LECTURAS › ADELANTO EXCLUSIVO DEL “LIBRO PROHIBIDO DE FEINMANN”

“El peronismo y la primacía de la política”

Este libro fue escrito en los setenta, destinado a explicar la relación del peronismo con la historia en medio de los fragores de la lucha política desplegada por una militancia joven, como la actual “que quiso creer y jugarse por una causa por la que valga la pena perderlo todo”.

 Por José Pablo Feinmann

Este es el libro de un escritor joven. Es el libro de un escritor militante. Tendría, cuando empecé a prepararlo, veintiséis o veintisiete años. Era jefe de Trabajos Prácticos de Historia de la Filosofía Contemporánea en la UBA. Corría el año 1970. La tarea de ese momento, el suceso que a todos tenía inquietos, a la espera, era el regreso de Perón. Nadie que no haya vivido el fulgor de esa época, que no haya respirado esos vientos que soplaban desde 1955, podrá comprender la pujanza, el vigor histórico del acontecimiento que se avecinaba. O sí, tal vez pueda, pueda comprenderlo con mayor o menor hondura, pero ¿cómo se hace para captar la vibración, la emocionalidad del momento? Desde pibes nuestros padres nos hablaban pestes de Perón y del peronismo. Y uno, si crece, crece contra los padres. Los ame o no. Pero son las primeras batallas contra la autoridad. Más aún si existe un gran padre del pueblo, negado, prohibido, injuriado, cuyo nombre era impronunciable por decreto. Porque era el maldito. El hombre que, si volvía, volvería en un avión negro. Nuestros padres lo detestaban al modo de la oligarquía, de los militares, de los monseñores del catolicismo que bendecían las armas de los militares ultracatólicos, cursillistas, que olían a franquismo rancio, anticomunistas bobos, peligrosos pero bobos, peligrosos porque tenían las armas, bobos porque eso eran, irreparablemente bobos, prohibían libros, prohibían películas, o las cortaban, una teta los aterrorizaba, hombres y mujeres que rezaban el rosario con las primeras luces del día, que formaban Entes de Calificación para proteger la moral del inocente pueblo, que luego, se decía, veían en privado los fragmentos prohibidos, a los que pegaban entre sí y llamaban «tortas». Miserables, mentirosos. Toda la hipocresía del régimen nos daba náuseas.

¿Qué sabíamos de Perón? Lo conocíamos por la negativa. Si toda esa gente detestable (milicos, curas, oligarcas, clase media resentida) lo odiaba, el tipo debía tener algo o mucho de bueno. Pocas cosas atraen tanto como lo prohibido, lo maldito. Volvería en un avión negro. Y a su regreso, las masas que lo seguían tomarían los pueblos y las ciudades del país para ofrecérselos. Los jóvenes que se habían metido en esas masas, que estaban ahí porque el lugar era ése, porque hay que estar donde las masas estén, sabían que su tarea militante era la del diálogo con ellas, las protagonistas de la Historia. Aprender de ellas la sabiduría de las bases y entregarles la sabiduría de los claustros, de los libros, los grandes libros. Los de Hegel, Marx, Lenin, Sartre, Fanon, Mao. Los de Cooke (cuya frase: “El peronismo es el hecho maldito del país burgués” era visible durante esos días, se veía en las calles, en las marchas obreras y estudiantiles.) Y los de Perón: Conducción Política, sobre todo. Que, durante esos años, era el Manual de Conducción.

