VERANO12 › HEBE UHART

Turismo urbano

Alrededor de los veintiséis años, porque se me hacía imposible la vida en mi casa –mi hermano había muerto en un accidente y vivía con nosotros una tía demente que le hablaba al perro de porcelana del comedor– yo había pedido que me construyeran una pieza arriba para alejarme de ella, para estudiar, para vaya a saberse qué. Yo estaba totalmente disconforme con mi vida.

Construyeron la pieza, pero mi tía me llamaba desde abajo a cada rato para que bajara, como si mi vida fuera a estar en peligro allá arriba. Ella había emitido una opinión sobre la pieza: que estaba muy alta, que por qué no la cortaban y la ponían en el piso. Como si la pieza fuera una torta. Yo me reía de eso, pero en el fondo las cosas que ella decía iban haciendo temblar mi frágil equilibrio, como si fuera posible que eso que ella pensaba sucediera, y entonces la construcción no tenía sentido ni finalidad, y siempre se volvía a fojas cero, nunca cambiaba nada. Era como si la construcción no hubiera existido nunca. Yo ya la venía estudiando a ella desde hacía unos diez años, me parecía que tenía una locura vieja, no me interesaba más saber qué misterio encerraba; yo no tenía nada más que decir o pensar al respecto. La vida de ella me parecía destinada a la pavada: se moriría sin saber si vivía o si moría.

Todo eso me producía una agitación grande que me hacía quedar en el centro de Buenos Aires. Trataba de no volver a casa, que estaba en los suburbios. Fue entonces cuando me vinculé con Ignacio, que como decía un amigo suyo, era “maestro en Introducciones” porque no había pasado del primer año de Letras; después agarró el camino del bar y se puso a tomar vino o lo que fuera para no dejar nunca más.

Por empezar, me sorprendió el sistema de valores que tenían él y parte de su grupo íntimo: consideraban mediocres a la mayoría de la gente; era mediocre la gente que no tomaba, la que se iba de vacaciones y casi todos los poetas que lo rodeaban –él era poeta y había publicado una plaqueta, un librito chico al que llamaba “la burnicheta” por el nombre del editor, Burnichon–. Solamente se salvaban del calificativo de mediocres sus protectores y protectoras, que le daban trajes, pantalones y otras cosas. Ellos eran vistos como personas bien nacidas. En general no iba sobrio a pedir, porque se ponía muy nervioso: iba con sus ojos rojos y con la corbata torcida.

El andaba siempre de traje, aunque tuviera la camisa sucia, los cuellos deshilachados y las medias rotas. A menudo usaba expresiones tales como “gentleman” y “caballero” como si lo hubiera sido en otra vida o como si hubiera unas normas férreas que él conociera o añorara. A mí me importaban un pito los caballeros y la caballerosidad, pero yo quería descubrir qué relación había entre su teoría de los caballeros y sus prácticas de insultar a todo el mundo, hombres y mujeres (siempre lo perdonaban), ponerse un papel en los zapatos cuando tenía un agujero y tenerle terror a la policía.

