PSICOLOGíA › UN CUADRO ESPECíFICO EN LA EMERGENCIA HABITACIONAL

Mujer en la calle

La autora, desde la perspectiva de la psicología comunitaria, pone el foco en los abusos y desconocimientos que deben afrontar las mujeres en situación de calle.

 Por Alicia Andreozzi *

Tanto en la vía pública como en las instituciones oficiales o privadas que atienden personas en situación de calle, las mujeres constituyen una fracción minoritaria. Por ejemplo, en la Obra de San José, el número de mujeres que concurre al desayuno o a los distintos servicios asciende al 15 por ciento del total de asistentes. Esto no significa que la emergencia afecte menos a las mujeres que a los hombres; inciden dos tipos de factores. Uno de ellos es la visión tradicional de la sociedad paternalista en el sentido de que la mujer es más débil, menos apta y, por ende, debe ser más protegida. Si una mujer pierde su empleo y con él su vivienda, es más probable que sea acogida por su familia que un hombre en su misma situación, quien, más temprano que tarde será tildado de “vago”. El otro factor, menos evidente y más complejo, consiste en que la mujer no se permite –ni la sociedad le permite– la calle, dado que el valor simbólico del género remite a la maternidad, el hogar, la familia, conceptos que en el imaginario social implican un subtexto incompatible con “la calle”.

Llegado ese extremo, la mujer atiende sus necesidades con los escasos recursos con que cuenta para afrontar la situación y acotar los riesgos, generalmente asociados con el robo de sus pertenencias o con intentos, concretados o no, de abuso sexual y hasta de violación. Este status persiste, muchas veces casi sin ser advertido. El cuadro no recibe, a nivel público o privado, una respuesta institucional de la intensidad y calidad necesarias para generar modificaciones. Una explicación posible se refiere a los criterios de asignación de recursos. Otra tiene que ver con prejuicios fuertemente enraizados en el imaginario colectivo, que incluye también a las personas de sexo masculino en situación de calle y, por cierto, al resto de la sociedad, entre ellos, los colaboradores y funcionarios de las instituciones destinadas a albergarlas y contenerlas.

Uno de estos prejuicios se refiere al concepto de violencia. Se dice que las manifestaciones violentas de la mujer, si bien son menos frecuentes que las de los hombres, se producen con mucha mayor virulencia y son, por lo tanto, más difíciles de controlar. En realidad, más que hablar de componentes de una personalidad agresiva y violenta correspondería una reflexión sobre el modo en que se conforman mecanismos defensivos que, ante la persistencia de la situación, se instalan, pasando a ser elementos estructurales de la personalidad cuya modificación requeriría, además de una mínima recomposición de cada situación personal, el trabajo coordinado de un equipo multidisciplinario –médicos, psicólogos, sociólogos, educadores– por un período prolongado.

Las situaciones de higiene personal juegan en sentido análogo. Si bien, al menos en la institución mencionada, el coeficiente de utilización de las duchas es más alto que el de los hombres, también son observables, en el universo general, casos diametralmente opuestos.

Esto también debe registrarse como la emergencia de situaciones de depresión ocasionadas en la circunstancia que atraviesan, por una parte, y, por la otra, a veces constituye un mecanismo defensivo respecto de la agresión sexual. Es obvio que una mujer sucia y maloliente es presa menos apetecible para violadores y abusadores, con lo cual la eficacia como instrumento preventivo reafirma el comportamiento, tornándolo estructural.

Las situaciones de agresión no tienen lugar solamente en el espacio público. También en ámbitos privados se generan situaciones que, por acción u omisión, redundan en manifestaciones de violencia psicológica, y aun física, contra mujeres afectadas por esa problemática.

Experimentan mayor dificultad para acceder a duchas y comedores, dado que, por la enorme diferencia proporcional entre hombres y mujeres en situación de calle, estos servicios fueron diseñados básicamente para atender a usuarios de sexo masculino, al punto de que los baños de mujeres –cuando existen– no cuentan con bidet, elemento de higiene íntima habitualmente utilizado. Y no todas las instituciones suministran apósitos femeninos, aunque sí facilitan afeitadoras descartables. No existen instituciones que en sus programas rutinarios de asistencia incluyan el suministro de lápices labiales, o de colonia, ni esmalte para uñas, es decir, no se suministran cosméticos. Esto, que puede parecer una frivolidad, debe ser analizado desde el punto de vista del proceso de reconstrucción de una subjetividad profundamente dañada: del efecto positivo que se produce cuando esa mujer, un poco mejor arreglada, se mire al espejo y se encuentre con una apariencia más agradable. Tampoco debe dejarse de lado el hecho de que una mujer bien arreglada tiene mejores posibilidades de conseguir empleo.

