EL PAíS › OPINIóN

Cambios y continuidades

 Por Mario Wainfeld

Compelido por las circunstancias a romper una inercia que duró años, el Gobierno optó por una movida inusual en su trayectoria: llevar la protesta social a los tribunales, según enunció y explicó el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández. El principal objetivo es mantener una de las líneas maestras de su gestión, la de no reprimir las movilizaciones. La decisión también busca demostrar voluntad de abrir un nuevo escenario, efectivizar la sentencia del Tribunal de La Haya y lubricar la relanzada relación bilateral con Uruguay.

El fallo de la Corte Internacional, tal como apuntó Fernández, determinó un punto de inflexión. Visto con realismo, el pronunciamiento fue el mejor (dentro del marco de lo posible) para la posición argentina. Era inimaginable una orden de destrucción o relocalización de la planta de la pastera ex Botnia. La condena al Estado uruguayo por la violación del estatuto del río homónimo fue un digno logro argentino, que prefiguró nuevas condiciones de negociación y custodia del ecosistema.

La asunción de José Mujica como presidente oriental, sucediendo a Tabaré Vázquez, también le dio oxígeno a la Casa Rosada. Puso fin a una creciente hostilidad entre mandatarios que se transformó en incomunicación y abrió una etapa de marcada buena onda y afán de dar vuelta la página.

Desde luego, todos esos buenos auspicios, de por sí limitados, no bastan para modificar las tácticas de la Asamblea de Gualeguaychú, apegada a su doctrina de “todo o nada” y refractaria a acatar la sentencia. Los Estados litigaron ante la máxima instancia internacional, se sometieron a sus resultados, sumisión que incluye a sus ciudadanos. Los vecinalistas no aceptan ese punto básico de legalidad y redoblan sus sospechas cuando se les pide un cambio de comportamiento.

La réplica ulterior a la conferencia de prensa, incluida la Asamblea casi inmediata, estaba cantada: doblar la apuesta e incluir al oficialismo nacional en la lista de sus adversarios.

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El kirchnerismo tiene en su memoria histórica las consecuencias trágicas y desestabilizadoras de las represiones ordenadas por los entonces presidentes Fernando de la Rúa (2001) y Eduardo Duhalde (2002). Corrió sangre de argentinos, los gobiernos debieron interrumpir sus mandatos, la sociedad lloró a las víctimas y repudió a los represores. Néstor Kirchner asumió en 2003 con esas imágenes entre ceja y ceja y se prometió no caer en iguales errores y demasías.

Otro episodio, del tipo de la tragedia transformada en parodia, confirmó esa convicción, años después. Fue el apresamiento del piquetero multipropósito Alfredo De Angeli, en el mismo suelo entrerriano, en pleno fragor del conflicto con “el campo”. Como en los casos anteriores (aunque con muy otra densidad), un boomerang para el gobierno en cuestión.

Alguna vez el oficialismo vulneró su línea, en otras coqueteó con hacerlo (por ejemplo frente a los trabajadores de Kraft Foods). Pero su balance en más de siete años de gestión es muy consistente, medido en términos comparativos con cualquier otra etapa de la realidad argentina. Ese núcleo pesó en la decisión de ayer y será central en la estrategia discursiva oficial.

El ministro de Justicia, Julio Alak, había hablado de otro accionar, más drástico, en la mañana de ayer. Aníbal Fernández, el real decisor en materia de seguridad dentro del gabinete, expresó una postura diferente. El Estado querellará y demandará civilmente a quienes porfíen en el corte. Desde un ángulo práctico, es evidente que la judicialización es un modo de diferir desenlaces, quizá por plazos prolongados. Los tribunales no se caracterizan por su ejecutividad, máxime si no se la reclaman los litigantes. Los pleitos son largos por naturaleza, que se potencia cuando es parte el Estado nacional.

En ese sentido, la acción oficial sigue siendo una apuesta a una solución política y un modo de evitar que se precipiten situaciones de hecho violentas o dolorosas.

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Pero, al mismo tiempo, el Gobierno ha producido una novedad en su comportamiento, que dará mucho para debatir. Como piso, judicializó una protesta social de enorme magnitud. No faltará quien alegue, ayer ya lo verbalizaron algunos asambleístas, que la criminaliza. El tema es opinable y ha dado lugar a interesantes polémicas en estos años. En la vereda opuesta, abundan opositores y críticos al Gobierno que afirman que hay una indebida renuncia al monopolio lícito del uso de la fuerza, que es facultad del Estado.

Sin entrar en esa polémica, en esta nota escrita contrarreloj, valga puntualizar que el oficialismo alteró un patrón de conducta, que mantuvo aun en circunstancias muy enojosas y adversas. Jamás había llevado ante los estrados judiciales a “minorías intensas” del porte de los vecinalistas.

Razonable o no, inevitable quizá, la acción de ayer podría abrir una puerta que se mantuvo bloqueada durante añares. Y les dará un buen rebusque argumental a gobernantes opositores (Mauricio Macri, sin ir más lejos) o aun a compañeros gobernadores menos ariscos a reprimir la protesta social.

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La obstinación de los asambleístas en su método de acción dudosamente tenga que ver con su eficacia material. Con mucha agua corrida bajo los puentes, se corrobora que el corte no impidió el comercio con Uruguay, ni el intercambio turístico, ni frenó la construcción o funcionamiento de la planta, ni suscitó adhesiones internacionales nuevas. El empaque es, quizá, trasunto de una debilidad: no hay una táctica alternativa ni quizás haya otro factor de unidad que la persistencia en el accionar.

Los Tribunales no son, por regla, una vía rápida o eficiente para dirimir conflictos políticos, cuesta creer que lo vayan a ser ahora. Lo que parece abrirse es otra impasse, a la espera de una negociación con los asambleístas, cometido entre desafiante e imposible. El gobernador Sergio Urribarri mantiene “líneas” de conversación con los asambleístas. En ellas fincan las tenues esperanzas del gobierno nacional para salir del enredo sin sentencias ni intervención de fuerzas de seguridad. Los precedentes son decepcionantes: ni Urribarri ni su predecesor Jorge Busti supieron (cuando tardíamente quisieron) acordar o conducir a la movida de Gualeguaychú.

Entre tanto, en otro terreno, el monitoreo conjunto impuesto por La Haya avanza menos de lo deseable. El gobierno uruguayo rehúsa que se implique a la pastera en la evaluación, manteniendo su extraterritorialidad a ultranza, incompatible con estudios serios. En la Rosada y en el Palacio San Martín prima la tesis de “darle tiempo al Pepe (Mujica)” aunque eventualmente se escuchan rezongos en susurro.

Así están las cosas siendo la noche del miércoles, con cambios relevantes que (da la impresión) no generarán soluciones ni convulsiones ni escenas de violencia en el corto plazo.

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