Ahí, en medio de ese marco jubiloso y combativo, un profesor de filosofía se unió –convocado por Arturo Armada, que sería su director– a una revista hoy mítica, cuya reimpresión facsimilar editó la Biblioteca Nacional de Horacio González. Se trata de la revista Envido, que se presentaba como una Revista de Política y Ciencias Sociales. Me perseguía, desde hacía un año, un año y medio, la pasión por publicar. Escribir, escribía desde los diez años o algo antes. Publicar era otra cosa. Siempre había escrito monografías para algunas materias (recuerdo, por ejemplo, “La maldad del alma en Platón” o sostenía diálogos con profesores como Conrado Eggers Lan y Víctor Massuh, amigos durante esos años y luego, si no enemigos, con destinos harto diferentes. (Nota: Massuh, que me introdujo en la fenomenología de las religiones, indagaba en algo que él llamaba “visión trágica” de la historia, un camino alternativo al marxismo y a las masas peronistas, a las que veía al modo de Sarmiento y de Borges. Aún le debo una –en lo posible– buena novela a esa historia. Su heredero fue Santiago Kovadloff, que no vio nada impropio en que el “maestro” aceptara dirigir el Departamento de Filosofía bajo ese Franco tardío que fue el general Onganía, el héroe de “la noche de los bastones largos”, ni que luego, bajo el mandato de la Junta Militar de 1976, fuera a darle lustre al cargo, siempre deseado por los intelectuales ambiciosos, de representante argentino ante la Unesco. Massuh volvió al país, publicó un libro con fundadas pretensiones de bestseller, La Argentina como sentimiento, que vendió mucho y luego apeló al ardid de Heidegger: el silencio. Murió en 2008, a los ochenta y cinco años. Fue generosamente llorado por la derecha argentina.)

Entrar en Envido fue entrar en la publicación de mis textos, abundantes e inéditos hasta entonces. En especial, mi tesis sobre el gran maestro francés: “Sartre, del ser-para sí al lugar de la historia”, una tesis para aprobar un seminario de un año entero con la inolvidable Guillermina Camusso. Sin embargo, un huracán que no esperaba, que descendía de la Cuba revolucionaria y se extendía a lo largo del continente, se ramificaba, incluía las luchas de la Revolución Argelina, del Vietnam del general Giap, el vencedor en Dien Bien Phu, el espíritu del Mayo Francés, replicado un año más tarde, pero con la clase obrera como protagonista, por el Cordobazo y la conducción de Agustín Tosco, Salamanca, Atilio López, las protestas federalistas en nuestras provincias (mendozazo, rosariazo), que retomaban el gesto airado y beligerante de los caudillos del siglo XIX, las torpezas de Estados Unidos, que se hundía en las selvas vietnamitas, que batallaba contra un enemigo que no conocía, “metafísico” según dijera el general Westmoreland a sus soldados, tan derruidos por la droga como por el rock con el que buscaban ensordecerse, el prólogo de Sartre al libro de Fanon, me arrojaron a otras lecturas. Era el momento de la corriente nacional. A partir de junio de 1968, después de aprobar Latín III como quien se despioja, empecé una serie de lecturas urgentes, imprescindibles para comprender la época que se me imponía, a mí y a todos, como un imperativo categórico. Eran los tiempos de la revolución. El mundo nos pedía que lo cambiáramos.

Este libro empezó a escribirse en Envido. Cauteloso, mis primeros trabajos en la revista giraban en torno de los problemas del siglo XIX argentino. Fueron: “El extraño nacionalismo de José Hernández”, “Felipe Varela y la lógica de los hechos”, “Racionalidad e irracionalidad en Facundo”, “Alberdi y el proyecto político dependiente”. Sin embargo, en las reuniones del Consejo de Redacción se me pedía que dejara el siglo XIX, entrara en el veinte y escribiera sobre el peronismo. Había una insuficiencia teórica que nosotros, intelectuales y militantes, debíamos cubrir. Otra vez me devoré todos los libros que era necesario leer antes de empezar a hablar. La tarea me tomó un buen tiempo; bueno porque disfrutaba con cada libro, pero también porque mis trabajos se demoraban. Recién en 1972 entregué mis dos primeros textos. En Envido Nº 6 apareció “Sobre el peronismo y sus intérpretes”. Y en el Nº 7, “Sobre el peronismo y sus intérpretes (II)”, que cubría treinta y ocho páginas de la revista. La demora entre el primer trabajo sobre José Hernández (1970) y el primero sobre el peronismo (1972), no sólo se debió al inevitable trabajo heurístico, sino a las vacilaciones de mi hermenéutica. Me costó hacerme peronista. Me costó inventar el peronismo en que podía integrarme. No es casual que los dos primeros trabajos (los mejores, creo) giren en torno de la cuestión hermenéutica. Entré en el peronismo interpretando a sus intérpretes. Las críticas a Milcíades Peña, a Portantiero, a Ismael Viñas, a Gino Germani, eran necesarias para armar mi propia interpretación. Aquí, ya no tenía escape. No me podía cubrir diciendo que los textos de esos otros intérpretes (a los que respetaba) eran formas complejas e interesadas del Error. El error de clase, el prejuicio, la incapacidad de entender las elecciones de las masas, la agresión, sofisticada pero a veces torpe, a la persona de Perón, el líder de esas masas, la figura que esperaban como se espera al Mesías, el político cuyo regreso era inminente, un regreso que era el sentido que la historia tenía en sí y para sí en ese exacto, fragoroso momento. Ahora era preciso que diera mi propia interpretación. Justificar por qué nosotros, los militantes de Envido, acompañábamos a las masas en esa espera, dilatada y riesgosa; que era, también, vida, muerte y sentido. Que era, sin más, el sentido de nuestras vidas.

