CONTRATAPA

Objetos prohibidos

 Por Eduardo Galeano

La noche del Día de Muertos, en noviembre del 2005, Helena Villagra y yo tuvimos que pasar, en tránsito, por el aeropuerto de Miami.
Veníamos de Honduras, El Salvador y México. A la salida del aeropuerto de México, nuestras cuatro maletas fueron cuidadosamente revisadas, ante nuestros ojos, por manos enguantadas que las hurgaron hasta el último rinconcito y las despacharon a Montevideo.
Todo bien, pero la cosa no terminaba ahí. A continuación, nos tocaba el cambio de avión en Miami. Allí estuvimos unos cuarenta minutos, que raspando alcanzaron para cumplir con el calvario de las colas, los formularios, las preguntas, las impresiones digitales, las fotos y el strip-tease previo al embarque.
Horas después, al fin del viaje, descubrimos que dos de nuestras maletas habían sido violadas.
De una, había desaparecido el candado. En la otra, había sido roto el cierre de seguridad. Adentro encontramos, a Bush gracias, una explicación. La violación había ocurrido en Miami. “Objetos prohibidos”: ése era el asunto. Dentro de cada valija había un impreso de la Administración de Seguridad en el Transporte de los Estados Unidos, que nos decía: “Su maleta ha sido elegida para la inspección física. Durante la inspección, la maleta y su contenido pueden haber sido revisados en busca de objetos prohibidos”. Y tenía la gentileza de agradecer: “Apreciamos su comprensión y cooperación” *.

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Helena tiene la afortunada o desgraciada costumbre de ver la realidad antes de que ocurra. La ve mientras duerme. Dormida la vio, poco antes de que nuestras maletas sufrieran este ataque de la curiosidad oficial. Nos vio en un aeropuerto, haciendo fila, obligados a pasar, a través de una máquina, nuestras almohadas. La máquina leía, en las almohadas, los sueños que habíamos soñado. Era una máquina detectora de sueños peligrosos para el orden público.

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¿Qué encontraron los agentes de seguridad que abrieron nuestras maletas?
Me temo que no resultaron sospechosas por lo que llevaban, sino por lo que no llevaban. Las maletas no tenían armas de destrucción masiva. Por eso merecían ser invadidas. Como Irak.
Y para colmo, ahí adentro no había ni un solo objeto de esos que no sólo no están prohibidos, sino que son recomendables, y hasta imprescindibles, en la cartera de la dama y en el bolsillo del caballero:

- Había muchos libros, pero entre ellos no figuraba la colección completa de los discursos del presidente del planeta, que desde sus primeras piezas oratorias en Texas se ha destacado por su fina prosa, su fervor místico, su transparente honestidad y su involuntario sentido del humor.

- Los agentes no encontraron, entre nuestros papeles, ningún contrato de trabajo al estilo de la empresa Wal Mart, modelo universal del éxito, que prohíbe los sindicatos y otras molestias enemigas de la productividad obrera.

- No encontraron ningún documento de los sabios expertos internacionales capaces de demostrar que hasta la lluvia debe ser privatizada, como ocurrió en Bolivia hasta que el pueblo la desprivatizó.

- No llevábamos ningún tratado de libre comercio, de esos que dicta el todopoderoso país que jamás ha practicado ni practica semejante cosa.

- Tampoco llevábamos picanas eléctricas, ni otros instrumentos de tortura necesarios para los interrogatorios que ese país sí ha practicado, y practica, para promover la libertad de expresión.

- En nuestras valijas no había bandejas de McDonald’s ni de Burger King, ni de ninguna otra empresa consagrada a la noble misión de luchar contra el hambre multiplicando a los gordos.

- Tampoco había ningún automóvil, lo que sin duda tiene que haber llamado la atención en un país donde hasta los bebés tienen permiso de conducir y desde que nacen pueden pudrir la atmósfera sin que les suene para nada la palabra Kyoto.

- Resultaba también reveladora la ausencia de semillas transgénicas, de esas que están convirtiendo a los campesinos del mundo en felices funcionarios de la empresa Monsanto.

- Y no menos reveladora era la ausencia de la prensa transgénica, cuyos transgénicos periodistas llaman catástrofes naturales a los cotidianos actos terroristas de la sociedad de consumo.

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Nosotros veníamos corridos por los huracanes. Habíamos estado en algunos de los países más golpeados por estas locuras, ciclones, sequías, inundaciones, cada vez más frecuentes y más feroces.
¿Qué tienen de naturales estas catástrofes matapobres? ¿Tan perversa es la naturaleza? ¿Loca de nacimiento? ¿Perversa y loca? ¿O estamos confundiendo al verdugo con la víctima? ¿Es la naturaleza la que envenena el aire, intoxica el agua, arrasa los bosques y envía el clima al manicomio?
En Honduras, visitamos las ruinas de Copán. Este fue uno de los reinos mayas misteriosamente derrumbados seis siglos antes de la conquista española. O no tan misteriosamente: los investigadores tienden a creer, con creciente fundamento, que esos fueron desastres ecológicos. En el caso de Copán, al menos, está claro que los bosques se habían reducido a desiertos que daban piedras en lugar de maíz. ¿No se está repitiendo esa historia? Sólo en Honduras, el exterminio avanza a un ritmo de setenta y cinco mil árboles por día, según denuncia el sacerdote Andrés Tamayo, que vive al servicio del cielo y de la tierra. En las Américas, y en muchos otros parajes del mundo, los bosques naturales, verdes fiestas de la diversidad, están siendo brutalmente reducidos a la nada o convertidos en pasturas de ganado o en falsos bosques industriales que resecan la tierra. ¿No podemos mirarnos en el espejo de los tiempos pasados? ¿Será la memoria un objeto prohibido?
El desastre del ciclón Stan en Chiapas se hubiera reducido a la mitad, afirman los entendidos, si esa región estuviera todavía defendida por sus bosques. En Cancún, donde Wilma no dejó nada en pie y vació de arena las playas, los inmensos hotelones del negocio turístico habían aniquilado las dunas y los manglares que protegían esas costas.

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¿Y los otros huracanes? Esas imparables ventoleras que arrastran gentíos desesperados desde el sur hacia el norte, ¿son catástrofes naturales? En Tegucigalpa, en San Salvador, en Oaxaca, vimos largas filas de mujeres descalzas, cargadas de niños, venidas de aldeas lejanas, ante las casas de cambio. Ellas esperaban el dinero enviado, desde los Estados Unidos, por el marido, el hermano o el hijo.
Las desgracias se disfrazan de fatalidades del destino y dicen ser naturales. ¿Es natural que un país condene a sus hijos más pobres a jugarse la vida y a perseguir la esperanza al precio de la humillación y el desarraigo?
En toda América latina, los filántropos del Fondo Monetario y del Banco Mundial han multiplicado las exportaciones de carne humana.
¿Emigrantes o expulsados? Muchos de los idos, los llamados mojados, caen en el camino, por sed o por bala, o regresan mutilados a sus pueblitos de origen. Los que sobreviven y llegan al prometido paraíso se desloman trabajando en lo que sea y como sea, día y noche, para que sobrevivan, allá lejos, en el país que los expulsó, sus familias despojadas de tierra y de comida.
Dura odisea.
Ellos también son objetos prohibidos.

* Transportation Security Administration: “Your bag was among those selected for physical inspection. During the inspection, your bag and its contents may have been searched for prohibited items. We appreciate your understanding and cooperation”.

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