EL PAíS › DENUNCIAN A CAMARISTAS DE MENDOZA POR OCULTAR TORTURAS

El encubrimiento judicial

Organismos de derechos humanos acusan de silenciar delitos de lesa humanidad cometidos por policías de Mendoza a Otilio Romano y Luis Miret, miembros de la Cámara Federal que excarceló a los represores locales.

 Por Diego Martínez

Organismos de derechos humanos y sobrevivientes del mayor centro clandestino de Mendoza, que funcionó en el Departamento de Informaciones (D2) de la policía provincial, denunciaron ante el Consejo de la Magistratura y pidieron la destitución de dos miembros de la Cámara Federal local por no investigar denuncias de secuestros, torturas y violaciones, cometidas por miembros de fuerzas de seguridad antes y durante la última dictadura. Se trata de Otilio Roque Romano y Luis Francisco Miret, que hace un tercio de siglo eran respectivamente fiscal y juez federal. El escrito destaca el “compromiso ideológico” de Romano “con la persecución sistemática de población civil emprendida por el régimen militar” y recuerda que Miret era amigo confeso del general Juan Pablo Saa, ex jefe militar de la provincia, indultado por Carlos Menem.

La tierra de Manzano, Moneta y Cobos, con más de doscientos desaparecidos, es un paraíso para los represores: ninguno fue condenado y, peor aún, todos siguen libres. Los últimos fueron excarcelados a fines de 2008 por los camaristas Julio Petra Fernández, Alfredo López Cuitiño y Carlos Pereyra González, denunciados ante el Consejo por su “actitud consecuente y manifiesta a favor de la impunidad de ejecutores del terrorismo de Estado”. El último renunció luego de que el Tribunal Oral Federal (TOF) de San Luis ordenó investigarlo por encubrir torturas cuando era secretario del juez Eduardo Allende. La conducta de “Rabanito”, como lo apodaban los policías de San Luis, fue desmenuzada por dos jueces del TOF e ignorada por el tercero, Jorge Roberto Burad, también mendocino.

Las excarcelaciones automáticas incluyen a represores de San Juan y San Luis y abarcan hasta a ex prófugos como el policía Horacio Julio Nieto, libre bajo caución juratoria, léase promesa de no fugarse tras un año y medio en fuga. Un problema anterior es la lentitud y la atomización en la etapa de investigación. En abril los fiscales mendocinos y la Unidad de Coordinación de la Procuración General de la Nación presentaron ante el juez Walter Bento un plan de trabajo para acumular causas a fin de agilizar el proceso y concretar juicios significativos en plazos razonables, y le solicitaron la delegación de las actuaciones en las que ni siquiera tomó declaraciones indagatorias. Ocho meses después, Bento no accedió a ninguno de los pedidos. Las 16 causas individuales que elevó sin ningún criterio (las querellas reclamaban por relación entre operativos o por centros clandestinos, los fiscales según grados de avance procesal) fueron acumuladas por simples razones de economía procesal recién cuando llegaron al TOF, que el 11 de marzo comenzará a juzgar a cinco militares y cuatro policías por 24 secuestros, torturas y asesinatos, incluido el del poeta, periodista y militante montonero Francisco Paco Urondo.

“Miret y Romano fueron un engranaje del proceso represivo para facilitar la impunidad ajena y, en algunos casos, propia”, sostiene el escrito presentado por el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos, Madres de Plaza de Mayo, la Asociación de Ex Presas y Ex Presos Políticos, y dos de las trescientas víctimas que pasaron por el D2. “Tenían perfecto conocimiento de las gravísimas violaciones de los derechos humanos de las personas detenidas y puestas a su disposición” pero “han omitido todo control sobre las fuerzas represivas, han permitido la detención de personas que fueron torturadas, otras violadas, bajo procesos que repugnan al derecho”, agregan los denunciantes, patrocinados por los abogados Pablo Salinas, Viviana Beigel, Alfredo Guevara, Diego Lavado y Carlos Varela. El escrito describe casos testigos documentados en causas instruidas al amparo de la ley 20.840 de “seguridad nacional”, a las que los organismos accedieron hace apenas dos meses, cuando llegaron al TOF.

