EL PAíS

El Muro y las construcciones

La caída del Muro de Berlín, su contexto histórico. La arrasadora era del neoconservadurismo. Secuelas, por doquier y por aquí. Las democracias populares del siglo XXI. Legitimidad y gobernabilidad. Antagonismos electorales. Los meses que vienen, conflictos posibles. Y algo sobre multis en acción.

 Por Mario Wainfeld

En esta semana se cumplieron 25 años desde la caída del Muro de Berlín, punto de inflexión de la historia. Tanto que el gran Eric Hobsbawm lo demarca con el fin del corto siglo XX, iniciado con la revolución soviética. Una era culminó con el desmoronamiento, que se generaba desde adentro del bloque comunista, que se corroía. Fue un gesto de libertad que selló el fin del socialismo real.

La derecha mundial atravesaba un gran momento, una ofensiva arrolladora que se coronó en Berlín. Margaret Thatcher gobernaba desde tiempo record Gran Bretaña. Ronald Reagan había terminado a principios de 1989 su segundo mandato, lo sucedía otro republicano, el primero de los dos George Bush. El Papa polaco, Juan Pablo II, popular e itinerante (Francisco no fue el primero), era un furibundo militante anticomunista. Fue el único de esos tres grandes líderes reaccionarios que siguió en su sitial largos años para disfrutar lo sucedido. Pero todos contribuyeron al cambio de configuración del poder mundial.

Se hablaba por entonces de “revolución conservadora”, un oxímoron de aquéllos. El historiador y ensayista Arturo Armada creó un apócope más expresiva y precisa: revol-con. Bruto revolcón que dio por tierra con conquistas acumuladas durante más de cuarenta años, sólo para empezar.

La victoria política y económica era, cómo no serlo, también cultural. El individualismo avanzaba contra la solidaridad, en el mundo de los valores y en el de las prestaciones del Estado. Hollywood no podía privarse de asistir a la fiesta: Rambo iba por la tercera película de su saga, estrenada en el ’88. El héroe interpretado por Sylvester Stallone se había mudado de Vietnam a Afganistán para ayudar a los locales contra los soviéticos. Floja prospectiva de Rambo, acompañando a grandes enemigos del futuro. No hay cómo culparlo: la mirada estratégica no era su especialidad y la fantasía de fin de los conflictos impregnaba pensamientos más sofisticados que el suyo.

Hablamos, por ejemplo, de un libro canónico de los tiempos de fronda: el de Francis Fukuyama. El intelectual orgánico dictaminó el advenimiento del fin de la historia, tal y como había ocurrido. La democracia liberal y el capitalismo habían ganado la batalla última, que no tendría revancha ni habilitaría nuevas contradicciones de similar tamaño. Optimismo cándido o avieso, vaya a saberse. Fukuyama negaba la dialéctica, que siempre regresa: toda tesis genera sus antítesis y la síntesis ulterior solo vale como una tesis que acompasará nuevos conflictos. Hegel y Marx sabían bastante, aunque no haya que seguir sus textos como a un misal.

Pocos años después, un intelectual menos fino que Fukuyama comprendería algo. Fue Samuel Huntington quien entrevió el choque de civilizaciones. Una visión soberbia, macartista, maniquea, impropia para abordajes complejos pero que por lo menos la pegaba en percibir que los conflictos seguirían jalonando la historia. La dialéctica entre las potencias capitalistas y el bloque soviético no halló su síntesis en el “neoliberalismo” rampante. Fue una victoria parcial, una goleada si se quiere, pero insostenible sin batalla dado su carácter excluyente.

Por ahí los estados benefactores que eran socavados sin piedad ni respeto fueron, si no la síntesis, una buena resultante de la tensión entre los dos “modelos”. El cuco comunista forzó a los gobiernos occidentales a ampliar la protección social, el intervencionismo estatal, la promoción del empleo, las políticas públicas amplias en materia de salud y jubilaciones.

El New Deal fue la versión norteamericana, las socialdemocracias fueron las europeas aunque los gobiernos de centroderecha también prestaron atención a esas variables.

En la Argentina, el primer peronismo, en particular el primer mandato de Juan Domingo Perón, comprendió el núcleo de la cuestión. El mayor estado providencia de este Sur, uno de los más expandidos del planeta, protección laboral jamás vista, consumo y derechos para todos y todas.

Una fecha simplificadora, desde ya, fija en 1975 el fin de los treinta años gloriosos. Se erosionaron claves del capitalismo tutelar. Entre nosotros, el ’75 fue el año de la hecatombe del mandato de Isabel Perón, del Rodrigazo, el preludio del golpe militar de 1976.

