EL PAíS › OPINION

El árbol y el bosque

 Por Eduardo Aliverti

En primer lugar, convendría asumir algo que ya estaba claro antes de dar las urnas su veredicto. Sin embargo, por anomia intelectual o porque se trata de una observación cáustica acerca del nivel de conciencia de las mayorías, (muy) pocos se animan a reconocerlo: las elecciones confirmaron el aval o la aceptación del pueblo, como se quiera, respecto de la dirigencia política tradicional.
Esa constatación obvia es relevante, al cabo de que los sucesos de diciembre del 2001 hicieran volar la imaginación de muchos en cuanto a la posibilidad de cambios profundos, y hasta virulentos, en los nombres y las formas que hacen la política. Nada de eso sucedió y, por fuera de las alteraciones en la fidelidad a los sellos partidarios y de las pujas de figuración personal (el peronismo se dividió, los radicales viven una fuga tras otra, el centro-izquierda otrora radicado en el Frepaso partió hacia múltiples lugares, la derecha se quedó sin la rata), hoy estamos hablando de los Duhalde, de López Murphy, de Macri (¿alguien puede creer seriamente que Macri encarna alguna renovación de la práctica política?), de Patti, de Busti, de De la Sota, de Romero. Y, desde ya, del propio Kirchner y de su esposa, que no nacieron precisamente de un repollo. Para no hablar de los intendentes, punteros, caudillejos y aparatos clásicos que, no importa bajo cuál paraguas, sobreviven tranquilamente. Hubo, sí, algunas apariciones y desapariciones que provocaron impacto y que son, en esencia, fenómenos personales o distritales de escasa o nula proyección nacional: la capacidad de polemista de Carrió, la extinción del juarismo, la consolidación de los socialistas santafesinos. Pero apreciado con una visión estructural, no hubo cambio alguno.
Si eso está claro –y reforzado por el hecho de que ninguno de los grandes candidatos puso en discusión el modelo económico vigente, remitido a navegar en las por ahora plácidas aguas de las retenciones agropecuarias y petrolíferas, sin alteraciones en la horripilante distribución del ingreso– recién entonces cabe el “lujo” de entrometerse con el análisis electoral.
El kirchnerismo avanzó unos pasos (algunos menos que los esperados) y es ahora, numéricamente, una expresión considerable. La mayoría del peronismo, y eso es mucho en un partido que a la corta o a la larga se cuadra detrás de sólo una figura preponderante. Se vio favorecido por méritos propios, en lo básico ligados a aire fresco institucional y a un comando de lo económico que construyó imaginario de estabilidad; por los vientos de época, a nivel regional, gracias a la crisis del discurso neoliberal explícito; por las deficiencias de sus adversarios connotados, que, como quedó dicho, no plantearon alternativa al curso general. Pero ahora enfrenta dos probabilidades antagónicas, que el resultado electoral mudó de presumibles a corroborables gracias al muy buen desempeño de Macri en la gran vidriera argentina y a la demostración de permanencia que marcó el duhaldismo.
Si hasta el 2007 las condiciones internacionales siguen siendo propicias y si tiene muñeca para controlar la puja por el ingreso, principalmente, el camino se le presenta claramente favorable. Todo lo contrario, si sufre avatares externos; si su carencia de estructuración económica de largo plazo lo deja desnudo y, por caso, presto al sopapo de una crisis energética; si el conflicto social muestra indicios de salírsele de madre en aspectos que dibujan el humor de la clase media, los pedazos de la derecha –incluyendo al PJ bonaerense– verán potenciado el estímulo de juntarse. Y los pedazos del centro-izquierda se quedarán sin discurso porque habrán sido arrastrados por el fracaso de un gobierno que dice situarse allí.
Futurología electoralista, cabe insistir. Lo central es que ayer terminó de ratificarse que, a propósito del rumbo generalizado de las cosas públicas y más allá de malestares y malhumores, hay conformismo, o calma, o displicencia social. Es probable que eso tenga su razón de ser en que, al cabo de lo vivido por este país hace apenas menos de cuatro años, la sociedad considera que se merece prolongar el respiro o la estabilidad sucedidos tras el ahogo. Y quizás esté bien.
Y también es probable que no se trate de eso sino de una sociedad que, como ya se sostuvo hace poco desde esta columna, a la par de una creciente liberalización de sus costumbres individuales y su movilidad cultural, es profundamente conservadora en lo político. O, para ser más angostos en la definición, en lo que se llama “político-partidario”.
Sea una cosa o la otra, u otra, u otras, o una serie de combinaciones, y esté bien o esté mal, los votos ratificaron lo que está. Lo que ya sabemos, al margen de posicionamientos electorales. De modo que estas líneas se cierran con una obviedad grosera: hay que hacerse cargo.

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