La primera se inició en junio de 1975 con detenciones en una manifestación de metalúrgicos. Del punteo del expediente surge que presos incomunicados a disposición de Miret relataron allanamientos de madrugada, en autos particulares y sin testigos; interrogatorios amordazados y vendados; lesiones graves constatadas por informes médicos; y violaciones de mujeres, incluida una menor de 17 años, que según el Cuerpo Médico Forense padecía “depresión, angustia y (era) vulnerable a vivencias psicotraumáticas”, por lo que aconsejó su “urgente tratamiento psiquiátrico”. Los vejámenes ocurrían en el D2, a doscientos metros de Casa de Gobierno, donde aún funciona la central de policía. El escrito destaca que el fiscal Romano proponía medidas de prueba sin hacerse eco de las denuncias, y que el defensor oficial Julio Quevedo Mendoza renunció a patrocinar a dos detenidos por “la imposibilidad material de tomar contacto” con ambos “en razón de las disposiciones vigentes en la penitenciaría y las instrucciones impartidas por el juzgado”.

En la segunda causa, después del golpe de Estado, se repiten los delitos y se agregan denuncias de torturas con picana eléctrica. Cuando el defensor de una detenida reclamó que se investigara el destino del auto y los muebles que le habían robado, Romano afirmó que él era “el principal custodio de los actos del procedimiento” pero que el planteo no tenía “absolutamente nada que ver con la investigación” de fondo, y, con la excusa de no convertir al tribunal “en una oficina de informes de cosas perdidas” (sic), propuso no investigar el saqueo. Los abogados resaltan que el actual presidente de la Cámara Federal “tomó conocimiento de todas las denuncias de malos tratos”.Miret, en tanto, “legitimó todo el accionar ilegal”, pues como camarista recibió las apelaciones y “tomó conocimiento de los delitos que se cometían”.

El tercer expediente sólo involucra a Romano e incluye denuncias de violaciones sistemáticas y hasta una “pirámide humana” de presos y presas, como diversión de las patotas que comandaba el ultracatólico brigadier Julio César Santuccione, quien murió impune en 1996. El juez que indagaba a detenidos destrozados, descalzos y con el torso desnudo era en esta causa Rolando Evaristo Carrizo, quien abandonó la gestión pública. El 1º de agosto de 1977, cuando el juez Gabriel Guzzo ordenó investigar los apremios, Romano le respondió que le corriera vista recién cuando fueran identificados los imputados. La respuesta demoró catorce meses. El fiscal sugirió entonces que por el tiempo transcurrido era “imposible la demostración” de los apremios y dictaminó el archivo. Tiempo después, Romano “presentó la acusación contra todos los imputados, fundándose en las declaraciones efectuadas bajo tortura”. “Sin el auxilio o la cooperación institucional” de los magistrados, concluyen, los delitos de lesa humanidad “no habrían podido cometerse o, al menos, no con la impunidad con la que se ejecutaron”.

Consultado por el diario Los Andes, Romano se limitó a mostrar una hoja con una amenaza de un “comando anticomunista” que le adjudicaba “favoritismo hacia los sucios bolches”. “Para los anticomunistas éramos de izquierda y para los de izquierda éramos parte del Proceso. Esa es la mejor garantía de que se impartía justicia”, simplificó. “Siempre fui garantista”, aseguró Miret. Como certificados de calidad recordó que Raúl Alfonsín envió su pliego al Senado pese a que había sido denunciado por Madres de Plaza de Mayo, y que la Universidad Nacional de Cuyo archivó un pedido de cesantía presentado por organismos por su actuación durante la dictadura.

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