EL PAíS

Cambios cualitativos

 Por Mario Wainfeld

Seguramente Néstor Kirchner ha duplicado los votos que obtuvo en 2003 y su imagen (desconocida entonces por muchos argentinos, incluidos algunos que lo eligieron) tiene muy altos niveles de aprobación. El crecimiento económico, el de las expectativas, los mejores niveles de empleo, la baja de la pobreza y la indigencia son las vigas de estructura de ese cambio. Hilando más fino puede decirse que el Presidente lega a su sucesor/a tres hitos institucionales que son un progreso y un bastión de previsibilidad: la negociación con los organismos internacionales de crédito, el cambio de la Corte Suprema y la política de derechos humanos.

No hay opositores con chances que cuestionen a fondo su sencillo esquema económico, basado casi exclusivamente en tres variables sostenidas como política de Estado: la paridad cambiaria, los superávit gemelos y el impulso a la obra pública. Las polémicas, que vaya si las hay, incursionan más bien sobre estilos, proporciones, controles republicanos.

La realidad es otra que en 2003 y, en términos netos, es mejor. La agenda pública ha cambiado y se ha sofisticado. Hace cuatro años, ni qué hablar hace seis, sólo a un demente se le hubiera ocurrido un reclamo gremial contra el mínimo no imponible para trabajadores en relación de dependencia. Los empleados tercerizados debían agradecer no estar en la calle y ni se les pasaba por la cabeza promover medidas de fuerza para regularizar su condición. Si los dirigentes lo hubieran intentado, sus bases no los habrían acompañado. Señalar que se amarroca demasiado superávit y que es hora de distribuirlo directa o indirectamente es una innovación valorable. Llevar a la tapa de los diarios, y en menor proporción a las tertulias de café, cuestiones tales como la integración del Consejo de la Magistratura o la credibilidad del Indec sólo es accesible cuando algunos se consideran más o menos a salvo del incendio.

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Las –literalmente– explosiones de consumidores reclamando contra el mal transporte público son otra novedad epocal. En la década del 90 el transporte pareció ser un boom, fue una ilusión óptica. El desmantelamiento de la red ferroviaria, una desregulación bestial (que fue desde el tráfico aéreo hasta los modestos remises suburbanos) promovió el advenimiento de una variopinta caterva de empresarios advenedizos y trabajadores despedidos devenidos cuentapropistas. Un par de factores comunes los ligaban allende sus diferencias patrimoniales: eran novatos, no tenían capital de trabajo, no amortizaban para renovar sus equipos. Al principio se bastaron para atender a un mercado en consunción. Luego prevalecieron los más fuertes. El atraso en los equipos y la sobreoferta de servicios generaron un escenario darwiniano.

En un nuevo escenario, de recuperación económica, se multiplica el universo de consumidores de transporte, que tiene su propia pirámide social. Todo es más demandado, los vuelos internacionales o de cabotaje, los bondis para turismo o para visitar el terruño, el transporte urbano de pasajeros. Los caminos no dan abasto, los accidentes se multiplican.

Una medida simple, el congelamiento de las tarifas, fue una primera respuesta de libro, necesaria. El Estado puede (y debe) bancar subsidios pero es un pésimo controlador de las condiciones de viaje. En un primer estadio, eso no le importa a casi nadie. A medida que mejoran los horizontes personales, las exigencias aumentan.

Con ligereza, se justifican esos subsidios alegando que son una manito para los más humildes. Al fin y al cabo, ¿quién sube al colectivo, al subte o a los trenes? Es un razonamiento equívoco, paternalista, bien desnudado días atrás por Susana Torrado en un artículo publicado en Clarín. “Lo que se subsidia –dice la socióloga, investigadora del Conicet– es la posibilidad de que los empresarios y los gobiernos cuenten en el lugar de trabajo con mano de obra necesaria para el desempeño de sus actividades, es decir (...) el desplazamiento laboral indispensable para mantener la actividad económica.” El primer beneficio es para las patronales, el de los consumidores (un buen servicio) se posterga.

