como si una mano invisible lo agarrara del pelo –de esas hilachas lacias, ralas, que le hacían de pelo en la parte baja del cráneo–, se precipitó hacia adelante y hundió la cara en el fragante almuerzo que no llegó a probar, un plato de risotto ai funghi, segunda especialidad de su cuarta mujer. (La primera eran los celos.) Todo, desde que se sentó a la mesa hasta que murió, duró cuatro minutos y treinta y tres segundos, según la cuenta que sacó su mujer, a quien vi en el velorio, después en la ceremonia de cremación, después en la primera y última reunión que hubo con los abogados y después, cinco años más tarde, en un programa de TV de medianoche, contando chistes obscenos con un caniche toy en cada mano, y sucedió en un suburbio de Buenos Aires, muy lejos del estudio de televisión donde los dos monstruos sagrados del arte contemporáneo dilataban deliberadamente sus trances de cavilación para exasperar a los cameramen, a los asistentes de dirección y al rozagante imbécil que oficiaba de anfitrión del programa.

Por lo demás, a mi padre la música lo tenía sin cuidado. Era sordo como una tapia, lo que de algún modo podría haber sido un atenuante de su ignorancia. Pero puede que la suya fuera una sordera voluntaria –era la tesis de su cuarta esposa, a quien siempre detesté pero que lo conocía como nadie–: de otro modo no se explica que fuera tan hostil a los audífonos. El único contacto que había tenido con el arte contemporáneo era la página arrancada de una revista que tapizaba el cajón de la cómoda donde guardaba las medias, y que reproducía el retrato de Gertrude Stein de Picasso. No conocía a Cage ni a Duchamp, a quienes, de habérselos presentado, probablemente habría tomado por una pareja de viciosos consumidos por alguna secreta depravación: cirujanos, taxidermistas, quizás enterradores. No era que odiara a los artistas. Simplemente no tenía ninguna sensibilidad. Era alguien anestesiado, simbólica y físicamente anestesiado. Una vez se había abierto una ceja con el filo de una ventana y el médico de guardia que lo atendió lo cosió en seco. Mi padre ni abrió la boca: hubo incluso que avisarle que habían terminado de coserlo y podía irse.

Yo era chico cuando murió. Estaba en ese momento en la casa, en Banfield, Temperley, no recuerdo bien. Pero estaba en mi dormitorio, como llamaba la cuarta esposa de mi padre al depósito de trastos donde había aceptado tirarme un colchón, y escuchaba por la radio, en el programa de Pola Peiping –del que ya entonces, tendría seis, siete años, en todo caso nunca más de diez, era un fanático recalcitrante–, el Williams Mix de Cage, cuando del comedor, como la yegua de la cuarta esposa de mi padre llamaba al antro engrasado en el que había convertido el garage original del chalet, llegó un sonido blando, mullido, húmedo como un chapoteo, que había viajado directo desde la mesa, donde el rostro de mi padre acababa de impactar sobre el colchoncito de arroz y de hongos, para intercalarse con un elegante sentido de la oportunidad en la secuencia de ruidos que propagaba mi radio.

Muchos años después –terminaba un siglo y empezaba otro, cambiaban el milenio o la estación, quién podría precisarlo–, aprovechando que estaba en Milán invitado al Cuarto Congreso Internacional de Teoría de las Excepciones, me postulé para participar como micólogo amateur en el concurso de preguntas y respuestas de Lascia o Raddoppia, el programa más visto de la televisión italiana. Dudo de que en mi vida vaya a volver a ganar doscientos cincuenta mil euros con tanta facilidad. Pero no lo hice por el dinero. Nadie se embarcaría en una aventura así por dinero. Era mi tributo personal a Cage, que en 1958, entre la composición de Fontana Mix y la ejecución de Sounds of Venice, se había hecho tiempo para ganar, contestando también sobre hongos, el premio mayor del mismo programa (seis mil dólares de 1958, un equivalente de lo que hoy serían más o menos ochenta y siete mil euros). Lawrence, el único hijo de Cage, apareció en cámara, pálido y cojo, para hacerme entrega del cheque. No lo acepté, naturalmente, y Carla Bruni, la hostess del programa, que se había pasado todo el tiempo insinuándoseme desde el otro lado de las cámaras, tuvo que apoyarse en su maquillador personal para no desmoronarse de la sorpresa.

Esa noche cené con Lawrence. Era un hombre mediocre que hablaba en voz muy baja, creyendo que así hacía honor a la escuela de su padre. Maltrataba inútilmente a los mozos. Una brusca ráfaga de melancolía me impidió terminar la comida. Lawrence me invitó a subir a su habitación, una fastuosa suite con vista a la Piazza Bruneleschi, y una vez allí, con media docena de pares de zapatos ortopédicos a la vista, desparramados sobre la alfombra, me ofreció toda clase de drogas. Le acepté un finger de tomame. Abrió el frigobar: tenía por lo menos diez vasos llenos, listos para aplicar. Tomame auténtico, de primera. No sé cómo llegamos hasta allí, pero media hora más tarde hablábamos de nuestras vidas como hijos. Puso algunos videos con registros de viejas presentaciones de su padre, que siempre llevaba en su equipaje por si lo invitaban a dar alguna conferencia en la universidad. Fue entonces cuando vi por primera vez a Cage jugando al ajedrez con Duchamp. Al pie de la imagen inmóvil, donde los dos jugadores no hacían más que envejecer, figuraba la fecha de la partida, el día de la muerte de mi padre. Lawrence, fastidiado, quiso adelantar el video. Yo lo detuve. “Es todo así –protestó–, durante horas.“ “Ya sé”, dije. Esperé un rato. Lawrence se levantó y fue a servirse unos fingers. Duchamp alzó una mano y la mantuvo suspendida sobre el tablero, las yemas de los dedos casi rozando la cabeza de un alfil blanco. Luego, arrepentido, la retiró. Entonces oí un ruido, algo blando y húmedo, como un chapoteo, y Cage, que acababa de dar una larga chupada a su boquilla, giró la cabeza y miró fuera de cuadro con una distraída curiosidad.

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Imagen: Leandro Teysseire
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