EL PAíS › OPINION

Autonomía y conflicto

 Por Washington Uranga

El documento episcopal emitido anoche no se apartó de lo esperado. El diálogo entre los obispos no es distinto al que se podría observar en otros niveles de la sociedad: intercambio de informaciones –todas ellas tan importantes como parciales al mismo tiempo– y, sobre todo, la puesta de manifiesto de un estado de angustia generado por los acontecimientos y por la impotencia para encontrar la manera más adecuada y razonable de colaborar a la solución del diferendo. La mayoría de los obispos descartó de plano cualquier posibilidad de mediación de su parte. Aunque en algunos medios periodísticos se aludió a la tarea cumplida por la Iglesia en 2001 a través del llamado “diálogo social”, en la jerarquía existe una clara percepción de que éste es un momento absolutamente diferente al que se vivió entonces. Por lo que se debate, pero sobre todo por la distante relación que una parte significativa de los obispos tiene con el gobierno nacional. Los obispos saben que hoy están muy lejos de ser interlocutores confiables para el Gobierno. Les queda claro que desde el Gobierno una gestión episcopal sería vista como parcial y contraria a sus intereses. También es cierto que algunos dirigentes del campo apuestan a que una intervención episcopal les resulte más próxima a sus pretensiones que a las del Gobierno. Resultado: no hay lugar para la mediación y ésta ni siquiera se intenta como hipótesis.

Visto así, el margen de acción se reduce a las declaraciones. Y éstas no pueden sino recorrer el camino previsible: reiterar el llamado al diálogo, reforzar el valor de las instituciones y apelar a la generosidad y responsabilidad de las partes para encontrar una salida. El otro costado de la cuestión tiene que ver con el tema de los pobres y de la inclusión. El documento aludió al asunto mucho menos de lo que el tema estuvo presente en la agenda episcopal. Declaraciones recientes del presidente de la Comisión de Pastoral Social, Jorge Casaretto, en las que sostuvo que de acuerdo con su percepción la situación de los pobres se había agravado en los últimos meses, dieron lugar a fuertes réplicas de parte oficial. No sólo para contradecir lo dicho sino para reiterar un viejo argumento esgrimido como acusación: sólo resaltan lo malo y no destacan lo bueno. Más obispos se pronunciaron de manera similar. Lo hizo el titular de Cáritas, Fernando Bargalló, y en tono todavía más duro el obispo de Humahuaca, Pedro Olmedo. Otros, se sabe, aunque coinciden, han preferido mantenerse en silencio para no echar más leña al fuego.

Se ha hecho ya un lugar común sostener que la relación de la jerarquía de la Iglesia con el gobierno de Néstor Kirchner, antes, y el de Cristina Fernández, ahora, no es buena. Como toda generalización –lo mismo pasaría si se afirmara lo contrario– además de ser imprecisa, no sirve para entender el problema en su complejidad. A la vista está que hay diferencias entre quienes encabezan el Poder Ejecutivo y parte de la dirigencia eclesiástica. Tan cierto como que hay también amplios márgenes de colaboración y de diálogo entre áreas de Gobierno, a nivel nacional, provincial y local, y organismos eclesiásticos.

El problema radica en que hay obispos que se consideran a sí mismos y a la institución eclesiástica como una suerte de “reserva moral” de la Argentina y, por esta razón, los únicos autorizados a decir la última palabra sobre todos los temas, aunque la mayoría de ellos sean de incumbencia directa del laicado y de los actores políticos y sociales. Estos obispos siguen convencidos de que la condición de ministros eclesiásticos los inviste, por ese solo hecho, de la calidad de dirigentes sociales. Pero también es cierto que desde estamentos del Gobierno se comete el error de dar por el todo lo que es apenas una parte y suelen referirse a “la Iglesia” cuando en realidad lo que emerge en la mayoría de los casos es la opinión de tal o cual obispo en el cuadro de una diversidad de posturas que también se dan en el ámbito episcopal.

Quienes así razonan –curiosamente los mismos que aplauden ciertas gestiones sociales de instituciones eclesiásticas– tienen una visión eclesiológica que se acerca aun sin proponérselo a las posiciones más conservadoras: preferirían que los obispos se limitasen a hablar y a opinar sobre cuestiones estrictamente religiosas y, si es necesario, del más allá pero sin meterse en aquello que atañe a la vida cotidiana de la gente. En definitiva, todo se resume en una palabra: autonomía. Hay obispos cuya concepción eclesiológica no les permite aceptar la autonomía del poder político respecto de la Iglesia. Y hay dirigentes políticos que tampoco comprenden que los jerarcas religiosos también son autónomos para opinar sobre otras cuestiones de la vida social y política, sin que ello tenga que ser considerado necesariamente como una intromisión indebida.

Inevitablemente estas posturas resultan encontradas y no sólo generan un contexto de dificultades para la relación Gobierno-Iglesia, sino que actores protagónicos de uno y otro lado quedan siempre amarrados a la sospecha de segundas intenciones ante cualquier gesto, declaración o referencia. Lo que se diga y se haga en torno del conflicto con la dirigencia agropecuaria no puede leerse fuera de ese escenario.

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