Este libro es esa explicación. Este libro se escribió en el corazón del vértigo. Lo publiqué otra vez a fines de 1983. Le puse Estudios sobre el peronismo y le borré muchos, sin duda excesivos párrafos. Le borré los párrafos de la pasión de la época. Lo mejor que tenía y siempre tendrá. Porque este libro es el de una generación y su entrega a una causa que merecía mejor suerte. La suya, desde luego, la que ella misma había creado y giraba en torno de un líder mítico amado por las masas. Si las masas lo amaban y lo exigían, si la oligarquía, los militares y la Iglesia lo odiaban, la elección era clara. Sólo había que justificarla, dar una interpretación que pudiera explicar eso, la totalidad que insistía en totalizarse ante nuestros ojos y que latía día tras día, cada día un poco más que el anterior, porque la inminencia del líder de las masas era realmente inminente, porque sí, porque volvía, porque al fin volvía Perón. Y lo traía la clase obrera, los sindicatos clasistas, la CGT de los Argentinos, Ongaro, Rodolfo Walsh, Rodolfo Ortega Peña, y una movilización juvenil como nunca se había presenciado.

Durante el tormentoso decurso del año 1973 fui ampliando y concluyendo el libro. Escribía en cualquier momento, cualquier lugar. No había cómo ni dónde hacerlo. A través del año 1973 aprendí todo lo que sé de política. El resto lo añadieron o lo fortalecieron los años. Pero el núcleo de la totalidad, esa precipitación conceptual que permitía hacerlo y pensarlo todo a la vez, es hijo de la dialéctica nunca cerrada, siempre abierta (pero abierta por las heridas, por la sangre), de ese año. Del año ‘73: campaña electoral, triunfo camporista del 11 de marzo, regreso de Perón, Ezeiza, golpe contra Cámpora, asesinatos que se multiplicaban, el discurso de Perón del 21 de junio, el freno a la “juventud maravillosa”, las bandas clandestinas de López Rega, Perón presidente, asesinato de Rucci, escisiones de Montoneros, creación de la JP Lealtad, y las prolongaciones trágicas de 1974: el Navarrazo, el acto del 1º de mayo, discurso de Perón del 12 de junio, muerte de Perón, acciones desembozadas de la Triple A, Isabel presidenta, muerte del cura Mugica, de Atilio López, de Julio Troxler.

