EL PAíS

Dicen que ya es aburrido

 Por Mario Wainfeld

Martín Redrado dejó pasar la oportunidad de dimitir como un funcionario con convicciones y honor, cuando disintió con la Presidenta. O pudo irse como un político astuto cuando la disputa pasó a la órbita del Congreso. Optó por atornillarse y ensimismarse frente al espejo: perdió aliados, simpatía de la oposición, proyección política futura. Se dio un par de gustos grandes en el camino: fue punta de lanza para una derrota del Gobierno, denunció dos veces en público que Clarín miente sin que le tronara el escarmiento.

Su renuncia tardía dejó un enmarañado legado institucional. Es confuso y polémico el rumbo ulterior. Es incierto si sigue siendo necesario el “consejo” de la Bicameral. En cualquier caso, es poco relevante y menos interesante.

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La Bicameral trabajó con decoro y sigilo, que se le deben agradecer. El manejo de los tiempos también es encomiable. De las reuniones reservadas se sabe que fueron cordiales, que Redrado sudó la gota gorda ante preguntas incisivas de Alfonso Prat Gay. El saldo es saludable, lo que debe resaltarse tanto como que el formato convenía a las ambiciones de Julio Cobos. El asombroso vicepresidente que comanda la oposición (una burla a las instituciones premiada con usura por sectores de la opinión pública) tenía que preservar su equívoco perfil: contrera pero moderado. Un ámbito de discusión con actores más enérgicos, versados y lucidos que él (el astuto Redrado, el formado Prat Gay, el convencido Gustavo Marconato) podía resaltar por contraste su falta de saberes, sus limitaciones discursivas, la ambigüedad de su postura.

Hasta ahora, el vicepresidente se apañó para conciliar un resultado más que pasable con el cuidado de sus intereses. El dictamen será otro brete, que resolverá en función, nuevamente, de sus propias premisas.

A su turno, Prat Gay afrontará un dilema clásico. Le sobran razones subjetivas y políticas para dictaminar castigando a Redrado y al manejo del Gobierno, ulterior a su renuncia. Pero su jefa política, Elisa Carrió, le pide el alineamiento permanente contra el oficialismo. El pensamiento propio o la orgánica, he ahí una disyuntiva densa. Si Prat Gay fuera oficialista y optara por su conciencia sería ensalzado por la cadena privada de medios. Si fuera obediente se lo tildaría de medroso, carente de pensamiento propio, seguidor de la obediencia debida. En su sitio, todas esas valoraciones varían.

Marconato tiene voto cantado y ya escrito.

Las instituciones democráticas, bien miradas, son así. Funcionan lubricadas por la lógica partidaria, la competencia entre los protagonistas, a veces las ideologías.

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El oficialismo paga caro el atavismo de repetir que antaño fueron conductas exitosas en un contexto menos propicio. La apelación a la sorpresa y la falta de consulta, funcionales en la emergencia, perdieron encanto y aprobación pública. Y, además, las medidas resultantes a menudo son inviables, con mayoría opositora en el Congreso y un Poder Judicial frecuentemente alineado con los nuevos ganadores. Para sostener sus objetivos, el kirchnerismo debe revisar sus instrumentos. Verdad básica que se reconoce en sus filas, fuera de Olivos. “Tenemos que negociar más, acordar, armar las mayorías sumando de a uno”, predican muchos de sus mejores cuadros. El saldo de enero comprueba que otros caminos son ineficaces. Las peripecias de la Bicameral no fueron tan obstructivas como se fantaseó, la resolución del (ejem) fondo de la cuestión debatida queda en manos de la dirigencia política, gobernadores y legisladores.

Con todos los deslices cometidos, Redrado se fue y el porotómetro parlamentario indica un posible final aceptable para el oficialismo. Las dificultades del tránsito fueron, en gran proporción, autoinfligidas e innecesarias. Hubo tropiezos de varios funcionarios, de algunos se habla en detalle en nota aparte. Todos estuvieron sobredeterminados por el apuro impuesto desde la cúpula.

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Todo indica que el Senado será la Cámara clave para aprobar o abortar el Fondo del Bicentenario. Los gobernadores, casi todos conservadores populares de buen olfato en sus terruños, se inclinan a querer un estado nacional fondeado, con caja sólida. La memoria de catastróficos años pasados, con un poder nacional debilitado, sin reservas, es clave en su determinación. Cuando mandaban Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde, las provincias acuñaron sus monedas, tuvieron un gran poder relativo, incidían como nunca en la agenda nacional... les fue pésimo. Si prima su sentido común, que está supeditado a la convalidación popular cada cuatro años, el Fondo del Bicentenario subsistirá. Acaso se lo corrija con reformas en su ingeniería financiera, con promesas de asignación virtuosa y coparticipación menos restringida. Es el desenlace más probable hoy, en un juego de final abierto.

En todo caso, es bueno que esas cuestiones las diriman los emergentes de la voluntad popular y no los jueces ni los funcionarios elegidos a dedo y supuestamente intocables como los banqueros centrales.

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