EL PAíS › OPINIóN

La resurrección de un viejo “conflicto”

 Por Marcelo Rougier

Actualmente se discute la participación de directores en compañías privadas, si el Estado tiene derecho a designarlos, si se trata de una intromisión del Gobierno en un ámbito que no le es propio, etcétera. Esta discusión no es en absoluto nueva y tiene un extenso derrotero en la Argentina que debiera rescatarse con el fin de comprender más cabalmente el proceso actual.

La participación del Estado en el capital privado se remonta básicamente a mediados de los años cuarenta, durante la primera experiencia peronista, cuando a través del Instituto Mixto de Inversiones Mobiliarias (IMIM) se compraban acciones de empresas privadas en la Bolsa de Comercio de Buenos Aires. El propósito era contribuir de ese modo a la financiación de las empresas y estimular el mercado bursátil como ámbito de capitalización. A la caída del peronismo, cuando el IMIM fue liquidado, el Estado tenía participación variable (aunque minoritaria) en un conjunto de más de cien empresas, en su mayoría industriales. Esa cartera pasó a manos del Banco Industrial (BIRA), que siguió operando en la Bolsa y que también tomaba emisión de acciones como complemento del financiamiento que daba a través de créditos baratos. El banco se fijó por ese entonces un límite del 20 por ciento respecto del porcentaje del capital en circulación de una empresa que podía poseer.

En los años ’60 la Caja Nacional de Ahorro Postal (CNAP) se sumó en la compra de títulos en el mercado de valores, con un límite del 15 por ciento para cada firma. Para ese entonces, el BIRA y la CNAP poseían cerca del 17 por ciento del capital en acciones de las sociedades que cotizaban en la Bolsa y sus operaciones constituían más del 30 por ciento de las transacciones anuales en ese mercado. Durante el gobierno dictatorial de Juan Carlos Onganía, se decidió que estas instituciones no continuaran adquiriendo acciones puesto que provocaban fuertes distorsiones en un mercado muy deprimido, pero además porque no era interés del Estado tener una abultada participación en las empresas privadas, juzgado como algo peligroso, ya que en los hechos, el Estado podía tener hasta un 35 por ciento del capital de las empresas. Se decidió entonces continuar apoyando a las firmas a través de obligaciones negociables que no implicaban participación en su capital ni representación en los directorios. De todos modos, la tenencia accionaria del Estado siguió incrementándose en los años siguientes por la distribución de dividendos en acciones.

Hacia 1976, el Banco Nacional de Desarrollo (Banade), sucesor del BIRA, y la Caja de Ahorro poseían acciones de más de 380 empresas entre las industriales; en al menos 60 casos superaban el 30 por ciento del capital social, mientras que su participación en otras 70 sociedades oscilaba entre 20 y 30 por ciento.

A estas tenencias habría que agregar las acciones que quedaron en manos del Estado como resultado de políticas de “salvataje” o de la promoción de grandes emprendimientos en áreas estratégicas, como los casos de Propulsora Siderúrgica, del grupo Techint, o de Papel Prensa, donde la participación accionaria del Estado alcanzaba el 25 por ciento como aporte para la instalación de las plantas.

Esta importante tenencia de acciones implicaba la designación de numerosos funcionarios en las empresas privadas, en especial de directores y síndicos. En todo momento las instituciones tenedoras tomaron precauciones para no crear recelos con su accionar tanto entre los agentes bursátiles –tratando de no afectar en demasía al mercado de valores– como entre los empresarios, dejando en claro que no pretendían tomar injerencia directa en la conducción de las sociedades. Durante las dos décadas en que se compraron acciones en la Bolsa los representantes estatales sólo asistían a las asambleas para tomar conocimiento de las decisiones y apoyarlas, de manera de no interferir ni romper la unanimidad, siempre y cuando existiera una sola moción. En el caso de que hubiera dos o más, los representantes estatales se abstenían de votar, a fin de que quedara claro que no tomaban partido en disidencias entre accionistas particulares, quienes, en opinión de los funcionarios estatales, debían ejercer plenamente la conducción empresaria.

La prescindencia era la política declarada pero a veces podía ocurrir que se aprobase, con el voto afirmativo del representante estatal, balances y memorias sobre los cuales no existía la seguridad absoluta de que eran fieles o cuando se estaba frente al “vaciamiento” de la empresa. Cuando lo que se sometía a las asambleas podía afectar los intereses institucionales, la actitud dejaba de ser pasiva y se actuaba en función de preservar dichos intereses. El proceso no estuvo ajeno a los conflictos, y en varias oportunidades –aun con diferentes gobiernos– el Estado hizo pesar sus decisiones a expensas de las opiniones de los empresarios. Por ejemplo, Propulsora Siderúrgica pagaba en acciones sus dividendos, y como las tratativas por parte del Banade para que lo hiciera en efectivo habían fracasado, éste decidió no concurrir a la reanudación de asambleas. La política adoptada no era neutral; como las resoluciones del directorio de la empresa únicamente quedaban firmes si el banco, en su calidad de accionista, no manifestaba su oposición, se vetaban de hecho las decisiones de la firma y la obligaba a realizar asambleas extraordinarias y especiales a efectos de considerar nuevamente los asuntos que le preocupaban o dañaban sus intereses. Situaciones similares o de doble votación ocurrieron también en otros casos.

Durante la última dictadura y la política privatista de José Alfredo Martínez de Hoz, el grueso de estas acciones fue vendida a sus propietarios o al público, con lo que desapareció la participación estatal en las firmas privadas y la base del eventual conflicto en la dirección de las empresas. Recién con la estatización de las AFJP el Estado, ahora a través de la Anses como inversor institucional, vuelve a tener paquetes accionarios de sólo unas cuarenta empresas privadas –un 10 por ciento de la cantidad de firmas en las que participaba el Estado antes de 1976– y en consecuencia el derecho innegable de designar a sus representantes en proporción a esas tenencias. Llama la atención entonces que los empresarios denuncien ahora como intromisión lo que fue un derecho legítimo y usual del Estado durante las décadas en que no primó el neoliberalismo y se promovía al sector industrial con variadas políticas públicas, entre ellas a través de la participación en los paquetes accionarios de las empresas privadas.

* Investigador del Conicet, profesor titular de Historia Económica y Social Argentina, Facultad de Ciencias Económicas-UBA.

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Imagen: Leandro Teysseire
 
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