El y un amigo íntimo con el que revisaban a la gente que conocían llamaban a unos amigos comunes “los ex hombres”. Estos eran tres, muy amigos entre sí, hijos de familias ilustres que les habían dejado los departamentos más oscuros y deteriorados que tenían, departamentos donde no entraba el sol. Ni falta que hacía, porque el sol siempre les hacía mal a la vista, por lo cual salían muy poco, sólo cuando por extrema necesidad tenían que ir a la calle (siempre de traje y corbata y con el pelo bien pegado porque no se lavaban la cabeza a menudo). Cuando salían, lo hacían como si todo lo que vieran a su alrededor careciera de importancia. El más amigo de Ignacio caminaba de modo cauteloso y disimulado, como si la calle encerrara peligros, pero él hacía como que no. El se reía con Ignacio de un “ex hombre” un poco mayor que ellos (lo imitaban) que cuando decía malas palabras, algunas de grueso calibre, agregaba “Perdón por las damas presentes” y se reía con una risa gangosa: “Ga, ga”. También decía: “Pero qué farfaridad”. Pero él tenía algo de plata y los salvaba. Una vez ese hombre nos agarró de la mano a Ignacio y a mí, estaba en medio de los dos, y dijo que sería muy feliz si estuviera siempre con nosotros. Como yo sabía que Ignacio era capaz de decirle que se viniera nomás, le clavé una uña en la mano para que no respondiera nada. Por un lado ese contacto con el ex hombre me contaminaba; por otro, pensaba que pese a su invalidez (lo consideraban una especie de minusválido proveedor) era el más cariñoso de los ex hombres. Porque el más amigo de Ignacio, con el que revisaban a las personas, tenía un estilo seco y evasivo. Y yo pensaba: “¿Qué valor le encuentra a éste?”. Después me fui dando cuenta: cuando no podía salir a la calle porque no tenía pantalones o medias, decía: “No estoy en condiciones”. No mencionaba sus carencias concretas; cuando tenía hambre, nunca decía: “Me comería un bife”. Decía: “Unas berzas me vendrían bien”. Y pienso que por esas expresiones que aluden a las cosas sin descender a la mísera materia, Ignacio lo consideraba un caballero.

Entre sus benefactoras mujeres, había también damas y mujerzuelas. Consideraba damas a las rusas Ana y Alina, dos hermanas, una muy linda y la otra un poco menos. Tenían una virtud misteriosa: tomaban cantidades industriales de vino y no se emborrachaban; las dos se sentaban siempre juntas en el café y tenían invitados masculinos, por parte de Alina. Ana la cuidaba: los invitados pagaban copas pero ellas no iban con ellos: no se movían de la mesa de café. Ignacio era un invitado permanente de ellas porque funcionaba como guardabosques a cambio de una copa. Eran flacas, lánguidas y podían pasar toda la tarde sin hacer nada. En cambio Slavisa (que también tomaba como un carrero) tenía otro estilo: era croata y hablaba un castellano duro y cortajeado; caminaba por toda la ciudad en busca de algo y contaba: “Voy de Cipolla que debe plata y vendió pullóveres”. Y una vez contó que allá en Croacia, después de la guerra, “comía zanahorias crudas, directo de planta, sentada en el suelo”. Esta imagen la mató a los ojos de Ignacio, eso y sus corridas por toda la ciudad para vender costuras, para trocar quien sabe qué cosas, la colocaban en el reino de la necesidad, en el lugar de los seres inferiores. “Gente inferior”, decía él. Cuando ella tenía dinero le prestaba a él, y él lo recibía como si fuera un honor para ella, como si el dinero de las damas y caballeros valiera más que el de Slavisa. Pero Slavisa tenía otro problema: no se sentaba más de cinco minutos. A veces él le pedía que se quedase un rato más (como hacía con todo el mundo), pero ella huía, y esa costumbre de no sentarse nunca no era propia de una dama sino de gente inferior.

Entre los amigos (más bien era amigo-enemigo) era importante Felipe, que tenía ojos como de ave, pero no de ave vigilante y serena: eran ojos llenos de tics, a veces reforzados por un movimiento de mandíbula. Cuando le decían algo que no le gustaba o que no entendía (daba la impresión de que había muchas cosas en este mundo que le caían como un mazazo) sus ojos se ponían en movimiento. Era también un caballero, pero un caballero del interior; iba prolijamente vestido, muy pulcro, pero daba la impresión de ser un caballero apaleado. Ignacio era muy cuidadoso con él porque le había prometido un empleo que tardaba en darle: era un hombre bien ubicado y tenía un departamento mucho mejor que el de los ex hombres, pero tenía mucho en común con el de ellos, era oscuro y no entraba nadie, salvo una señora de la limpieza que nunca apareció. Sólo entraban dos o tres amigos-enemigos para beber, pero no tenían un buen vino; con unos cuantos vasos pensaba en cosas alarmantes y llegaba a llorar; después castigaba con suprema indiferencia a los que lo habían visto y era como si nunca hubiera llorado. Parecía que lo hubieran criado con normas alternas y contradictorias, como si en un momento le hubieran pegado con un látigo y a los diez minutos lo hubieran ensalzado diciéndole que estaba destinado a cosas muy grandes. Ignacio sabía llevarlo por caminos seguros en la conversación para que le apareciera la menor cantidad de tics posible y para controlar alguna reacción inesperada. Pero en su ausencia no le decían Felipe, le decían Ecke, y cada vez que lo nombraban le dedicaban un canto:

