Sábado, 8 de enero de 2011 | Hoy
Por Sandra Russo
Nunca hubo electorados tan vulnerables a la imagen como ahora, porque nunca la reproducción de las imágenes fue tan vertiginosa ni tan obligatoria. Hay una brecha generacional tajante entre los jóvenes que en los recitales prendían sus encendedores y los que hoy encienden sus celulares. Con ellos hacen muchas operaciones, entre ellas sacar fotos. La foto es una “función” que se pone en acto y que inunda nuestras retinas de esas imágenes imprecisas y de encuadres MTV.
La Era de las Comunicaciones traficó la Era de la Imagen: es ella, y no el texto, la que gobierna la información. Tanto la que tenemos sobre los otros en la esfera privada, como la que sirve para dirimir cuestiones en lo público. La Sociedad de la Imagen es de derecha: se esfuerza por presentarla neutra, como una representación de la realidad que impide otras representaciones. La imagen no es tal cosa. En principio, es una mercancía con valor.
Millones de personas en el mundo viven de su imagen. Millones confían sus votos a la imagen de un candidato. El consultor de imagen ya no opina sobre el aspecto de un dirigente, sino en las conductas políticas apropiadas para salir de todos los enredos: imagen de honestidad, imagen de austeridad, imagen de autoridad, en fin, en la góndola hay de todo. La imagen no es reproducción de realidad, sino construcción de espejismo y excusa para la adjetivación.
Nunca hubo gente tan atrapada en su propia imagen como quienes padecen trastornos de alimentación: un mal de época; ni gente tan rehén de la imagen que de sí tienen los otros, como los fóbicos, las modelos o los emos; ni tan religiosamente convencida de que una imagen vale más que mil palabras, la frase que podría ser la del póster de los tiempos. El tema no son cuántas palabras vale una imagen, sino cuáles.
Pienso en Walter Benjamin confesando su impulso de perderse en las ciudades. De caminar sin rumbo, sin preaviso, sin prisa, sin itinerario. Veo un hombre agobiado por su lucidez, caminando despacio una calle empinada que no sabe dónde ni en qué paisaje terminará. Se superpone entonces, en un contraste ruidoso, la imagen actual de un GPS, anticipando información. Pienso en el GPSS de Capusotto. Vuelvo a pensar en Walter Benjamin y en los desesperados de la Escuela de Frankfurt. El interés teórico que tuvo para Benjamin el modo de reproducción de las imágenes quizá se haya debido a la percepción de que se abría un abismo entre el mundo que había observado y atesorado los originales y los incunables y el otro mundo que llegaba, en el que las imágenes multiplicadas y seriadas se replicarían horizontalmente, pero que sería perforado, colectiva e individualmente, por un nuevo elemento cultural, político y subjetivo: la copia.
La copia no es solamente la lámina del payaso que llora que venden en la estación del subte, al lado de la lámina que reproduce un Cézanne. La copia es también una conducta, una actitud, un impulso, una costumbre que la sociedad de la imagen alienta y foguea sin parar. La sociedad de la imagen produce sujetos vacíos de contexto, ávidos siempre de la foto más que de la explicación. La imagen parece explicarlo todo. La gente reemplaza su propio pensamiento por la copia de los argumentos que escucha en la radio o en la televisión. Se copian diseños, looks, estilos, políticas, emociones.
Recuerdo al radical Casella cuando se mejoró los dientes antes de una campaña. La videopolítica recién llegaba y la gente tenía sus pudores con querer ponerse lindo para la foto. Daba un poco de vergüenza exhibir la voluntad de estar lindo. La belleza era hasta entonces más bien un atributo de cierta naturalidad. Las mujeres querían verse “naturales”; hoy quieren mostrarse “producidas”. Porque todo sucedió muy rápido, y muy pronto muchas mujeres tuvieron la misma nariz, y una década después, las mismas tetas. Los hombres empezaron siendo metrosexuales, pero después se confundieron en La 12 con los muchachos, y hoy ellos también se ponen lindos para la foto.
Vivimos como si todo el tiempo nos estuviesen sacando fotos. Como si los demás no pudieran acceder a nosotros más que a través de nuestra imagen. La exterioridad de la Sociedad de la Imagen hace a su vez que se bloqueen los goces estéticos: no hay mucha gente interesada en contemplar o en atisbar por el rabillo del ojo. Nos inhibimos en esas actitudes emocionales. Lo que queremos es mirar, ver, bien de cerca, bien rápido, mirar y creer conocer, mirar y creer acceder. La sociedad de la imagen es, en ese sentido, pornográfica y no erótica.
Esta semana salió en Perfil una semblanza de la flamante presidenta brasileña, Dilma Rousseff. La prensa de derecha ya la llama “dama de hierro”. El deslizamiento del apodo de Margaret Thatcher a Dilma Rousseff es completamente disparatado y descontextualizado, pero en la sociedad de la imagen eso no tiene importancia: la presidenta ya ha adelantado que impulsará una Comisión de la Verdad para investigar los crímenes de la larga dictadura brasileña. De modo que la imagen permite decir cualquier cosa: en la nota de Perfil, en un recuadro se apelaba a cuatro fotos de Dilma. Mostraban “el cambio de look” de la presidenta en los últimos tiempos. Lo que la Sociedad de la Imagen promueve y naturaliza en el mercado de la juventud y la belleza es usado para connotar “frivolidad” en ciertos personajes públicos, obviamente no en todos. Para eso, las mujeres en el poder son un blanco perfecto. Las mujeres en general hemos sido siempre el continente y nunca el contenido.
En la nota, se exhibe la transición entre el pelo largo y el pelo corto de Dilma. “Decidida a apostar a la imagen para conquistar más votos, convocó al afamado peluquero de San Pablo Celso Kamura, que desde hace años firma el peinado de numerosas celebridades brasileñas.” Así es Dilma Rousseff filtrada por Perfil. Y aunque en la misma nota señalan que “el cambio coincidió con un tratamiento de quimioterapia que Rousseff realizó después de que le detectaran un cáncer linfático en 2009”, la nota parece no advertir su propio absurdo. Pero en la Sociedad de la Imagen la palabra que circula no es la que surge de los hechos, sino la que decide el emisor.
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