CONTRATAPA

Muerte lenta y bombas sucias

 Por Juan Gelman

Hay, en efecto, armas de destrucción masiva en Irak. No las de Saddam Hussein, nunca halladas: son las que emplean las tropas norteamericanas y británicas que disparan proyectiles revestidos de uranio empobrecido (UE) y que también recubren sus tanques y vehículos acorazados con ese subproducto del uranio enriquecido para fabricar armas nucleares. El UE es muy eficaz desde el punto de vista militar: su gran densidad facilita que el proyectil perfore casi cualquier blindaje. Es pirofórico además, es decir, se inflama espontáneamente en contacto con el aire y causa explosiones secundarias al alcanzar el objetivo. Presenta algunos inconvenientes, sin embargo. Luego de impactar el blanco, un 70 por ciento del revestimiento de UE arde y se volatiliza en micropartículas altamente tóxicas y radiactivas que penetran con facilidad la piel humana, se instalan en riñones y pulmones, devoran el calcio de los huesos y pueden ser inhaladas y aun ingeridas por la contaminación de los suelos y las aguas que afecta a la cadena alimentaria. La respuesta a los atentados del 11/9 es tan ominosa como los atentados mismos.
La industria militar estadounidense comenzó a aplicar el UE a proyectiles de todo tipo –incluso bombas y misiles– en 1977 y las fuerzas armadas de EE.UU. los emplearon por primera vez en 1991, cuando la Guerra del Golfo I. Según estimaciones de la ONU y del Pentágono, para invadir y ocupar Irak las fuerzas de la coalición usaron en marzo y abril del 2003 de 1100 a 2200 toneladas de municiones y explosivos con UE, mucho más que las 375 toneladas que le asestaron en 1991 (Veterans for Common Sense, 4-8-03). Su empleo sigue y la tasa de cánceres diversos de la población iraquí aumentó abruptamente desde entonces, así como el número de bebés con malformaciones congénitas. En un artículo que la revista New Scientist publicó en abril pasado, Alexandra Miller –especialista del Instituto de Investigaciones Radiobiológicas de las fuerzas armadas de EE.UU., sito en Bethesda, Maryland– señala que las micropartículas de UE no sólo destruyen los sistemas inmunológicos al descomponerse en isótopos del uranio y otras sustancias letales dentro del organismo humano, además alteran los códigos genéticos: “Los cromosomas se parten y los fragmentos se unen de manera tal que producen articulaciones anormales... las comunes en las células tumorales”. Nacen niños con deformaciones craneanas o sin extremidades, por ejemplo. El proyectil con UE es la verdadera bomba sucia.
Sus consecuencias no son patrimonio exclusivo de los iraquíes o de los kosovares que padecieron el UE en 1999. Afectan a las tropas mismas de EE.UU., que sufren el llamado “síndrome de la Guerra del Golfo”. El Dr. András Korényi-Both, uno de los primeros que lo investigó, estima que alrededor del 28 por ciento de los veteranos de la primera Guerra del Golfo sufre enfermedades crónicas atribuibles a su casi inevitable contacto con el UE. Este índice quintuplica la proporción de veteranos de Vietnam y cuadruplica la de veteranos de la guerra de Corea con problemas permanentes de salud (American Free Press, junio de 2004). La “guerra contra el terrorismo” agravó el problema: Brad Flohr, funcionario del muy oficial Departamento de Asuntos relativos a los Veteranos, declaró que el número de veteranos discapacitados de las guerras anteriores disminuía a razón de 35.000 por año, pero que hoy la cifra total asciende a 2 millones y medio. Según Terry Jemison, miembro del mismo Departamento, más de medio millón de veteranos de la Guerra del Golfo I recibe pensiones por invalidez y sus males no son el producto de las balas iraquíes.
El Pentágono aborda la cuestión con un doble discurso: el público afirma que no hay pruebas de que el UE sea la causa del síndrome; el reservado figura en un manual de entrenamiento del ejército norteamericano: una de sus reglas establece que ningún militar puede rebasar los 25 metros que lo separan de un vehículo, equipo o terreno contaminado con UE sinprotectores de la piel y del aparato respiratorio. Los vehículos iraquíes destruidos con esa clase de proyectiles son ciertamente muy peligrosos para quienes se les acercan demasiado. En junio de este año, el periódico Seattle Post-Intelligencer organizó unas mediciones en seis puntos entre Basora y Bagdad. En todos se detectaron índices elevadísimos de radiación. Un tanque destrozado en las cercanías de la capital iraquí despedía una radiactividad 1500 veces superior a la normal.
No cabe la menor duda de que Anthony J. Principi, secretario del Departamento de Asuntos relativos a los Veteranos, es quien mejor conoce el tema. En el discurso que pronunció el 2 de febrero de este año en el Club de la Prensa en Washington agradeció al presidente Bush que aumentara en 67.700 millones de dólares los fondos del año fiscal 2005 destinados a financiar las distintas prestaciones a los veteranos estadounidenses de todas las guerras, desde la Segunda Mundial, pasando por las de Corea y Vietnam, hasta las de Yugoslavia, Afganistán y las dos del Golfo. Su oratoria rozó lo sublime cuando mencionó “la importante responsabilidad de honrar a nuestros veteranos en la hora de su descanso final”. Explicó que la ampliación presupuestaria “permitirá la expansión de nuestro sistema nacional de cementerios, la mayor desde la Guerra Civil”. Anunció que próximamente se inaugurarán cinco necrópolis nuevas y que se planifica la apertura de otras seis. Precisó que un promedio de 1800 veteranos fallecen cada día en EE.UU., 675.000 al año. Y se declaró “orgulloso de las mejoras y expansiones al servicio de los veteranos”. Se ignora si éstos compartan ese orgullo, en especial los obligados al último descanso.

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