Ecke, prokleti Ecke,

ni te voglim ni te mirzim,

Ecke, prokleti Ecke.

(Ecke, maldito Ecke,

ni te odio ni te quiero,

Ecke, maldito Ecke.)

Los ex hombres no lo querían, uno de ellos decía con sorna: “Viejas prosapias pueblerinas”. El tampoco los quería a ellos: pero no era persona de demostrar si simpatizaba con alguien o no; eso estaba fuera de su filosofía de vida. El actuaba con sus gestos y su mandíbula y los demás debían interpretar si algo le caía mal o no. Mejor dicho, porque eso de bien o mal no entraba en sus códigos, sólo había que buscar una conversación que no lo alterara.

Otro amigo de Ignacio, quizás el más importante, era Julio. Compañero de beberaje, era el que había llamado a Ignacio “maestro en Introducciones”. Era un hombre sumamente culto que jamás exhibía su saber; en lo posible, Julio bebía a ciertas horas porque trabajaba, hacía traducciones. Contemplaba con total ecuanimidad a los ex hombres y al propio Ecke. Era un hombre que se divertía con el espectáculo del mundo y lo único que quería era que lo dejaran tranquilo. Su posición ante el mundo era como si la irracionalidad hubiera abandonado a éste desde hacía mucho tiempo y solo se vieran espectáculos parciales, en general muy divertidos. Una vez contó la anécdota de un tío abuelo suyo que tenía Alzheimer y se sentaba quieto y mudo en el patio. Cuando veía pasar a un chico mogólico que era su descendiente, inevitablemente le decía: “Idiot”. Mientras Ignacio tenía con Ecke un trato cariñoso, casi protector, como de madre que aparta los escollos, Julio seguía a Ecke en sus rutas intelectuales, con la risa en los ojos pero cuidándose muy bien de largar una carcajada, a las que era propenso. Cuando Ecke propuso una vez la creación de mecanismos para exonerar a sus enemigos, Julio le dijo:

–Vos dirías, maestro, ¿borrarlos de la faz de la tierra? La respuesta fue un tic y un revoleo de mandíbula, pero Julio siguió: –Me parece, maestro, que lo que vos planteás encierra un inconveniente técnico.

Y le explicaba. Yo a Ecke no le hubiera explicado nada porque lo odiaba; nunca estuve sentada con él a solas en un café, y si hubiera estado, no me habría salido una sola palabra.

Ecke también me odiaba a mí, por eso nunca fuimos con Ignacio a dormir a su casa. A la casa del ex hombre de andar cauteloso iba con frecuencia y dormíamos en una camita que tenía en ese cuarto oscuro, donde aun de día estaba encendida la luz. Yo había aprendido a vestirme y desvestirme adentro de la cama, y eso me parecía de lo más natural. Yo hablaba poco o nada, pero ellos, de cama a cama, se lamentaban por no tener un jugo de naranja. Muchas veces, el amigo de Ignacio decía en voz alta algo que estaba pensando en ese momento, a los gritos:

–¡Yo plancha que te plancha y vos festejando a Chelita!

