EL MUNDO › OPINION

La felicidad del asombro

 Por Martín Granovsky

Luce relajada y contenta en sus oficinas del segundo piso del Palacio del Planalto, la Casa Rosada de Brasilia. Es cierto que todavía no cumplió un mes en el cargo. “Estoy en plena luna de miel”, confiesa. Y sonríe. Dilma Rousseff sonríe mucho durante la entrevista con periodistas argentinos de Página/12, La Nación y Clarín. Por caso, cuando relata que antes vivía “acá arriba”, en sus oficinas de la Jefatura de la Casa Civil de Lula, y ahora “acá abajo”, en el área presidencial. Vestida de saco esmeralda y pantalón azul, muestra un gesto atento cuando quiere que su explicación transmita justo lo que quiere transmitir, como si buscara eliminar medias tintas o malentendidos. En esos casos tiene una costumbre: toma su cadenita de oro y juega con el pequeño colgante que pende de ella. Es didáctica pero no doctoral. Cuando lanza un concepto abstracto o una formulación general, de inmediato la baja a tierra con dos palabras. “Un ejemplo”, anuncia, y lo da.

Seguramente esta Dilma Rousseff sea parecida, cuando ejerce la función, a la Dilma que en febrero del 2010 fue proclamada por el Cuarto Congreso del Partido de los Trabajadores como candidata a la presidencia para suceder a Luiz Inácio Lula da Silva. En esa época llevaba cinco años como jefa de la Casa Civil (una Jefatura de Gabinete que incluye la Legal y Técnica y el control de los servicios de inteligencia) y había desarrollado una experiencia previa como ministra de Energía.

La jefatura de la Casa Civil fue clave por la responsabilidad sobre el Programa de Aceleración del Crecimiento, PAC, un modo de hacer más eficaz la gestión de gobierno y a la vez coordinarla sobre la base de prioridades para que el monstruo del Estado federal no se tragase las iniciativas.

El área de energía marcó el momento en que Brasil descubrió las reservas de petróleo del pré-sal, yacimientos profundos en el Atlántico, a veces ubicados a siete mil metros de profundidad, debajo de gruesas capas de sal que pueden alcanzar los dos mil metros.

“Cuando yo quería que algo empezase y terminase se lo daba a Dilma”, elogiaba Lula, que llegó al Planalto después de ser líder metalúrgico, diputado estadual y federal, candidato a gobernador de San Pablo y tres veces candidato a la presidencia. En la charla con tres periodistas argentinos, Dilma dijo que “en el gobierno siempre corremos contra el tiempo, y en Brasil contra 500 años de abandono del pueblo brasileño”. Hablaba de los 500 años anteriores a la asunción de Lula, el 1º de enero de 2003.

La curiosidad de Rousseff (63, economista, separada, una nieta) es que la presidencia que ejerce desde el 1º de enero es el primer cargo electivo de su vida.

El mano a mano con la gestión transforma a los funcionarios. El mano a mano con el pueblo transforma a los políticos. En la primera dimensión lo más importante es ejecutar las prioridades mediante equipos que se van articulando en anillos. En la segunda, la del contacto popular, la clave es el rumbo, la eficacia para acercarse a los objetivos y un ida y vuelta constante de persuadir y escuchar.

Los políticos suelen mostrarse más seguros cuando tienen en sus manos las herramientas de la eficacia y, además, el ida y vuelta carga sus pilas. Y esa mayor seguridad les quita la dosis de soberbia o la distancia que puedan haber generado en la relación con el pueblo por su propia actitud de intelectualizar la forma de comunicarse.

La campaña electoral le aportó a Dilma la segunda dimensión de la que –casi– carecía. Y se nota. Por otra parte, el carisma de Lula tiene una ventaja y una desventaja para la sucesora. La desventaja es que ella carece de ese carisma increíble. La ventaja es que nadie espera que lo alcance. Es una rareza mundial, como la de Nelson Mandela. En todo caso la fuerza de Dilma será la que le den el rumbo y la eficacia. Con un agregado: sin venir, como Lula, de la sequía desesperante y el hambre del Nordeste, ella suena convincente cuando habla de miseria, pobreza o justicia social. La formación se le nota. Expone más rápido cuando el tema es la economía. La formación política también: los ojos le brillan cuando siente olor a polémica. Pero, aunque se divierta analíticamente con los conflictos, no parece el tipo de persona que se dejará enredar en ellos. Tampoco ideologiza los temas. Los toca sin eludirlos y al mismo tiempo evita el oportunismo de callar todo o comprar un falso sentido común: la ideología aparece, como punto de partida conceptual, cuando cree necesario discutir el marco regulatorio del petróleo o la energía eléctrica, cuando quiere dejar claro que para ella Cuba avanza en derechos humanos o cuando se alegra de la próxima entrada plena de Venezuela en el Mercosur.

Un ejemplo, como diría Dilma: en el reportaje que se publica en estas páginas dijo que nadie en el mundo es capaz de decir si Brasil no devaluará jamás. La respuesta podría ser titulada, en Brasil o en la Argentina, de este modo: “Dilma no descarta que Brasil devalúe”. Es intelectualmente una obviedad, porque nadie puede descartar algo que, en este mundo frágil, no controla del todo como la tasa de cambio. Pero la política concreta surge cuando refiere que Brasil realiza esfuerzos para mantener el dólar dentro de una banda de flotación.

Con la visita a la Argentina, primer paso de sus contactos en el exterior, habrá la chance de una evaluación pública. Y caerá otro prejuicio, el que decía que se encerraría en Brasil y no tendría la presencia internacional de Lula.

Es verdad que no podrá caminar sola por la calle, mirar librerías o recordar cuando vio a Astor Piazzolla en vivo. Pero tendrá la posibilidad de medir en su propia persona un fenómeno común a los bebés y a los presidentes. Cuando desarrollan nuevas capacidades se asombran de sí mismos. Después crecen gracias a la felicidad que les confiere su asombro. Dilma está pasando por esto desde que se mudó a mandar “acá abajo”, en la presidencia, ese lugar donde, dijo ella, “en última instancia las decisiones son de uno”.

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