EL PAíS › ESCLARECEN EN CHILE EL ASESINATO DE EUGENIO BERRIOS

El diablo que mata

Detuvieron en Chile a dos custodios de Pinochet por el asesinato de Eugenio Berríos. A las órdenes de un agente doble de la DINA y la CIA, Berríos desarrolló armas químicas y bacteriológicas. Planeaba envenenar el agua de Buenos Aires y matar a todos sus habitantes. Pinochet lo envió a Montevideo, donde se escapó, fue devuelto por la complicidad de la inteligencia militar uruguaya y asesinado de dos tiros. En Chile gobernaba Aylwin y en Uruguay, Lacalle. Pinochet habría vendido las armas a Irak.

 Por Horacio Verbitsky

Un escándalo internacional con repercusión en la Argentina, Chile y Uruguay, pero tal vez también en Estados Unidos, Irak e Israel, estallará hoy a partir de las revelaciones de la más importante periodista chilena, Mónica González Mujica, acerca de quiénes mataron en Montevideo a Eugenio Berríos, el químico que desarrolló armas químicas y bacteriológicas con las que la dictadura militar chilena planeaba envenenar las aguas y exterminar a toda la población de Buenos Aires si estallaba la guerra por el canal de Beagle, en 1978. Entre ellos el gas sarín y la toxina botulínica.
Custodios del dictador
La historia se publica en la edición de hoy del semanario Siete+7, que González Mujica dirige y cuyos derechos de reproducción en la Argentina posee Página/12. El domingo 13, la jueza chilena Olga Pérez ordenó la detención de los acusados por el asesinato, los oficiales del Ejército Arturo Silva Valdés y Jaime Torres Gacitúa, quienes fueron durante años los principales encargados de la custodia del ex dictador Augusto Pinochet. Ambos fueron reconocidos en rueda de presos el lunes 14 por un médico y un suboficial de la marina uruguaya, a quienes la jueza hizo viajar a Montevideo ante la manifiesta falta de colaboración de la Corte Suprema de Justicia y del gobierno oriental. Silva Valdés se retiró del Ejército en 1993 y pasó a cumplir funciones de seguridad en el diario El Mercurio. Torres Gacitúa estuvo quince años a cargo de la seguridad de Pinochet. El 16 de octubre de 1998 enfrentó al piquete de Scotland Yard que llegó a detener a Pinochet en Londres. En diciembre de 2000 intentó resistir la orden del juez Juan Guzmán de someter al ex dictador a los exámenes médicos para verificar su demencia. Sólo desistió por la intervención del anterior y del actual comandante en jefe del Ejército, generales Ricardo Izurieta y Juan Emilio Cheyre. Pasó a retiro el año pasado.
Maten a los porteños
En 1975, Berríos había estado en contacto con la SIDE de Isabel Perón y José López Rega, que ayudó en la persecución de opositores a Pinochet que eran secuestrados, torturados y asesinados en Chile y cuya muerte en falsos enfrentamientos se escenificaba en la Argentina. Berríos fue uno de los socios de la empresa Ibercom, fundada en Chile por el terrorista de ultraderecha italiano Stefano Dellechiaiaie como parte del financiamiento del Plan Cóndor. La base de la DINA en Buenos Aires estaba a cargo de Enrique Lautaro Arancibia Clavel, cuyo principal contacto en Buenos Aires era Juan Martín Ciga Correa, alias mayor Mariano Santa María. Su grupo, Milicia, giraba bajo la cobertura de la SIDE. Berríos desarrolló esas armas químicas y bacteriológicas por orden de Pinochet con el doble propósito de envenenar a opositores al régimen y exterminar en masa a la población argentina. La justicia chilena está investigando ahora el uso del gas sarín en la muerte del ex presidente Eduardo Frei Montalva, en enero de 1982, por una misteriosa infección luego de una operación quirúrgica menor. Frei acababa de romper con el régimen y estaba negociando un frente opositor con el sindicalista Tucapel Jiménez, quien también se había distanciado de Pinochet y fue degollado al mes siguiente. La operación fue ejecutada por la inteligencia del Ejército chileno, la DINE. Con la toxina botulínica, Berríos planeaba envenenar el agua potable y así matar a todos los habitantes de Buenos Aires.