Se refería a una pelea entre el padre y la madre, pero era un comunicado totalmente descolgado de lo que se había dicho antes; yo pensaba: “¿Estará de parte del padre o de la madre?”. Misterio, y esa pavada provocaba grandes risotadas de los dos. A veces me aburría mucho y me preguntaba: “¿Por qué no me voy?”. Pero era como si yo tuviera que estar presente para controlar algo, para que se produjera o no alguna cosa, y a veces inclusive me sentía útil; no quería ir a comprarles el jugo de naranja (Ignacio me lo sugería) y a veces yo iba a regañadientes, pero cuando volvía amoscada, lo hacía con la sensación de haber hecho algo útil: ellos no podían salir porque no estaban en condiciones; y estar en condiciones me producía una especie de dignidad. Pero se estaba tan bien en la calle, que no entendía cómo esos dos preferían esa cueva inmunda. ¿Qué misterio había en que ellos prefirieran la cueva a la calle, la cama a andar activos por ahí, la sombra al sol? Eso también quería saber y volvía pronto al departamento, no fuera que alguno de los dos no estuviera en buenas condiciones; a veces Ignacio tenía taquicardia y de eso también se reían. Y sin embargo, sin embargo, a pesar de que los pensamientos de Ignacio cuando estaba sobrio giraban alrededor de la resaca, de la sed y del dolor de cabeza como si fuera solo un cuerpo y no pudiera ver más allá de él, a veces me parecía que él tenía más sensibilidad que yo. Cuando se me murió un tío, no sé por qué, cuando se lo contaba por un momento me reí. Creo que me reí porque ya no podía afrontar más muertes y desdichas en mi familia; no las podía aceptar. Entonces él me miró con una cara furibunda y como si fuese una desconocida; me sentí avergonzada de haberme reído y pensé que él lloraba a su manera a mi tío más que yo. Y otra vez vi cómo a Slavisa (de la que siempre decía que era una mujerzuela o una mujer inferior y cosas así) cuando la vio llorar porque había perdido el dinero de la venta de pullóveres, él la consoló hablándole lentamente, como si fuera una nena; a mí el espectáculo de Slavisa llorando por unos pocos pesos me parecía absurdo; además lloraba en croata. Y al mismo Ecke, la persona más desagradable que yo había conocido en mi vida, no lo tranquilizaba sólo porque esperaba un empleo de él; se ve que lo consideraba un ser humano. Para mí estaba lejos de esa consideración. ¿Veía algo en él que a mí se me escapaba? ¿Había algo que yo todavía tenía que aprender de él? Misterios.

Un día Ecke invitó a beber en su departamento; dijo que tenía champagne brut; fuimos Julio, Ignacio y yo. A mí no me importaba que tuviera champagne brut o el tesoro de Kapurtala: yo iba hasta ahí a la rastra, y me preparé para una noche desagradable. Que giraba sobre los procedimientos periodísticos. Las movidas de piso que se hacían los periodistas en el diario, siempre festejadas con alegría por los otros dos, me producían incomodidad y hormigueo en el cuerpo como si algo mejor sucediera afuera y yo me lo estuviera perdiendo. Los comentarios sobre las personas eran del tipo: “No es hijo legítimo” o “Tuvo un prontuario y después se limpió”. Era como si el mundo estuviera lleno de hijos de puta y de delincuentes; yo pensaba que el peor era él. Pero en Julio esos comentarios despertaban un interés festivo, a veces por la forma en que Ecke los decía. Creo que lo miraba como si fuese una especie de carpincho, resignado a pensar en que está en la índole de los carpinchos decir esas cosas. Ignacio le seguía el tren a Ecke y atizaba el fuego, proponiendo leña para cierto tipo de anomalías. Yo estaba particularmente molesta porque me parecía una conversación repetida, un tiempo detenido, y esperaba que dijeran algo humano: más bien desesperaba. Pero después aumentó el consumo de champagne brut y Ecke estaba entrando en una espiral. De repente fue como si se le activara algún mecanismo desconocido, entró a caminar por la casa, muy inquieto, como si revisara algo oculto en la cocina. Caminaba como un muñeco de cuerda y Julio le dijo:

–No hay nada, maestro.

A continuación, Ecke lloriqueó un poco, se sentó, se hizo el humilde y después con voz solemne y dramática dijo:

–Los llamé porque quiero hacer mi testamento.