El Nº 10 de Envido contó con el respaldo de Montoneros. Ese Nº 10 resultó de las agrias discusiones internas del Consejo de Redacción. Para algunos, el asesinato de Rucci implicaba restar toda relación con la “Orga”. Para otros, se trataba de un error, pero era el único espacio en que aún tenía sentido pertenecer. Había otro espacio: el plato de Perón. Porque, con un lenguaje amenazante que lo distanciaba del Padre Eterno, esa figura sensata que podía “ordenar el desorden”, había dicho: no hay que sacar los pies del plato. El plato era él. Las opciones eran claras: el plato de Perón o el de Firmenich. Los que hicimos la JPLealtad elegimos el plato de Perón. Ese plato llevaba casi treinta años al frente de las masas argentinas, era su líder. De Firmenich sabíamos poco o nada. Seguir en la Tendencia de los Montoneros después del asesinato de Rucci era no sólo riesgoso (riesgoso era todo), sino inútil y hasta disparatado. Además, no sólo rompimos todo lazo con Montoneros (Nota: Y hasta los criticamos a cielo abierto: la revista Aluvión, que sacó un solo número que yo dirigí, apareció con un largo trabajo mío sobre la conducción política, optando por la de Perón y no por la de Firmenich con sólidos argumentos casi todos inventados, manipulando ficcionalmente los hechos con mis cualidades de novelista; novelas que aún no habían salido a luz, o que ahí empezaban a insinuarse. Como fuere, siempre cuidé mi prosa. El peronismo... es un libro deliberadamente bien escrito. Nunca diferencié la prosa ensayística de la prosa ficcional. Un ensayo bien escrito llegaba mejor a la militancia que un alboroto abarrotado de gerundios y dobles o triples adjetivos. Además, como se verá, éste es un libro de ficción. Al ser un libro esencialmente hermenéutico juega todas sus armas a la interpretación política de la historia. Arma una historia del peronismo que la juventud militante de los años setenta requería. Esto no es el peronismo. Es la lectura de los hechos que nosotros necesitábamos para ser peronistas. Si dije: “Me costó hacerme ser peronista” es porque el peronismo parecía reposar en los libros de Perón, en los de Raúl Mendé, en las veinte verdades o en los desvaríos macartistas del padre Virgilio Fillipo. Lo encontré –a nuestra medida, como un impecable referente– en los libros de John William Cooke, formidable prosista, escritor apasionado y lúcido, elegante sartreano.), sino que buscamos seguir dentro del peronismo. Tarea que exigió tragar –uno tras otro– los peores sapos imaginables. Aclaremos algo: no fue por miedo que no seguimos a Montoneros y su conducción. Es muy difícil decir por qué. No sería adecuado comprender esos años “sin una destilada nostalgia y cierta piedad laica”, escribe Horacio González en su notable Prólogo a la edición facsimilar de Envido. No descartemos un porcentaje de miedo. Sin embargo, en una cena en que estábamos juntos con Horacio, Virginia Feinmann nos dijo: “También es posible que haya sido porque no querían matar”.

Se encontrará en este libro una polémica que librábamos con la izquierda antiperonista. ¿Quiénes eran los que cumplían con el legado de Marx? ¿Nosotros, que seguíamos las elecciones de las masas, nos confundíamos con ellas y ambicionábamos llevarlas al socialismo? (Que era la fe de esos tiempos: el mundo marcha al socialismo.) ¿O los que se definían como marxistas, pero no se unían a la lucha del momento, a la coyuntura ardiente de ese tiempo político, a la lucha por el Perón Vuelve, y terminaban por unirse, concretamente, en lo fáctico de la lucha, a los milicos y a las clases oligárquicas que impedían el regreso de Perón desde 1955? Esa polémica –que es recurrente entre la izquierda peronista y la no-peronista– cubre muchas de las páginas de este libro. Nadie encontrará en ellas la habitual distinción en algunos debates actuales entre lo político y la política. No habíamos leído a Carl Schmitt. No nos interesaba leerlo. Más aún: ni sabíamos quién era. Al menos yo. De haberlo leído, de haber conocido sus cercanías con el nacional socialismo, lo habríamos dejado de lado. No eran los tiempos en que los pensadores nazis eran leídos porque eran valiosos “a pesar de”. Como Schmitt, como Heidegger. Para nosotros, la política lo abarcaba todo. Hasta se ha hecho célebre la irónica y desafiante frase de la revista que afirma: “Todo lo que no es química es política”.