Lo que faltó en los ‘90, en un esquema perverso, sigue faltando hoy: un sistema de transporte con un Estado presente, atento a los derechos de los consumidores–ciudadanos y no sólo a su primaria necesidad de moverse, como fuera, de un sitio a otro. El actual secretario de Transporte, Ricardo Jaime, un hombre demasiado poroso a los intereses corporativos del sector, jamás fue el adecuado representante del Estado. Sus desempeños, desde siempre pésimos, serán peores a medida que se complejice la cuestión, esto es, con el paso del tiempo. No meter baza en el nivel de las prestaciones, mostrarse ajenos a los records de accidentes, es incoherente con el discurso de un gobierno dispuesto a intervenir hasta en el precio del salchichón primavera.

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El caso Skanska pudo detonar en cualquier momento, tanto que saltó de casualidad. Sin embargo, no es caprichoso engarzarlo con los cambios de época. Algo sin retorno ha sucedido, el Gobierno perdió la virginidad en materia de sospechas consistentes, con pelos y señales sobre corrupción.

Como caso judicial, hasta ahora, es endeble. Existen sobreprecios comprobados pero las restantes pruebas son, penalmente, entre pobres e inválidas. Básicamente hay una grabación, tomada de modo privado y clandestino, de las declaraciones (posiblemente autoexculpatorias) de un sospechoso.

En materia penal, rige la presunción de inocencia. En política es más bien al revés, como sugiere el proverbio de la mujer del César. Pruebas febles para un expediente bastan para armar un caso mediática y políticamente convincente. En términos masivos la discusión no versa sobre si hubo corrupción sino en debatir hasta qué nivel llegó. El Gobierno no termina de percatarse de que ha perdido una significativa batalla simbólica y que (más allá de las controversiales responsabilidades concretas en el caso) no ha hecho las cosas bien.

Puesto a correr a la zaga de los hechos, algo para lo que no tiene training, el oficialismo elaboró un discurso pobre. Alegar que es un caso entre privados no lo dispensa de una repregunta básica que es por qué se delegó a empresas privadas el manejo de licitaciones fastuosas sin controles serios. La rápida reacción presidencial, shoteando a los funcionarios sospechosos, en tan encomiable como insuficiente. Ningún gobierno puede garantizar corrupción cero, pero su métier es minimizar las condiciones propicias para desvíos, coimas o sobreprecios. Los empresarios autóctonos son prebendarios y visceralmente inclinados al curro, ya se sabe. Y el peronismo, semillero de la abrumadora mayoría de los funcionarios de este gobierno, nunca fue exactamente una escuela de administradores puntillosos. Así las cosas, el mejor control no es un presidente reactivo y omnipresente sino la existencia de organismos independientes con participación de la sociedad civil (una materia que este gobierno se lleva a marzo) y de la oposición. La tarjeta roja veloz, como factor básico, no suple a la accountability exigible a un Estado moderno e interventor.

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El progreso, decía Augusto Comte, es el desarrollo del orden. El tipo era un conservador. El progreso es el generador de nuevos conflictos, de tensiones no preexistentes, de nuevas dialécticas, de nuevos actores. Tratar de calzarlo en odres viejos es un error severo, en el que nadie (ni aun quien contribuyó en buena medida a ese progreso) debería incurrir.

El cambio (principal pero no exclusivamente) económico es la fuerza del Gobierno, que lo hace gran favorito para las presidenciales de octubre. En paralelo es un talón de Aquiles, porque lo enfrenta con temáticas de nuevo cuño, no resolubles con los instrumentos, los modos y (quizá) los equipos que le permitieron dominar la escena política y mejorar el país real en este cuatrienio. Con todas las prevenciones del caso puede sugerirse alguna analogía con el gobierno justicialista más rescatable, el primer mandato de Juan Domingo Perón. Tras años de proceso reparador, de obtención de consenso fundado en la satisfacción de necesidades concretas, de reparación simbólica, de excitación del consumo, el primer peronismo se encontró con una sociedad diferente, más versátil. En aquel entonces, no le encontró la vuelta. Lo de ahora tiene final abierto.

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