De Pinochet a Saddam
Berríos trabajaba con el agente doble de la CIA estadounidense y de la DINA chilena, Michael Townley, hijo de un gerente norteamericano de la Ford chilena, quien viajó a Washington para matar al ex canciller chileno Orlando Letelier. Mucho antes de que el actual presidente de Estados Unidos George W. Bush invocara el presunto almacenamiento de armas químicas y bacteriológicas como argumento para atacar al gobierno de Saddam Hussein, Sergio Landau, un compañero de trabajo de Letelier que investigó el caso, dijo que creía que Pinochet había vendido esas armas temibles a Irak y que Israel también estaba interesado. La historia de Townley y Berríos demostraría que también en este caso la CIA engendró al monstruo que ahora presenta como el enemigo público Nº 1.
El primero en revelar la producción de gas sarín por la dictadura chilena fue el periodista norteamericano John Dinges. Entre 1975 y 1977, Townley instaló en su propia casa del barrio Lo Curro de Santiago el laboratorio de la DINA para la fabricación de armas químicas y tóxicas. El principal técnico de esa área secreta era Berríos, cuyo nombre de fantasía era “Hermes”. El padre de Townley, que había colaborado con la CIA en la década anterior, le enviaba desde Gran Bretaña los materiales necesarios para la producción de los gases. “El mundo secreto y poderoso que se armó en torno al Cuartel Quetropillán (en mapudungún: el diablo que mata) se desmoronó cuando, en abril de 1978, Townley fue entregado por el régimen de Pinochet a Estados Unidos para ser juzgado por su participación en el crimen de Letelier. Fue entonces que el coronel Gerardo Hubert, un ex comando de la DINA, sacó los containers con gases letales y otros recipientes con toxinas para trasladarlos al Complejo Químico e Industrial del Ejército en Talagante, al sur de Santiago” afirma la investigación de Mónica González Mujica.
Ese mismo año 1978, Arancibia Clavel, quien era propietario del restaurante “Los Chilenos”, en la calle Suipacha, al lado del edificio de la Curia metropolitana, fue detenido por la policía argentina, que descubrió la red de espionaje chilena. Para salvarse, Arancibia Clavel reveló a la policía que había colaborado con la SIDE argentina en la denominada “lucha antisubversiva” y entregó como prueba un completo archivo. Según el semanario uruguayo Brecha la detención de Arancibia Clavel, “fue el as en la manga de Jorge Rafael Videla en su entrevista con Pinochet que congeló el enfrentamiento armado”. Videla “puso sobre la mesa una carpeta de tapas verdes que contenía una exhaustiva información sobre el asesinato de Prats, información que ponía en evidencia la participación directa de Pinochet en el atentado”, sostuvo. Mónica González Mujica llegó a Buenos Aires en 1986 siguiendo esa pista. El autor de esta nota le facilitó los contactos necesarios para acceder a ese expediente. Allí la investigadora chilena encontró las pruebas que darían origen a muchos procesos judiciales, en su país, en la Argentina y en España. Entre otras cosas descubrió una tarjeta de Berríos y una comunicación en la que Townley hacía referencia al químico y Arancibia Clavel le respondía furibundo que esa era una infracción de seguridad, dado que el mensaje se había cursado por un canal abierto. De regreso a Santiago, Mónica González Mujica entrevistó para el semanario Análisis a una ex amante de Berríos, quien le dijo que había recibido dos cartas de “Hermes”. En una se jactaba de que con un frasquito de perfume Chanel “mato a quien se me ocurra”. En otra revelaba que “puedo matar a todo Buenos Aires”. El año pasado Arancibia Clavel fue condenado a prisión perpetua en Buenos Aires por su participación en el asesinato en 1974 del ex comandante en jefe del Ejército, general Carlos Prats González. En la misma causa la justicia argentina pidió y la chilena denegó, la extradición de Pinochet.
