EL PAíS › OPINIóN

Compromiso

 Por Mariana Carbajal

Fue una tarde de fuertes emociones. La plaza Congreso y sus alrededores estuvieron repletos de voces –de los espacios más diversos– que repitieron como un karma “Ni una menos”. Y expresaron su rechazo en carteles, afiches y banderas, a distintas formas de violencia contra las mujeres: no solo aquella que ocurre en las relaciones de pareja, sino también la que produce la criminalización del aborto al empujar a las mujeres a la clandestinidad para interrumpir un embarazo que no quieren continuar, la violencia laboral, sexual y obstétrica, por mencionar algunas. Hubo columnas de agrupaciones políticas y sindicales, pero mucha gente suelta, amigas, adolescentes, madres con niños en cochecito y en brazos, familias, varones, gente de todas las edades e ideologías. Arco contradictorio, expresión a la vez democrática de la sociedad.

Quienes venimos batallando hace años para generar conciencia sobre la gravedad de la violencia de género y su expresión más extrema, los femicidios, nunca imaginamos que una multitud –como la que se vio ayer frente al Congreso y en un centenar de ciudades del país– saldría a las calles para decir basta a la violencia machista. Floriana, de 20 años, llegó a la concentración desde Paso del Rey, en el conurbano bonaerense, junto a un grupo de amigas, “porque estoy harta de la desigualdad y la falta de derechos que tenemos las mujeres”. Maestras de la Escuela Nº 96 de Isidro Casanova marcharon orgullosas con carteles de cartulina de colores, con dibujos alusivos de sus alumnos de primer y segundo grado. Familiares de víctimas de femicidio enarbolaron fotos de ellas para recordarlas. Una joven con su hija a upa levantaba un cartel que decía de un lado “Fui una víctima más” y del otro “Sigo viva”.

Quienes venimos denunciando hace años las cifras escalofriantes de femicidios sabíamos que el problema era extenso y complejo, a pesar de que nos costaba tanto que nuestras denuncias tuvieran eco. Ayer, muchas sobrevivientes de violencia machista encontraron un espacio para expresarse, para ser escuchadas con respeto, para sentir que no se dudaba de sus palabras, ni las tildaban de mentirosas. Como ocurrió con el debate y la sanción de la Ley de Matrimonio Igualitario –que empujó fronteras para combatir prejuicios–, ojalá que esta movilización sea un punto de inflexión para lograr los cambios culturales necesarios para desterrar la violencia contra las mujeres y que fuerce el compromiso político necesario para implementar las políticas públicas que fijó la Ley 26.485, aprobada en 2009, y que todavía se adeudan. El petitorio de la convocatoria es preciso. La marcha tiene que ser el punto de partida para exigir su cumplimiento y para que el tema se meta en el debate de la campaña electoral: que los candidatos y candidatas digan qué van a hacer para proteger a las víctimas y seguir combatiendo la discriminación histórica de las mujeres en la sociedad, que es la otra cara de la violencia machista, y el caldo de cultivo que habilita a algunos hombres a considerar a su pareja o ex pareja –u otras mujeres que pretendan poseer– como parte de sus propiedades. La Justicia también debe sentirse interpelada: muchas víctimas han sido revictimizadas por operadores de la justicia que no incorporaron aún la perspectiva de género en sus decisiones. Hay iniciativas para capacitar a jueces, juezas, fiscales y defensores públicos, pero esos talleres –promovidos desde la Oficina de la Mujer de la Corte Suprema, que impulsó en su momento la fallecida Carmen Argibay– no son obligatorios. Deberían serlo. Las aulas tienen que ser lugar esencial para desarmar estereotipos de género y prevenir la violencia en los noviazgos en nuevas generaciones. No sigamos llegando tarde.

Estuve a punto de no ir a la marcha, aunque estaba entre las organizadoras. El azar quiso que en los días previos, mi vida se sacudiera, como nunca antes, por una noticia muy dolorosa: a mi hijo, Fede, le diagnosticaron leucemia –afortunadamente, uno de los tipos menos agresivos– y ayer mismo empezaba el camino hacia la curación con tratamiento de quimioterapia. Pero fue él mismo quien me empujó a participar de un hecho que seguramente será histórico: cómo me la iba a perder, si total, él estaba con su papá e iba a tener muchas más “quimios” en los próximos meses para acompañarlo, me dijo, con una entereza conmovedora, a sus 14 años. Y ahí estuve. Pensando en él y en mi hija, Cami, pensando que se puede construir una sociedad con igualdad de oportunidades para mujeres y varones, y convencida de que para lograrlo, el compromiso debe ser amplio y duradero, de largo aliento. Sin fotos, con hechos y medidas concretas.

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