EL MUNDO › OPINION

La guerra de Rumsfeld

 Por Claudio Uriarte

La Segunda Guerra Mundial fue la guerra de Hitler, en el sentido de que sólo él la quiso, sólo él la impulsó y sólo él fue capaz de llevarla a cabo.” Esta aseveración, cuyo consenso entre los historiadores es tan unánime que su autoría original se ha disuelto en el anonimato, podría aplicarse sin distorsión de fondo a la actual invasión estadounidense de Irak y a su estratega en jefe, el secretario de Defensa norteamericano, Donald Rumsfeld. Desde luego, Irak no es comparable a la Segunda Guerra Mundial, y Rumsfeld no es Hitler. Pero, aún así, la analogía se sustenta. Esta guerra no fue ni con mucho inevitable, sino “a war of choice”, una guerra elegida. Y su propósito de fondo es una alteración profunda del orden geopolítico mundial. Dentro de esto, Rumsfeld es y fue la figura clave. Raras veces un individuo ha tenido la oportunidad de ejercer semejante poder de modificación en la historia. Porque caben pocas dudas de que, para bien o para mal de sus ejecutores, la primera guerra imperial de Estados Unidos desde la posguerra va a modificar la historia mundial.
Viendo retrospectivamente lo que hizo Rumsfeld desde que asumió el Departamento de Defensa, lo que llama la atención es el carácter insólito –pero sólo aparentemente– de sus políticas. Tiró a la basura casi medio siglo de “equilibrio del terror” y política de disuasión impulsando un escudo antimisiles que arrinconaba a Rusia y China en la inferioridad estratégica. Despreció la oposición europea a esta política proclamando que “Europa es una no-entidad”. Proclamó, contra todo precedente, que China era el enemigo estratégico de Estados Unidos. Colocándose en falsa escuadra ante los intereses del complejo militar-industrial, inició una batalla para reformar las fuerzas armadas norteamericanas, que buscó desplazar el eje de atención en los portaaviones y las fuerzas pesadas hacia fuerzas de despliegue rápido. Este desplazamiento tuvo su base en otra concepción poco convencional: que EE.UU. perdería tarde o temprano la mayoría de sus bases en el extranjero, y tendría que manejarse solo. Confrontó ásperamente con las fuerzas armadas norteamericanas, con el Congreso y con las políticas habitualmente conciliadoras del Departamento de Estado. En septiembre de 2001, parecía listo para el despido.
Pero el 11 de septiembre lo salvó, y lo repotenció. Contra Afganistán, un enemigo presuntamente invencible, prevaleció en pocas semanas. El estilo sardónico y políticamente incorrecto de sus conferencias de prensa diarias le ganó tanto la antipatía de la prensa como la simpatía de los ciudadanos comunes: en un momento, la popularidad de Rumsfeld llegó a rozar el 80 por ciento, y aún hoy es uno de los funcionarios más populares de la administración Bush. Pero su influencia es inseparable de sus previsiones, en pos de su ideal de un dominio irrestricto del poder estadounidense en el mundo. Sus aparentes disparates respondían a un nuevo dato objetivo: que EE.UU. era la superpotencia única. En este contexto, no importaba hundir a Rusia, humillar a Europa y antagonizar a China. Más bien, respondía a la nueva relación de fuerzas internacionales, acoplado a una nueva estrategia unilateralista.
A medida que pasaba el tiempo, los disparates del excéntrico secretario de Defensa iban confirmándose, e integrándose al saber convencional. Ahora, con la guerra de Irak –que calibró obsesivamente hasta el último detalle– afronta su mayor desafío. Rumsfeld pasará a la historia como el gestor de un imperio o de una catástrofe.

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