La confesión
Extraditado a Estados Unidos por la colocación de la bomba que mató a Letelier, Townley negoció con la justicia norteamericana y dijo que una de las opciones era el gas sarín que Berríos había envasado en un frasco de perfume Chanel. Pinochet dejó la presidencia en 1990 y al año siguiente el juez Adolfo Bañados ordenó la captura de Berríos. Pero Pinochet seguía siendo comandante en jefe del Ejército, cuyo auditor había infiltrado el tribunal. De ese modo el ex dictador ordenó que salieran de Chile los funcionarios que el juez investigaba: el capitán Luis Arturo Sanhueza Ross, alias “El Huiro” o Ramiro Droguett Aranguiz, el mayor Carlos Herrera Jiménez y Eugenio Berríos. El 29 de octubre de 1991, Berríos llegó a Montevideo. Junto con Herrera fue alojado en un departamento en Rambla República del Perú N 815 de Montevideo, cuyos alquileres fueron pagados por el teniente coronel de inteligencia del Ejército uruguayo Tomás Casella. Herrera Jiménez viajó a Buenos Aires, donde fue detenido. Casella mudó entonces a Berríos a otro departamento en la calle Buxereo Nº 117, de Pocitos, a pocos metros de la costa, con otro acompañante: el teniente coronel Mario Enrique Cisternas Orellana. Lo frecuentaron durante casi un año los oficiales chilenos Pablo Marcelo Rodríguez, Torres Gacitúa y Silva Valdés y los uruguayos Eduardo Radaelli y Wellington Sarli Pose. También un agente civil de inteligencia incorporado por Pinochet a la DINE. Berríos “comenzaba a evidenciar hastío y a insistir en que lo mejor era regresar a Chile y entregarse a la justicia”. Durante unas semanas lo tranquilizaron organizando una visita a Montevideo de su esposa, con quien Berríos se reunió en un hotel. Tal vez alentado por ella, el 9 de noviembre de 1992 Berríos llamó a su amigo Emilio Rojas, agregado cultural chileno en Montevideo. “En un principio creí que se trataba de una broma. Después me asusté. Le respondí ¿qué quieres? ‘Decirte que estoy aquí, protegido por el Tata’, me respondió. En mi angustia le pregunté: ¿qué Tata? ‘Pinochet’, fue su respuesta. Y agregó: ‘Estoy protegido por el Ejército’. Asustado, le corté, pero Eugenio volvió a llamar. Le dije: mira conchetumadre, a mí no me vas a involucrar en tus asuntos. No me vuelvas a llamar y olvídate que existo...”, fue la valiente respuesta de Rojas, en sus propias palabras.
Rojas comunicó lo sucedido al coronel Emilio Timmermann, agregado militar en Uruguay. “Así es, Berríos está aquí. Lo trajimos nosotros y tú tienes que guardar silencio y sabes por qué. Porque nosotros no jugamos. Tú nunca has recibido una llamada de Berríos. ¿Está claro?”, le dijo. “¡Clarísimo!”, replicó Rojas según el sumario de la Cancillería. Todavía Berríos hizo un último intento. El 11 de noviembre llamó al cónsul Federico Marull, le dijo que estaba retenido contra su voluntad y le pidió ayuda para regresar a Chile. “Y lo increíble, lo absolutamente patético es que Marull le dice que se presente personalmente, corta y acto seguido manda un fax a Santiago”, escribió Mónica González. Desde Santiago, la cancillería le respondió: “Si el sujeto no comprueba identidad con algún documento, no hay nada que hacer”. El presidente de Chile era en ese momento Patricio Aylwin.
