Jueves, 30 de noviembre de 2006 | Hoy
PSICOLOGíA › ABUSO MEDICO EN LA INDICACION DE PSICOFARMACOS
El autor, psicoanalista argentino residente en España, advierte sobre la creciente práctica de recetar psicofármacos en situaciones donde la depresión no es una “enfermedad”, sino la expresión de una situación de duelo que debe ser elaborada.
Por Juan Pundik
La depresión es la etapa fundamental del proceso del duelo. Cuando el duelo no se cumple y los estados depresivos se hacen patológicos, la medicación antidepresiva actúa como anestésico-analgésico, que además puede bloquear el proceso de duelo. Por otra parte, cuando desaparece su efecto son necesarias nuevas dosis. Y así hasta siempre. El paciente se acostumbra, hay que modificar las dosis y los compuestos. Los efectos secundarios psicosomáticos transforman al depresivo en un zombi con afecciones somáticas de toda naturaleza. La medicación antidepresiva genera adicción y perturba el funcionamiento del sistema digestivo. Sólo debiera ser administrada por tiempo limitado y como puente para darle tiempo a que funcione la terapia.
Esta postura no implica el rechazo de la medicación antidepresiva ni su desvalorización. Me he encontrado en la tesitura de derivar consultantes al psiquiatra para que fueran medicados, ya que su grave estado depresivo no permitía las condiciones necesarias para que el consultante pudiera asistir a sus entrevistas e incluso para evitar la baja laboral. Mantener al paciente deprimido entretenido y ocupado en sus actividades habituales, cuando esto es posible, favorece el proceso de la cura. El rechazo que propongo es a la utilización generalizada, desmedida, contraindicada y perversa de la medicación, tal como se está practicando en nuestra sociedad, en la que el medicamento se ha transformado en un objeto más, cuyo consumo se publicita y promueve mediante una mercadotecnia similar a la que se usa para imponer una nueva gaseosa, colonia o prenda de vestir, con el objetivo además de que pueda despreocuparse de sus problemas, insensibilizarse ante la frustración y los sentimientos molestos y evitar pensar. Todo lo cual no le permite enfrentar la vida con los reflejos y la creatividad necesarios para resolver verdaderamente sus problemas. En 1996, en su libro El precio del bienestar, el profesor Edouard Zarifian escribió: “El presunto enfermo es de hecho un desdichado, el medicamento una sustancia que le procura bienestar y el médico el recurso más fácil y menos oneroso para un desdichado que acepta seguir siéndolo”.
Habitualmente la depresión se hace presente bajo la forma de un estado de tristeza, inapetencia, apatía y desánimo. En condiciones normales forma parte de un mecanismo elaborativo de las pérdidas; un mecanismo destinado a que el sujeto no quede afectiva y libidinalmente adherido al objeto perdido; este proceso psíquico le permite desprenderse del mismo y continuar con la dinámica de la vida. Ni la psiquiatría clásica ni el psicoanálisis le dieron a la depresión una entidad clínica autónoma. En su complejidad, el mecanismo fue denominado, por Freud, duelo.
La pérdida, por antonomasia, suele ser el fallecimiento de un ser querido. La etapa depresiva del duelo se constituye como la manera, lenta y progresiva, en que el sujeto se va acostumbrando a la pérdida y a separarse del objeto perdido. Cuando por alguna circunstancia el duelo no tiene lugar y la persona no hace el proceso depresivo, corre el riesgo de no separarse, de quedarse pegada a un cadáver y de, progresivamente, pérdida tras pérdida sin elaborar, transformarse, metafóricamente, en una suerte de transportador de cadáveres. Queda entonces bajo el riesgo de que un episodio actual le desencadene un estado depresivo, una crisis depresiva o incluso una depresión crónica.
El duelo, y la consecuente depresión, pueden producirse no sólo por la muerte de un ser querido. Su enfermedad o la propia, el deterioro, el estado de malestar, el fracaso, el alejamiento de un ser querido también implican pérdidas que deben ser elaboradas. Suspender una asignatura, repetir curso, perder el empleo, fracasar en un proyecto, no ser reconocido meritoriamente tal como se esperaba, ser robado, perder dinero, son algunos ejemplos de otras pérdidas que también requieren el proceso elaborativo del duelo.
En muchas situaciones, determinar la causa que ha provocado el proceso depresivo del consultante puede ser difícil. En un artículo titulado Los que fracasan cuando triunfan, Freud describe los procesos patológicos y sintomáticos en que puede caer un sujeto al ver cumplidos sus proyectos, sus sueños, sus ilusiones, sus expectativas. Por ejemplo, el estudiante que, después de muchos años de vida organizada y dedicada, sale de la universidad con su diploma bajo el brazo: siempre pensó que ése iba a ser uno de los días más felices de su vida, y de repente se encuentra encerrado en su cuarto, triste, lloroso, con el agravante de que él y todos los que lo rodean suponen que debiera sentirse feliz. Veinte años de su vida previstos, programados, rítmicamente establecidos en un calendario, se han terminado. ¿Y ahora qué? Ahora tiene que comenzar nuevamente a proyectar su futuro.
La consecución de cualquier objetivo importante en la vida puede culminar en un proceso depresivo. Que puede ser breve y, en consecuencia, normal. O que puede constituirse en una patología paralizante y, en consecuencia, en un síntoma. La depresión posparto, que a veces se constituye en una auténtica locura posparto, es una manifestación habitual de la que la embarazada y su familia deberían estar advertidas.