En 1989 el peronismo volvía al poder: Carlos Menem presidente. Cuando el muro implotó, el riojano ya había mostrado su verdadero rostro pero su proyecto no hacía pie. Zigzags en la política económica, inflaciones e hiperinflaciones, ahorros confiscados. Su hora llegaría en 1991 con la Convertibilidad, que estabilizó la moneda y a su vera la economía y la política. También fue el momento en que sacó de la galera a Eduardo Duhalde, Ramón Ortega y Carlos Reutemann como candidatos a gobernadores. La estabilidad y las pegadas políticas (los tres ganaron en sus provincias, dos fueron reelectos luego y tallaron alto por más de una década) consolidaron al adalid local del revolcón. Diez años hubo, entonces, de gobernabilidad neoliberal. Muchos iban cayéndose del mapa, pero tardaron en percatarse.

La Alianza que presidió Fernando de la Rúa no entendió que había que cambiar porque la inestabilidad y la desoladora injusticia creciente habían limado la gobernabilidad.

En nuestro país, por ahí, el siglo XXI comenzó cabalmente en diciembre de 2001.

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De la fragmentación a la representación: El capitalismo actual y la democracia coexisten pero no conviven bien. Sus premisas son diferentes y a menudo antagónicas. Gobernar a favor de los poderes fácticos o de minorías es, en algún sentido, más sencillo que hacerlo tratando de beneficiar a los más humildes o a bloques sociales mayoritarios. Los intereses son más precisos, la morfología de las clases dominantes cambia menos que la de otros estamentos sociales, sobre todo si hay progreso y alguna movilidad.

La democracia representativa, empero, puede llegar a marcar un límite. Es cuando hay fuerzas y líderes que consiguen superar la fragmentación impuesta por el capitalismo de rapiña, congregar sectores sojuzgados y representarlos. Tal lo que ocurrió en muchos países de América del Sur en esta época. Se está simplificando, claro, para resumir fenómenos complejos. Con esa salvedad, puede decirse que los gobiernos kirchneristas son el capítulo argentino de una notable etapa regional.

Los gobiernos populares han conseguido mejorar las condiciones materiales de vida, disminuir la pobreza, combatir (con éxito diverso y siempre incompleto) la desigualdad, reparar daños de las décadas precedentes.

Emergieron en condiciones económicas propicias que, sin embargo, pudieron ser capitalizadas con otro rumbo, en base a otro paradigma. Puede hablarse de una condición necesaria (útil por lo menos) pero no suficiente. Había opciones disponibles: otra distribución del excedente, otro manejo de la puja distributiva, otras leyes sociales o laborales, otras preferencias ideológicas.

Las elecciones recientes en Venezuela, Bolivia, Brasil y Uruguay ratifican la legitimidad ganada a pulso. El cuadro electoral coloca a los ciudadanos ante opciones enfrentadas. Se arguye que los gobiernos han dividido a la sociedad, que han provocado antagonismos superfluos o artificiales. Los antagonismos existían, sólo que los sistemas políticos no le daban respuesta, proponiendo pseudo alternativas idénticas en su sustancia. Algo así acontece en Europa: hay un programa cuasi único, comandado por los poderes financieros, el gobierno alemán y los organismos internacionales (diz que) de crédito. Los pueblos no los avalan, antes bien se abaten o despolitizan.

Las disyuntivas en las naciones vecinas y hermanas, anche en la Argentina, tienen en cambio razón y sentido. La competencia democrática, máxime si se dirime en doble vuelta, tiende a polarizar. Pero no hay un enfrentamiento ficticio que trastrueca la existencia de una sociedad armoniosa. Hay conflictos profundos que el juego democrático pone de resalto habilitando reglas de juego para dirimirlos.

Las oposiciones, fuera y dentro de nuestras fronteras, controvierten lo construido y reparado en estos años. Se enardecen porque los mandatarios han conservado el favor de las mayorías. La legitimidad perdurable es rara avis en nuestra historia común. A las oposiciones las enardece y saca de quicio que la gobernabilidad (argumento fundante de las dictaduras que asolaron nuestros pagos) sea un atributo de los “populistas”. Desbarata su discurso, le resta potencial.

El establishment económico y los medios dominantes dedican buena parte de sus afanes a desestabilizar con malas artes. Es conspicua su falta de espíritu democrático y de sensibilidad social. Menos explicable es, en principio, que partidos opositores acudan a tácticas similares cuando, se supone, están a punto de relevar al oficialismo actual. Los referentes de esas fuerzas están seguros de que el fin de ciclo es irreversible. O afirman estarlo. Creámosle por un rato: si es inminente su llegada, en elecciones limpias, no hay motivos sensatos para que empujen a la ingobernabilidad. En su imaginario compartido, el descrédito del Gobierno es rotundo y está grabado en la piedra. ¿Para qué empiojar el futuro de los sucesores que, se supone, desearán ser revalidados en las urnas a partir de 2017, cada dos años? Este cronista no quiere dar por respondidas esas dudas, quienes deben hacerlo son los aspirantes opositores. Su cercanía y sumisión a los poderes reales alimentan las sospechas, su afán de acumulación política debería servir de contrapeso.