A fines de 1973, Miguel Hurst, el dueño de la mítica Librería Cimarrón, me propuso editar el libro. Me gustó esa idea. ¿Quién no soñó con su primer libro? Salió a fines de junio, se editaron cinco mil ejemplares y se distribuyó ampliamente. En eso estábamos cuando murió Perón. En eso estábamos cuando las organizaciones clandestinas de la derecha peronista empezaron a sembrar el país de cadáveres. Los responsables eran el comisario Villar y el ex secretario privado de Perón y ahora de Isabel Martínez, la presidenta, la heredera, José López Rega. Retiramos el libro de todas las librerías. No quedó uno. Digámoslo así: nadie dictó un decreto para prohibir El peronismo y la primacía de la política. No les dimos tiempo. Por miedo o por prudencia. Vaya uno a saber. Nunca pude decidir si era un hombre valiente o cobarde. Podría decir que no era cobarde. Pero no que alguna vez o siempre fui valiente. Miguel Hurst sí. Era un loco formidable y no le temía a nada. Si él retiró el libro (prohibiéndolo fácticamente) fue porque había que retirarlo, porque los hechos imponían esa decisión. Muerto Perón, un libro que tiene en la relación líder-masas uno de sus ejes centrales pierde parte de su eficacia. Muerto Perón, todos nos desorientábamos. Nadie sabía qué habría de pasar. En seguida empezaron los atentados. Los muertos en los zanjones de Ezeiza. Los asesinatos vejatorios: Atilio López (asesinado con más de ochenta balazos), Julio Troxler, Silvio Frondizi. Para la derecha, El peronismo y la primacía... era un libro “zurdo”. Aunque Miguel y yo hubiéramos cuestionado a los montoneros, no importaba. Conocían muy bien qué era Envido, su relación con las Cátedras Nacionales, su insistencia en el poder popular, en la política de masas, que nos enfrentaba a las vanguardias armadas, pero nos acercaba al socialismo obrero y campesino. ¿O para qué habíamos entrado en el peronismo? Buscábamos luchar junto a las masas, creíamos que no había otro punto de partida que el de los morochos peronistas, que la vanguardia era el todo y no alguna de sus partes privilegiadas por el saber y la lógica de las armas, algo que terminaría como terminó: en la soledad, en la lejanía de las masas que se pretendía representar.

Si no publiqué este libro hasta hoy (así, tal como ahora sale: con sus desbordes, sus ingenuidades, sus frases patéticas y, pese a todo, su inusitado rigor para construir la trama política que nos justificaba, que le daba un sentido a nuestros actos) fue porque lo veía lejos, en el pasado, testimonio de tantas cosas en que habíamos creído y nos arrojaban ahora a la burla de muchos, al sarcasmo de los posmodernos, a la exaltación desmadrada y agresiva de escritores que nunca nos habían interesado, Sabato, Borges, Bioy Casares, al desdén intelectual de los que venían a matar al sujeto, al hombre, o a depositar en el lenguaje el sentido último de toda fundamentación, palabra también desdeñada. Los franceses (que todos empezaban a leer) eran Foucault, Deleuze, Lacan, Derrida. Heidegger era el gran filósofo del siglo XX. Y su precursor era Nietzsche. Se armó un tejido teórico alimentado por la industria editorial de Barcelona. Se escupió sobre Sartre. Simone de Beauvoir fue reemplazada por Hannah Arendt. La juventud desapareció de la política. (Salvo, sin duda, durante los primeros dos años de Alfonsín.)

Soy yo el que escribió este libro, pero ya no soy el que era entonces. Es parte de mi pasado, parte de mi ser, del ser que me fui dando por medio de mis actos, pero ese ser es el mío en la modalidad de ya no serlo. Ya no soy el joven que era en 1968. Pero ese joven, el que escribió este libro, lo escribió en medio de sus exultantes años juveniles. De esta forma, se encontrarán aquí los grandes sueños, las esperanzas que alimentan la militancia de los jóvenes. Porque este libro, patético y derrotado en tantas de sus propuestas, es, sin embargo, un homenaje a la juventud. Hay que ser muy joven para creer y jugarse tanto. Y hoy, sospecho, hay un renacimiento de una militancia joven, que quiere, también, creer y jugarse. Nada le es propicio. Ni el marco histórico externo ni el interno. Pueden, ellos, perderlo todo. Pero no hay nada más triste, más seco, que el devenir gris de aquellos que pasan por la vida sin encontrar eso.

Eso, una causa por la que valga la pena perderlo todo.

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