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El crimen de Caín

 Por Horacio Verbitsky

Varios medios han sostenido que relativicé la cifra de 30.000 desaparecidos y que admití por primera vez que podrían ser menos. Esas afirmaciones contienen una doble falsedad y exhiben una apabullante capacidad para trivializar temas trágicos. El origen es una entrevista que concedí el mes pasado al diario L’Arena, de Verona, Italia. El periodista me preguntó por la confesión del ex dictador Jorge Videla de que los detenidos-desaparecidos habían sido asesinados por decisión de la cúpula que él encabezó. Respondí que me parecía extraordinariamente positiva para la democracia en la Argentina, luego de tantas décadas de mentiras y silencio. El periodista objetó la cifra mencionada por Videla y me preguntó:

–¿Pero es creíble la palabra de un personaje como Videla?

–No sé si podemos fiarnos por completo. Quizás él hable de siete u ocho mil, mientras son 15, 20 o 30 mil. No importa la cantidad. Lo que es importantísimo es que haya confesado que estos desaparecidos en realidad fueron asesinados. Y en esto se le puede creer porque ya lo demostraron los procedimientos judiciales. Nosotros sabemos cómo fueron las cosas. Videla finalmente fue obligado a decir la verdad –le respondí.

Como se ve, ni relativicé ni admití nada: lo que carece de importancia es la cantidad de desaparecidos que reconozca Videla, no el número real. Esta discusión que sólo busca derivar la atención hacia aspectos laterales comenzó aún antes que la democracia. Durante una marcha organizada por los organismos defensores de los derechos humanos a mediados de 1983, dos pancartas respondían con frases atribuidas a Jorge Luis Borges. Una decía: “Jesús fue crucificado una sola vez”. La otra: “Caín mató a su hermano una vez”. Siempre he sido muy cauto en esta materia. Ya en un libro publicado al concluir la dictadura (La posguerra sucia, Legasa, 1984), me referí a “miles de desaparecidos”. En 1988 escribí en esta misma columna que la dictadura hizo “desaparecer a nueve mil personas, si se sigue la investigación detallada de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, que pueden llegar a treinta mil según otras fuentes”. (“Sólo avanzar con el semáforo verde”, Página/12, 16 de febrero de 1988). Lo parafraseé en 1989, en la página de opinión del diario español El País, donde sostuve que el terrorismo de Estado dejó “un saldo de por lo menos 10.000 detenidos-desaparecidos identificados oficialmente, y que cálculos privados menos precisos triplican”. También cité las cifras que incluyó el agente de la DINA en Buenos Aires Enrique Lautaro Arancibia Clavel, en un parte enviado en julio de 1978 a la central en Chile sobre “extremistas eliminados ‘por izquierda’ por las fuerzas de seguridad”. Dice que las listas están en el Batallón 601 de Inteligencia del Ejército y que “se tienen computados 22.000 entre muertos y desaparecidos desde 1975”.

Otro de los generales de la cúpula dictatorial, Ramón Díaz Bessone, había hecho en 2003 el mismo reconocimiento que Videla ante la periodista francesa Marie-Monique Robin. La diferencia es que Díaz Bessone habló sin saber que la cámara seguía encendida luego de la entrevista. “¿Cómo puede sacar información si usted no lo aprieta, si usted no tortura?”, preguntó Díaz Bessone, quien descartó como “propaganda” la cifra de 30.000 detenidos-desaparecidos y dijo que no llegaban a 7000. Pero no ocultó que fueron asesinados en la clandestinidad. “¿Usted cree que hubiéramos podido fusilar 7000? Al fusilar tres nomás, mire el lío que el Papa le armó a Franco con tres. Se nos viene el mundo encima”, dijo. No obstante esta contundente admisión, Ceferino Reato incluye sin comentarios en su libro Disposición Final una entrevista en la que Díaz Bessone dice: “Interrogábamos pero nunca torturamos” y “yo no hice desaparecer a ninguna persona”, una falsedad desmentida por él mismo nueve años antes.

Otro argumento que se ha repetido durante años es que al haber asumido el Estado el pago de reparaciones económicas el listado de los familiares que las cobraron mide el número real de víctimas. Ese sentido común blanco, porteño y de clase media no puede proyectarse a todo el territorio y toda la población. He conocido dos familias del NOA que nunca denunciaron la desaparición forzada de cinco de sus miembros, dos en Jujuy y tres en Tucumán. En un caso por imposibilidad cultural de comprender que se trataba de un derecho, que les correspondía. En el otro, por simple miedo. Es imposible saber si son casos aislados o representativos y cuál es su proyección numérica posible. La imprecisión en las cifras no tiene remedio y la responsabilidad por ello es de los altos mandos militares de entonces que, teniendo el control absoluto de todos los poderes del Estado, decidieron actuar sin registro de sus actos inconfesables. Esta imposibilidad es otra secuela del terrorismo de Estado, igual que la dificultad para identificar cada victimario: en un universo de más de cien mil efectivos militares y de seguridad sólo hubo 1776 acusados. Por eso resulta perverso emplear esas consecuencias buscadas por la dictadura para cuestionar a las víctimas y el desarrollo de los juicios (hay “testigos que reconocen a sus presuntos captores y torturadores por el tono de la voz o el perfume que usaban”, desdeña Reato), donde la verdad surge como en un rompecabezas. No todas sus partes tienen el mismo valor, pero reunidas forman una imagen irrebatible.

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