Los meses que vienen, el verano que puede ser caliente, tal vez adelanten respuestas.

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Demandas, derechos, abusos: A más de un año del cambio institucional el oficialismo debe seguir gobernando sin claudicaciones ni frenos. Sus adversarios también juegan: pueden objetar y oponerse, sugerir reformas en el Congreso o en el Agora. Los ciudadanos, sindicatos y organizaciones sociales tienen sobrado derecho a reclamar, sostener sus demandas, manifestarse y ejercer modos lícitos de acción directa.

El cacerolazo que se anuncia para el jueves 13 es un caso de movilización lícita, más allá del tufo cloacal que propaga el lenguaje de ciertas convocatorias a través de redes sociales. Hasta hoy, los medios dominantes se han mantenido distantes y poco entusiastas, a diferencia de otras veces. Seguramente se excitarán en su momento y acudirán al genérico “la gente” para incurrir en una de sus falacias frecuentes: confundir la parte con el todo.

La dirigencia opositora, en especial la que tiene mejores perspectivas electorales, se mantiene quieta. Puede que evalúen si les conviene quedar “pegados” a muchos emergentes en esas movidas. Los hay soeces, violentos, procesistas, conspicuamente pertenecientes a las clases altas. No es cantado que quienes imaginan alzarse con millones de votos policlasistas se abracen con “gente” tan peculiar y minoritaria. Habrá que ver.

El secretario general de la CGT opositora, Hugo Moyano, viene frenando convocar a una huelga general o a una manifestación masiva. No quedó conforme con el último paro, del que sacaron tajada sus compañeros de ruta de la CTA opositora y de la izquierda. Cada cual atiende su juego, que no incluye validar la conducción de “Hugo”. De todos modos, el rol compele al camionero y es posible que intente una (y solo una) movida antes de fin de año. También deberá extremar precauciones para que no se le desmadre... sabía hacerlo cuando lideraba un movimiento más homogéneo.

Una huelga en reclamo de reivindicaciones opinables, en algún caso justas, forma parte del escenario democrático. Muy diferente sería una reiteración de los ilegales “paros” de fuerzas de seguridad que tuvieron en vilo al sistema democrático años atrás. Hay quienes los impulsan, desde los bordes, queda por verse qué eco tienen. Los reclamos sociales, saqueos incluidos, están en el menú que pronostican formadores de opinión, dirigentes desbocados como Fernando Galmarini o gremialistas bocones como Luis Barrionuevo. El Gobierno viene alertando acerca de esos intentos. Le cabe moverse en consecuencia, prevenirlos con medidas de gestión social.

La responsabilidad de gobernadores e intendentes es esencial. Son muchos los que recorren el territorio, pulsan la sensibilidad en las poblaciones más humildes, articulan acuerdos con las organizaciones sociales. Así debe ser: la anticipación debe provenir de “la política” y no de los servicios de inteligencia. El manejo sensato de la inversión social y la atención al eventual malestar de trabajadores que atraviesan situaciones difíciles es un deber siempre... estas coyunturas solo lo resaltan más.

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Muros y construcciones: La caída del Muro de Berlín acrecentó ilusiones nobles. Un mundo con menos fronteras, sin dictaduras, con mayor solidaridad. Nada es lineal pero a un cuarto de siglo se advierte que la fantasía era exagerada. Algunas comunidades van dilucidando la forma de ir tratando de acercarse a ella.

El Muro simbólico se vino abajo, sus cascotes adornan escritorios. Hoy día proliferan muros o fronteras perversas entre Estados Unidos y México, en la Franja de Gaza, en Lampedusa, Ceuta o Melilla... la lista es muy larga. Ghettos sociales por doquier. La economía global incentiva los flujos omnímodos del capital pero castiga las migraciones humanas. Aun en sociedades abiertas como la Argentina hay funcionarios que dicen que estamos “infectados” de inmigrantes. El capital goza de libertades magnánimas, los humildes del planeta encuentran dificultades por doquier. Capitalismo versus democracia, caramba.

El, relativo, dique a los abusos del capitalismo es la política democrática, cuando da con proyectos populares que reivindican el poder público, el estatal y conjugan con los sectores populares.

La pulseada vibra en este confín del globo, hay avances y conquistas sensibles. Son parciales, incuban contradicciones y contraindicaciones. La competencia electoral va resolviendo a quién encomendar las mejoras, los cambios necesarios, los retoques. Y la continuidad en lo esencial, para que no se desmorone lo construido con poder, con convicciones, con muñeca y con mayorías populares.

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