El secuestro
Luego de sus contactos con la embajada, Berríos no volvió a sentirse protegido. El coronel Timmermann niega haber avisado, “pero el hecho es que el químico fue sacado de Montevideo y llevado a 50 kilómetros de la capital, al Balneario Parque del Plata, un solitario y apacible paraje en donde las casas están muy separadas unas de otras y con bosques frondosos por doquier”, dice Mónica González Mujica. El 15 de noviembre Berríos se escapó y solicitó protección en una casa vecina habitada por un oficial de la Marina retirado, quien lo condujo hasta la Seccional 24 Parque del Plata de la Policía Nacional uruguaya. “Estoy secuestrado por militares chilenos y uruguayos. El general Pinochet ordenó matarme”, gritó ante el Comisario Elbio Hernández Marrero. Berríos le explicó que había ingresado al país con documentos falsos y pidió ser detenido. Pero tras de sus pasos ingresó a la comisaría el teniente coronel Eduardo Radaelli: “Entrégueme a este hombre pues no está en sus cabales, delira y hay que someterlo a tratamiento”, exigió. El comisario se negó. Radaelli hizo un llamado telefónico y el teniente coronel Tomás Casella llegó acompañado por otros hombres. El comisario les dijo que antes de entregarlo debía someterlo a un chequeo médico y condujo a Berríos hasta el Policlínico de Parque del Plata.
“El doctor Juan Ferrari se encuentra de turno. Alto, fornido, su rostro y su mirada transmiten una serenidad que amortigua el efecto de su porte. Si bien se asombra de ver llegar al comisario en persona, no lo expresa. Tampoco muestra extrañeza cuando ve que un grupo de individuos intenta ingresar a la sala de auscultación. Simplemente les cierra la puerta. Y allí el hombre se saca del calcetín papeles que le muestra junto con insistirle que él se llama en realidad Eugenio Berríos y que debe ser detenido pues ingresó al país con papeles falsificados, que lo ayude.
‘Lo revisé cuidadosamente y no presentaba ningún cuadro de alteración mental. Tampoco había ingerido alcohol. Sólo denotaba mucha ansiedad, hablaba y hablaba y sus manos sudaban’ –dice el doctor Juan Ferrari doce años más tarde. Así lo certificó. También quedó inscripto en el libro de registro de consultas diarias. Y lo vio partir”, escribe Siete+7. Pero de regreso a la comisaría, una llamada de los superiores ordenó al comisario la entrega de Berríos a los oficiales Casella y Radaelli. Tres años después, el 13 de abril de 1995, el mar depositó el cadáver de Berríos sobre una playa a mitad de camino entre Montevideo y Parque del Plata, con dos balas de Magnum en el cráneo, atado de pies y manos y dentro de una bolsa amarrada con una soga.
Borrar las huellas
Los servicios de inteligencia chileno y uruguayo borraron todas las huellas. “La habitación 202 que Berríos y su esposa ocuparon en el Hotel Hispanoamericano fue registrada por personal militar. De allí se llevaron una maleta además de incautar el registro de pasajeros. Lo mismo ocurrió con el registro del Policlínico: la hoja donde Berríos figuraba como Héctor Tulio Paredes fue arrancada por el director sin más explicación. Mientras que en la Comisaría desaparecería el libro que consignaba la denuncia. En el departamento de Pocitos también se hizo limpieza rápida”. El portero Luis Mínguez, un suboficial retirado de la Armada que solía conversar con Berríos y sus acompañantes, “vio cómo dos de los chilenos bajaron una mañana con dos grandes valijas y un bolso. Extrañado, Mínguez observó que cargaban el equipaje en un automóvil ubicado en la esquina y en otro más pequeño estacionado frente al edificio. Pero a Berríos no lo volvió a ver”. No tuvo mejor suerte el coronel Gerardo Hubert, el ex comando de la DINA que había trasladado los containers con las armas químicas y biológicas al Complejo Químico e Industrial del Ejército. “Su cuerpo apareció en el Río Maipú en enero de 1992 después de que apareciera implicado en un tráfico de armas a Croacia”. En febrero de 1993, Pinochet llegó en una misteriosa visita al Uruguay, donde lo recibió Casella. Se sabe que los muertos no hablan.