La mujer en situación de calle también es objeto de una mirada distorsionada en cuanto a su decoro en las relaciones con personas del sexo opuesto. Cuando una mujer debe dormir en la calle, si lo hace sola los peligros se multiplican y agravan: intentará hacerlo en una ranchada amiga, donde tenga garantías básicas en cuanto al trato por parte de sus compañeros de habitación a cielo abierto. Si es invierno, el transeúnte la va a ver durmiendo amontonada con los demás, seguramente en busca de abrigo, para que las frazadas y los colchones alcancen más; pero la percepción tal vez sea la de una situación promiscua y así se instala en el imaginario social. Esto no excluye al personal rentado ni a los voluntarios de instituciones oficiales o privadas, que incorporan esto a sus representaciones simbólicas estructurales. Entonces, cuando esas instituciones son mixtas, situaciones que impliquen falta de respeto hacia las señoras que concurren van a ser vistas como incidentes menores, nada más que faltas disciplinarias que –en el mejor de los casos– se resuelven con una sanción menor hacia el ofensor.

En este extremo de desprotección, el derecho de la víctima no llega a manifestarse. Si una señora que vive en un departamento o casa es agredida sexualmente, el tratamiento del problema en sede judicial conlleva casi de inmediato al dictado de una medida precautelar que prohíbe al denunciado acercarse a menos de 500 metros del domicilio o lugares de concurrencia habitual de la agredida. Esto no sólo funciona como medida preventiva para evitar la reiteración de los ataques, sino que salvaguarda emocionalmente a la mujer al evitarle la violencia moral de tener que estar con alguna frecuencia en presencia de quien intentó violarla o manosearla. Pero resulta difícil imaginar a un juez prohibiendo a un hombre acercarse a menos de 500 metros de una determinada plaza, comedor o iglesia.

Hay un cambio en la composición social de las personas en situación de calle. Se registra mayor proporción de mujeres, como consecuencia de la política de desalojos del gobierno de la ciudad de Buenos Aires o de problemas en los asentamientos precarios, por ejemplo el incendio de la villa “La Fábrica”. Estos grupos se incorporan a la calle sin tener experiencia, sin conocer los códigos; deben encarar un esfuerzo adaptativo para sí mismos y sus familias, en un momento en que el gobierno de la ciudad ajustó hacia abajo partidas presupuestarias para políticas sociales. El incremento de mujeres vulnerables no va acompañado por un correlativo aumento de las instituciones aptas para alojarlas y darles contención.

El aspecto positivo es que son más fácilmente rescatables, dado que tienen frescos el imaginario de vida familiar –aun en condiciones precarias– y ciertos hábitos culturales que los hacen aptos para el trabajo, por lo menos el informal: con adecuadas políticas habitacionales y de promoción social estratégica, estas personas podrían ser recuperadas para la sociedad y el ejercicio de la ciudadanía: pero estas políticas no existen ni tampoco la voluntad de implementarlas.

La mujer en calle con familia a cargo encuentra aún más difícil la situación. Tiene menos recursos para conseguir alimentos y más bocas que alimentar. Muchas veces no puede concurrir a los distintos servicios o realizar los trámites que le habiliten el acceso a determinadas prestaciones, porque no tiene quién cuide a sus hijos, situación que también limita gravemente sus chances de conseguir empleo. Al no existir posibilidad de dejar a sus niños bajo algún tipo de protección institucional durante un horario diurno prolongado, tampoco le es fácil trabajar en tareas de servicio doméstico: pocas veces será aceptada si va con un niño, mucho menos si tiene varios.

La calle para estas mujeres presenta un componente agresivo aún más brutal. Si bien el Consejo del Menor y la Familia tiene la obligación de tutelarlas, esta tutela se implementa habitualmente mediante la internación en un hogar, junto con sus hijos, salvo que éstos tengan más de 14 años, en cuyo caso los niños mayores son alojados en otra institución. Desde la escuela primaria nos enseñan que la familia es la unidad social básica, “la célula de la sociedad”, pero, cuando esa familia entra en riesgo, la respuesta institucional es disgregarla. También nos enseñan que los menores deben ser tutelados, pero es difícil de explicar cómo se tutela a un menor separándolo forzadamente de su mamá y de sus hermanos más pequeños.

* Extracto de un trabajo que se presentará en el Primer Encuentro Nacional de Psicología Comunitaria, a partir de mañana en la Facultad de Psicología de la UBA.

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Imagen: Pablo Piovano
 
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