EL PAíS

Degustación electoral

 Por Juan Sasturain

Acababa de zambullir el voto en el buzón acartonado como quien tira una carta excesiva –una invitación de casamiento, una renuncia indeclinable, un anónimo, una declaración de amor o de pésame– y ya me volvía rapidito a casa, el mate y el fútbol español por tevé de mediatarde cuando, al pie de la escalera, se me cruzaron las bellas jóvenes promotoras, una rubia y una morocha:
–¿Desea probar el nuevo voto electrónico?
–Gracias. Ya tengo –dije evasivo, y seguí escaleras abajo.
–¿Ya votó? –insistieron como si no me hubiesen oído.
–Sí. Siempre voto.
–Pero así seguro que no.
Y sonreían, hacían ojitos típicos de degustadoras.
–A ver.
Me asomé y lamentablemente en la bandeja no portaban bocaditos de queso ni galletitas ni pequeños tragos de alguna bebida verde, oscura y prometedora: sólo folletos no comestibles. Me serví uno, leí.
–¿Qué tal?
Dije que en general me parecía bien; pero acaso un poco insulso. La rubia me aseguró que el nuevo voto electrónico no tenía colesterol.
–Ah, está bien eso. Porque las elecciones suelen caerme pesadas.
Asintieron sin dejar de sonreír.
–Vení por acá –dijo la morocha con un voseo imprevisto y prometedor–. Estamos ensayando, seguro que te va a gustar.
Las degustadoras me escoltaron hasta una sala contigua y tras dejarme frente a un nuevo par de jóvenes modernos sentados a una mesa, desaparecieron a mis espaldas en busca de nuevos candidatos.
–¿Entiende de qué se trata? –dijo el de barba raleada.
–Creo que sí.
–Deme el DNI.
Les entregué mi severa Libreta de Enrolamiento y el otro, uno con granitos, me dio una tarjeta magnética.
–No la pierda –dijo como si yo hubiera hecho un gran negocio con el trueque–. Ahora vaya al cubículo 2, que le van a explicar cómo se hace.
La cosa venía de trámite largo y la gentil –y tan joven otra vez– instructora que me sentó de prepo en el cubículo 2 para explicarme el gráfico de una decena de pasos no se salteó ninguno:
–Tengo mala relación con los cajeros automáticos– le dije cuando vi la pinta del procedimiento–. Incluso con los bancos en general: me siento un rehén. Habitualmente, cada vez que voy al cajero salgo triste, amargado o a las puteadas. Y tengo miedo de que votar a botonera me provoque náuseas.
–El voto electrónico contiene un antiespasmódico –me explicó imperturbable, señalándome la letra más chica del folleto.
–Ah bueno. Si es así...
–Ahora vaya.
Fui.
Pasé la tarjeta por la ranura, arriba, a la derecha de la máquina, y me habilitó para votar. La pantalla, a la hora de elegir, parecía un aviso dominguero de ofertas de supermercado a doble página; había un par de frentes, algún partido y un montón de pymes, esas empresitas electorales armadas de apuro para zafar, tirarse un lance. Varias pantallas llenas de esas ofertas truchas, simples marcas, en el fondo. Imposible saber qué tienen adentro, de qué se trata, si uno no lo sabe de antemano: pueden ser un polvo limpiador, un aceite, unas galletitas, alimento para perros, toallas higiénicas... Lo mejor es que las boletas viene cortadas, al revés que siempre. Y uno tiene que pegarlas. Y está bien eso.
Me entretuve un ratito con algunos nombres graciosos, voté dos veces, vi caer mi elección a través de una ventanita –algo así como mi resumen ideológico de cuenta– y recuperé la tarjeta.
–¿Y? ¿Qué le pareció?
La nueva interrogadora estaba esperándome al acecho.
–Así deben votar los astronautas –le dije.
No se inmutó y después de llenar una tarjetita con mis impresiones no digitales de la degustación electoral me sometió a una encuesta de cuatro páginas bastante exhaustiva en la que reconocí, entre otras cosas, tener sesenta años, saber quién era Ginés González García y no saber muy bien si convenía o no cambiar el sistema de voto en lo inmediato, venir al cajero también para esto.
–Extrañaría las boletas, el papel– dije ya fuera de los casilleros–. Yo cada vez que voto me llevo una de cada una a casa. Por ejemplo, tengo la del Frejuli, la del ’73. Porque algunas he guardado; y no sólo las mías o las de cuando me tocó ganar.
–Y con el resto qué hace.
Estaba a punto de contestarle, pero no daba. Podía parecer una grosería y la pobre piba estaba trabajando.

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