EL PAíS › OPINIóN

Jueces que hacen política

 Por Roberto Gargarella y Mariano F. Valle *

El conflicto entre el Poder Ejecutivo de la Ciudad y el juez Roberto Gallardo es un conflicto-símbolo que merece ser objeto de cuidadosa atención. Lo que allí está en juego no merece ser reducido (como muchos pretenden hacerlo) a una mera disputa entre un juez con actitud desafiante o provocativa y un jefe de Gobierno circunstancialmente molesto por las decisiones supuestamente extravagantes de aquél. Lo que se encuentra en disputa son dos modos opuestos de entender la función judicial y el significado de la división de poderes.

De acuerdo con el modelo propuesto por el jefe de la ciudad, los jueces deben ser silenciosos aplicadores de la ley, disciplinados custodios del orden establecido. Desde esta perspectiva, los jueces cumplen perfectamente con su misión constitucional cuando conviven disimuladamente con desigualdades vergonzantes y con situaciones seriamente violatorias de derechos, en el contexto de una ciudad con recursos económicos generosos. Desde esta perspectiva, la existencia de juzgados distinguidos por el desempeño apático y anestesiado de sus titulares no es reconocida como un problema, aunque detrás de esa apatía se encuentren decenas de obligaciones constitucionales incumplidas y cientos de miles de varones y mujeres con escaso acceso a una salud, justicia o educación adecuadas y similares a las que reciben los habitantes ricos de la ciudad.

El problema, merece anotarse, es todavía más general. Los poderes políticos no quieren verse rodeados de jueces que hagan valer los derechos constitucionales, que modifiquen sus agendas, que los obliguen a erogar recursos, que los citen a declarar, que los interpelen públicamente, que exploren mecánicas de cumplimiento de sentencias tan poco frecuentes como necesarias. Los poderes políticos no quieren jueces que les recuerden día a día que las democracias no empiezan ni acaban cuando se gana una elección y que dentro del diseño institucional conviven diferentes actores con legitimidades diversas y en competencia permanente. En definitiva, los poderes políticos no quieren lidiar con las dificultades naturales, obvias, de cualquier democracia constitucional.

Desde ese lugar insensible a las exigencias constitucionales (enormes, en el caso de la Ciudad de Buenos Aires), jueces como Gallardo aparecen como “desequilibrados”, como jueces que hacen política y convierten a la Justicia en un espacio para la confrontación pública. Se trata –nos dicen– de jueces activistas que hacen militancia en el lugar equivocado.

Contra dicha visión, y desde un lugar más responsable y respetuoso del mandato constitucional, cabría decir que jueces como el del caso se mueven cerca de lo que usualmente y como regla general debiera esperarse de la Justicia: jueces que reconocen que su primera misión es la de asegurar los derechos fundamentales de todos, que les recuerdan a los poderes políticos cuáles son sus obligaciones jurídicas y que no permanecen impávidos y sonrientes cuando el gobierno las incumple. En este caso, como siempre, conviene separar la paja del trigo, dejar de lado los fuegos artificiales de las anécdotas bien explotadas por el comercio periodístico. Por ello, al jefe de Gobierno habría que decirle: “¡Cuidado! ¡Hay un error! Los jueces que están incumpliendo con su tarea (los jueces con los que debiera ponerse serio, por fin) son buena parte de todos los demás”.

* Gargarella es profesor de Derecho Constitucional (UBA-UTDT); Fernández Valle es profesor de Teoría del Estado (UP).

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