Julio, ya riéndose a carcajadas porque Ecke no estaba en situación de controlar, dijo:

–Es una sabia medida, maestro. Pero pensá que tenés que hacer los papeles en regla, con el escribano público y suma y sigue.

Pero Ecke no tenía en cuenta esas formalidades. Tenía más bien como un ataque de testamento y hablaba siempre caminando y alterado. A Julio le dijo:

–A vos te dejo la biblioteca.

Hablaba en tono admonitorio, como si el beneficiado debiera comprender cabalmente el gran bien que recibía, como si debiera hacer un uso correcto de la misma, como si Ecke lo fuera a controlar después de muerto. No había signos de que estuviera por morirse, pero sí de derrumbarse. A Ignacio le dijo:

–A vos te dejo mi departamento.

Los dos festejaron las donaciones, pero yo, a pesar de todo ese teatro, pensaba: “¿Y a mí, no me deja nada? No dice lo que me corresponde a mí”. Me sentí postergada, y venciendo mi orgullo siempre presente ante Ecke, le dije:

–¿Y a mí?

Me miró con su mejor cara inexpresiva y dijo:

–A vos, nada.

Julio se reía y empezó a hablar de los tecnicismos que correspondían a la ejecución del testamento. El champagne se había acabado. Todo el esfuerzo del testamento había agotado a Ecke, que solo atinó a decir:

–Hay que ir a comprar más champagne. Y que sea brut.

Y yo era la única que estaba habilitada para ir (“habilitado” era otro término usual). Y yo no quería ir, quería irme. Mientras Ecke me habilitaba para ir a comprar, yo pensaba: “¿Más todavía?”. Era muy tarde y estaban todos los boliches cerrados. Yo pensaba: “¿Por qué no me voy a mi casa ahora?”. Y ya en la calle tenía sensación de intemperie, de no ser nadie, de no pertenecer a nadie, de no tener más nada en la vida que ese mandado sórdido. Pero me fui consolando pensando que a esa hora no tenía tren para volver a mi casa, que allá estaba mi tía viendo pasar a San Martín a caballo con un portafolio y todo así. Además no me iba a ir con plata de Ecke como una ladrona, perdiendo mi buen nombre. Y además la plata de Ecke estaba contaminada de él; no servía más que para comprar vino. Por otra parte me puse a pensar en que ellos no escuchaban la radio, no miraban la televisión, jamás miraban qué hora era y la mayoría de las veces no sabían si era martes o domingo. Era lo mismo de día que de noche, las dos de la tarde que las dos de la mañana. Tampoco ninguno de ellos tenía un perro o un gato. ¿Cómo estaría el perro de mi casa? Nunca me acordaba del perro. Y ellos sólo hablaban del perro Purvis, que era de Bartolomé Mitre o de no sé quién, pero era para encontrar relaciones entre Purvis y el dueño; después largaban largas risotadas.

Y ahora que ellos estaban dormidos con un sueño de muertos y ya no se levantarían por muchas horas, yo no me pude dormir. Empecé a pensar en los días de sol que me había perdido por atender al misterio que encerraban sus conversaciones; y llegué a la conclusión de que no era el de ellos un misterio interesante: lo de ellos era un mecanismo biológico y triste. Pasaban siempre de la carcajada a la pelea y de la euforia a quedarse dormidos como muertos. Y todo eso no tenía compostura, ni cambio ni resquicio por donde entrar: siempre iba a ser así. Eludiendo la compasión que me tenía y la sensación de que la sordidez se me había pegado a mí también, de que estaba contaminada como por algo inevitable, me mantuve lúcida, con una especie de lucidez animal. Y fuerzas animales me vinieron también: deseos de moverme mucho, de ir lejos y de ver el sol. Me escapé como una ladrona y me fui a mi casa.

(c) Hebe Uhart y Editorial Alfaguara. Este cuento inédito forma parte del libro Un día cualquiera que Alfaguara publicará en Buenos Aires en mayo de 2013.

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Imagen: Rafael Yohai
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