La pareja de novios que ha dedicado durante años la mayor parte de su energía libidinal a instalar su piso y preparar su boda, se hace la ilusión de que el viaje de bodas va a constituir la apoteosis de su felicidad. Y muchas veces se descubren, frente a frente, en la habitación de un hotel, sumidos en un estado depresivo. Tantos años de ilusiones y proyectos ya se han cumplido. Ahora habrá que inventarse una nueva etapa con nuevas ilusiones y proyectos. Sin éstos, sin fantasías, sin deseo, sin objeto, la vida se hace poco soportable.
La energía afectiva, amorosa, erótica y sexual tiende a depositarse en un objeto. Cuando el objeto desaparece, el sujeto, ante la pérdida, entra en un proceso de malestar elaborativo, que es el duelo. Se produce una caída fantasmática, que lo coloca ante la cruda inexistencia de lo que Jacques Lacan denominó “objeto a”, que lo deja inerme ante su inevitable destino final. La reconstrucción de su constructo fantasmático requiere la posibilidad de depositar la libido en un nuevo objeto. Para ello debe previamente deslibidinizar, retirar la carga afectiva depositada en el objeto perdido. Esta posibilidad sostiene el proceso elaborativo del duelo y es el camino de salida del estado depresivo.
El proceso de duelo puede presentar tres momentos diferenciados, aunque no todos sean indispensables para cumplir con éste. Estos tres momentos, ya descritos por Freud, son la negación, la manía y finalmente la depresión.
El aparato psíquico, el inconsciente, cuya función es asegurar la supervivencia, tiende a proteger el cuerpo de toda intrusión del goce mortífero. Es lo que intenta mediante el mecanismo de negación, como parte generalmente inicial del proceso de duelo. Cuando ello ocurre, el sujeto niega la pérdida, pone en duda que la repentina pérdida se haya producido realmente. Mientras tanto, el sujeto, inconscientemente, se va preparando para asumirla gradualmente.
El segundo mecanismo posible que el duelo pone en funcionamiento es la manía. Es lo que a veces provoca que la situación desgraciada desencadene risa. Uno llega circunspecto a un velatorio y se encuentra con que los deudos, en rueda, se dedican a contar chistes y festejarlos riendo.
Finalmente, debe surgir lo inevitable: el estado depresivo. Sin proceso depresivo no hay elaboración del duelo. Para poder llegar a libidinizar un nuevo objeto que le permita mantener el sentido de la vida, el sujeto debe deslibidinizar el objeto perdido. El proceso depresivo tiene esa finalidad. Si ésta no se cumple, lo que debería ser una depresión normal, temporal, puede conducir a depresiones crónicas y conductas nostálgicas. El sujeto queda libidinalmente pegado al objeto perdido. Por ejemplo, la viuda que nos enseña orgullosamente el despacho de su marido fallecido hace quince años. Nada ha sido removido de su sitio. Como si estuviera aguardando su regreso.
La resistencia del individuo a cumplir el proceso depresivo impide la deslibidinización del objeto. El sujeto queda adherido a un cadáver, a la pareja perdida, al hijo que se ha ido a vivir lejos, a la tierra que ha tenido que abandonar, a su propio cuerpo que ha perdido las facultades de la juventud. Todas estas circunstancias pueden manifestarse mediante estados de depresión patológicos y, en muchos casos, crónicos. Pero, en la sociedad capitalista globalizada contemporánea, el sujeto deprimido, con su apatía, su desinterés, su inhibición y su imposibilidad, transgrede las exigencias de rendimiento económico, productividad y consumo en las que se apoya el sistema y que necesita el mercado. Entonces, la industria farmacéutica ofrece atajos, presuntamente más rentables: esos estados depresivos corresponden a niveles bajos de serotonina, sustancia que actúa como neurotransmisor en el sistema nervioso central y otros órganos. Entonces el psiquiatra, pero también el médico generalista, asesorados por los laboratorios farmacéuticos, responden a la queja del paciente por su estado, considerado depresivo, administrándole, como terapéutica universal, medicamentos cuyos componentes activos son la fluoxetina y la paroxetina, recaptadores de la serotonina.
Los estados depresivos quedan así reducidos a un desorden químico. El medicamento, en estos casos, es inseparable del criterio de reducir todo proceso subjetivo a procesos químicos. El medicamento puede o no suprimir el síntoma depresivo. Cuando lo consigue, es probable que condene al sujeto a vivir toda su vida drogado, sometido a su poder adictivo y a sus minusvalidantes efectos secundarios. Lo que no conseguirá es que el sujeto cumpla el proceso depresivo que el duelo exige, para desprenderse afectivamente de los objetos perdidos y quedar en condiciones de libidinizar nuevos objetos.
El psiquiatra estadounidense Peter Kramer, en su libro Escuchando al Prozac, hace referencia a un diagnóstico en los siguientes términos: “No sé muy bien de qué se trataba pero, si el paciente respondió bien a un antidepresivo, entonces era un deprimido”. Estamos, como se puede apreciar, ante una clínica que se organiza, no en relación con una persona concreta que consulta por su malestar, provocado por las vicisitudes de su historia individual, sino en relación con un fármaco que se administra experimentalmente, de una manera generalizada, a todos los pacientes cualquier sea el criterio diagnóstico. Y, insistamos, no sólo lo administran los psiquiatras: actualmente es mucho mayor la cantidad de recetas de antidepresivos extendidas por médicos del resto de los especialidades, tales como generalistas, de cabecera y de familia.
Estamos ante la clínica globalizada del consumo del fármaco, que se dedica a colocar continuamente nuevas sustancias a disposición del mercado, intentando borrar nuestra condición de sujetos individualizados, resultado de una historia particular, y que se propone someternos totalitariamente a la condición de usuarios y consumidores pasivos.
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