EL MUNDO › OPINION

Brasil y la oposición golpista

 Por Eric Nepomuceno

Desde Río de Janeiro

Sobrio y elegante como de costumbre, el sociólogo Fernando Henrique Cardoso, que presidió Brasil de 1995 a 2002, principal referencia del opositor Partido de la Socialdemocracia Brasileña –el PSDB–, es claro y objetivo: no hay ninguna justificación para que se presente, en el Congreso, un pedido de impeachment, o sea, que se abra un juicio político contra la presidenta Dilma Rousseff con el objetivo de destituirla.

Dejando a un lado la incontenible agresividad y las posiciones duramente derechistas –algo un tanto sorprendente, cuando se recuerda su pasado de izquierda–, el actual senador José Serra, del mismo PSDB, se hace súbitamente moderado. Dice, con toneladas de razón e inesperada sobriedad, que un pedido de impeachment no es un mero juego: tiene consecuencias tremendas y no se justifica.

Ya el actual gobernador de San Pablo, el derechista Geraldo Alckmin, hombre cercano al Opus Dei y también figura poderosa del partido, prefirió optar por un silencio monacal.

Y sin embargo, el PSDB defiende de manera clara y cada vez más agresiva que se busque, por todas las formas y maneras, una brecha para presentar en la Cámara de Diputados un pedido de apertura de juicio político para terminar de una vez con el segundo mandato presidencial de Dilma, estrenado a menos de cuatro meses. Lo acompañan otros partidos de oposición, cuya consistencia, en todo caso, es más bien escuálida.

El centro de la cuestión está en Aécio Neves, actual senador, que ejerció dos mandatos seguidos de gobernador de Minas Gerais, tercer principal estado brasileño, que disputó –y perdió– la presidencia con Dilma Rousseff el pasado octubre.

Neves preside el PSDB. Claramente inconformado con el resultado de las urnas –que le dieron a Dilma una ventaja estrecha, pero incontestable, de cuatro puntos– él se dedica, cada día, a construir un ambiente capaz de revertir la decisión del electorado.

Lo acompañan los integrantes de la ruidosa tropa de elite en el Congreso, con destaque para diputados que, con aspectos más cercanos a la hidrofobia que al trato parlamentario, amenazan con presentar, a cualquier minuto, el pedido de apertura del juicio político. Juristas de sólidas trayectorias conservadoras y discurso ampuloso son contratados para preparar informes y pareceres legales para esa acción. Cualquier argumento sirve, de los escándalos de corrupción a iniciativas gubernamentales que contrarían las promesas de campaña presentadas por Dilma el año pasado.

Con apoyo clarísimo de los grandes medios hegemónicos de comunicación, esas maniobras ganan espacio. Ahora, por ejemplo, el esfuerzo más contundente de diarios, revistas y emisoras de televisión está concentrado en mostrar que, en la campaña que llevó Dilma a su primer mandato presidencial, en 2010, grandes empresas fueron forzadas a realizar donaciones aparentemente legales pero que, en realidad, eran hechas con fondos desviados por el esquema de corrupción instalado en Petrobras. De nada sirve comprobar que las donaciones fueron registradas cumpliendo todos los requisitos legales, y que las cuentas de la campaña fueron aprobadas por el Tribunal Superior Electoral.

Es, claramente, una acción facciosa: todos –todos– los partidos recibieron donaciones millonarias de las mismas empresas, el PSDB inclusive. Pero las del PT fueron resultado de corrupción y chantaje. Poco importa si el argumento carece de base mínimamente sólida. Lo que interesa es crear un ambiente cada vez más negativo para el gobierno.

La amenaza aparece como una espada de Damocles sobre el gobierno. Al fin y al cabo, en la presidencia de la Cámara de Diputados hay una figura política nefasta, Eduardo Cunha, que actúa a su libre albedrío ejerciendo su más alta especialidad: el chantaje.

Con frecuencia rutinaria dice que, “de momento”, no hay ninguna razón para llevar a votación un eventual pedido de impeachment. Más que tranquilizadoras, son palabras amenazadoras: dejan claro de toda claridad que el tema dependerá exclusivamente de él.

Llegar a la apertura de un proceso de destitución significaría, en última instancia, paralizar al gobierno y al país. Las chances de aprobación, hoy por hoy, son nulas. Pero los efectos de semejante iniciativa serían desastrosos.

Mientras tanto, grupos supuestamente independientes –nadie sabe cómo se financian– siguen programando manifestaciones callejeras con el objetivo único y exclusivo de destituir a Dilma Rousseff. El siempre resentido y rencoroso Aécio Neves optó, en un primer momento, por mantenerse alejado. Pero ahora se sumó a los convocantes de marchas callejeras. El sabe perfectamente que no hay espacio político para lo que defiende. No importa: aquí de lo que se trata es de acorralar al gobierno e impedirle de recuperar espacio.

La actual Legislatura, principalmente en la Cámara de Diputados, es la más retrógrada y conservadora de los últimos casi 30 años en Brasil. Y el PSDB parece haber optado por hacer su apuesta: crear un ambiente de tal manera tenso y confuso, que el país se haga ingobernable.

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