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Usos de la Feria

 Por Juan Sasturain

A mí me gusta mucho la Feria del Libro. La disfruto casi desde que empezó; he ido siempre –antes, cuando estaba cerca de la Facultad de Derecho y a las mesas redondas y presentaciones de libros nos llegaba el glorioso olor a choripán; y ahora, en la más rancia Rural– y seguiré yendo mientras pueda. A revolver y comprar libros, a escuchar, a participar si me toca. Y sé que muchos sienten lo mismo que yo.

También sé que hay gente a la que la Feria le molesta en sus excesos y desbordes. Sobre todo porque –se dice– habría perdido su esencia, se habría desnaturalizado al convertirse, paulatinamente, de evento (palabra espantosa) cultural, en un alevoso emprendimiento comercial en el que todo vale. Además, hay mucha gente, es un quilombo, no se sabe a qué van... Y sé que hay muchos que piensan eso. Y tienen sus fundamentos.

Acaso no haya demasiadas diferencias –entre los que la disfrutamos y quienes la soportan (o no) apenas– a la hora de describir qué es o qué pasa en la Feria. Lo que cambia es la perspectiva, los presupuestos desde los que se la piensa.

La Feria del Libro de Buenos Aires nació con una consigna de la que supongo nunca se bajó o debería haberse bajado –el libro, del autor al lector– que privilegiaba el contacto directo de los actores y partícipes fundamentales del hecho comunicativo de la lectura, los que cierran y completan el círculo que le da sentido a la existencia misma del libro: el que escribe algo y el que lo lee. En esa consigna se obviaba, con mayor o menor intención, a los mediadores entre autor y lector, los necesarios editores y libreros. Es decir: la Feria aparecía como alternativa o complemento a la librería y la biblioteca, domicilios habituales del libro, y creaba un ámbito abierto, de libre concurrencia, ya que eso son por definición las ferias tradicionales –sean de aves y huevos, hortalizas o artesanías–, un “mercado extraordinario” sin intermediarios, lugar de encuentro sin mediaciones del proveedor con el consumidor.

Ahora bien: en la Feria se ha dado siempre ese contacto directo entre el Autor y el Lector que la hace tan diferente de otros eventos del mismo nombre puramente comerciales (y magníficos, claro) como la Frankfurt monumental. En la Feria de Buenos Aires, los autores dan charlas, firman libros, caminan por los pasillos, participan de mesas redondas, se comunican, tocan al público más o menos lector y se dejan tocar y preguntar por los que se les arriman. Eso es bárbaro. Casi, diría, lo mejor.

Ahora, en cuanto a los libros, el objeto de contacto, siguen estando en el mismo lugar y bajo las mismas condiciones que en la librería tradicional: se venden al mismo precio que afuera, no hay rebajas, porque la Feria no implica ningún tipo de beneficio para el consumidor, en términos económicos. Y para los autores es igual.

En síntesis, para los lectores, la Feria es la oportunidad de ver muchos más libros que los habituales, y todos juntos; para los autores, está la posibilidad de cargar las pilas del ego con la experiencia y/o la fantasía, por unos días, de sentir que le importan a alguien, que tienen quién los lea y les hable de lo que escriben. Eso es impagable (e incobrable).

Y en términos económicos, ahora sí, puede decirse sin mentir que la Feria es, para los mediadores –editores y libreros–, una oportunidad de incrementar ventas en circunstancias excepcionales: mucho público no habitual consumidor de libros en librerías y –a veces– con los autores presentes como incentivo. Pero acceder a esta posibilidad –estar en la Feria y además hacer diferencia en ella– seguro que no es fácil, ya que hay gastos grandes y de todo tipo, es un esfuerzo que no todos pueden bancar y se notan las diferencias entre grandes y pequeños, débiles y poderosos.

Pero claro que hay que estar, cómo no estar en la Feria que ha adquirido, como toda Institución –porque ya es eso, como Cosquín, por ejemplo– un alto grado de autonomía, de espacio real/virtual de referencia en el que –según algunos– hay que estar para ser. O al que hay que desdeñar para desmarcarse o putear por no estar en la foto o jactarse de no asistir a una Fiesta equívoca a la que no se ha sido invitado.

Así, la lista de expositores, cada vez más extensa y diversificada, excede largamente las categorías de editores y libreros. Hay de todo. Y para todas las necesidades. Porque –y acá llegamos a la cuestión final– la Feria no sólo es un acontecimiento cultural en el sentido restringido de la palabra y tampoco sólo comercial sino –y cada vez más– un fenómeno de índole social. Saludablemente, en muchos aspectos se ha ido convirtiendo, como debe ser, en lo que la gente, los usuarios, han hecho con ella. Así sucede siempre: no se ha “desnaturalizado” en su supuesta esencia, porque en la naturaleza misma de una feria está su capacidad proteica, su adaptación al uso y la necesidad de quienes le dan vida. La gente va (nosotros vamos, digo) a la Feria, por distintas razones, ya que comprar libros –habitualmente muy caros en la Argentina, con Ley del Libro, entre otras cosas, pendiente– es sólo uno de los motivos. En general uno va a ver libros. O a escuchar a Dolina o a algún otro ídolo en particular. También hay quien va simplemente a pasear, hay barras de muchachos / chicas a la pesca, parejas que sacan a los pibes el fin de semana; la Feria es un buen pretexto para una primera o segunda cita, es alternativa familiar en día de lluvia si se cae el Zoológico... Se pasan las horas, se saturan los pasillos, siempre hay stands en los que perderse, leer de ojito, dejar a los chicos dibujando, anotarse en sorteos, mirar videos, juntar folletos, conseguir firmas, ir al baño, comer... Un mundo multiforme con los libros como motivo / pretexto / disparador, selva contenedora.

Intento de definición: la Feria es a la cultura lo que la Costanera Sur y la Reserva a la naturaleza.

Algo así.

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