La primera filtración sobre lo sucedido provino de un grupo de policías uruguayos que en junio de 1993 remitieron una carta anónima a varios legisladores. El gobierno del político blanco Luis Alberto Lacalle destituyó al jefe de la Policía de Canelones, coronel Ramón Rivas, y anunció que el Ministerio de Defensa instruiría un sumario administrativo. Trece generales del Ejército oriental con su comandante en jefe a la cabeza se reunieron para analizar el caso, denunciaron la “agresión” a lainstitución y su rechazo por todo “revisionismo”. A la reunión “se unió el ministro de Defensa Mariano Brito, ante quien los generales respaldaron al general Juan Rebollo y al jefe de Inteligencia Mario Aguerrondo”.
Lacalle, que estaba en Londres y regresó de apuro, se limitó a trasladar a Aguerrondo a otras funciones y a aplicar una sanción leve a Radaelli y Casella. “Son acciones internas de Chile que repercuten en nuestro país. Es un tema en el que no tenemos como nación ningún interés directo”, mintió Lacalle. El ministro de Defensa Brito, y el de Relaciones Exteriores, Sergio Abreu, también engañaron a los senadores que los citaron. Pero ni siquiera se pusieron de acuerdo. Uno dijo que Berríos “le telefoneó a Casella desde Porto Alegre, el 17 de noviembre de 1992 y que estaría actualmente en México”. El otro mostró dos presuntas cartas y una foto de Berríos fechadas en Milán. “El 26 de julio, una conversación entre Lacalle y Rebollo puso punto final al episodio. Berríos estaba vivo en otro país, el problema era chileno, no habría juicio real y quedó en evidencia que el Presidente no podía remover a los militares comprometidos en algún ilícito. Se demostró así la existencia de un poder militar paralelo en concomitancia con otro chileno facultado para secuestrar y falsificar documentos sin dar cuentas a nadie.”
La Justicia
El presidente de la Corte Suprema de Justicia uruguaya puso todas las trabas imaginables a la jueza Olga Pérez para tramitar los exhortos en procura de establecer la identificación definitiva de los restos y las causas de la muerte. Aun así la jueza, asistida por detectives civiles chilenos, pudo fundamentar la detención de Silva Valdés y Torres Gacitúa, que se produjo el domingo 13. El lunes 14 los sometió a rueda de reconocimiento de presos y tanto el médico Juan Ferrari como el portero Luis Mínguez, quienes habían llegado en el mayor sigilo desde Montevideo, los señalaron sin vacilar. Antes de ayer, los dos detenidos fueron careados con El Huiro Sanhueza Ross, el ex capitán que también había huido a Montevideo bajo la protección del Tata pero que vivió para contarlo. Aquel 15 de noviembre estaba alojado en la casa del oficial uruguayo Wellington Sarli Pose, en Calle 20 con Ferreira, cuando llegaron oficiales chilenos y uruguayos muy agitados, anunciando que “el otro se escapó”. De inmediato él fue trasladado a otra vivienda. “Los rostros de Silva Valdés y Torres Gacitúa ya no guardaron compostura y la amenaza de muerte surgió rauda e iracunda en presencia de la jueza”, consigna Siete+7. No les valdrá de mucho. Hoy a mediodía la jueza Pérez informará sobre la causa en conferencia de prensa.
Una semana antes de saber que sería detenido, uno de los acusados concedió una entrevista a Mónica González Mujica. “Los argentinos sabían que en 1978, cuando estuvimos al borde de la guerra, entre otras cosas se podía envenenar el agua de Buenos Aires y otras acciones peores. Berríos era el gestor de todo eso y también de la vacuna o antídoto. El que tiene el antídoto es tan importante como el que causa la muerte”, dijo. Agregó que los uruguayos aceptaron retener a Berríos, cuidando que nunca cayera en manos argentinas, “para explotar al personaje y no por darle una protección de buen samaritano, porque el uruguayo tiene un gran resentimiento contra los argentinos, porque es el patio trasero de Argentina, vive al otro lado del charco” (sic). Hoy Siete+7 anticipa un fragmento de la entrevista, sin revelar de cuál de los detenidos se trata. El viernes próximo, continuará.

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