SOCIEDAD › HISTORIAS, ANECDOTAS Y RECLAMOS DE GUARDAVIDAS

Desde el mangrullo

Dicen que cuando hacen un recate actúan de manera mecánica, sin pensar. Pero después sí, después piensan. Qué les pasa, cómo se preparan, qué piden quienes se dedican a cuidar vidas en la playa. La avanzada de las mujeres en un ambiente netamente machista.

 Por Soledad Vallejos

Desde Villa Gesell

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Cada día pasan ocho horas mirando el mar. No siete, no seis, tampoco al azar ni en cualquier momento: son las ocho horas redondas que van desde la primera hora de playa hasta la caída del sol, cuando se arría el banderín que indica el humor del mar. Los guardavidas dicen que el viento incesante de la costa atlántica no les molesta, que cuando el sol pega fuerte, bueno, siempre hay algún techo desde el cual seguir vigilando la arena, las olas, algún rincón de arena que permita resguardarse y no perder de vista los 80 metros de largo que tiene un balneario. Dicen también que lo importante es el agua. Que entrenar, tener la oportunidad de rescatar a alguien, o mejor todavía, de prevenir y ayudar, es impagable. Y que aunque las playas argentinas todavía están lejos de tener todo lo que sueñan que debería haber para hacer más seguro su trabajo y el verano, no podrían pedir más que lo que pasa entre diciembre y fines de marzo: sus temporadas de trabajo.

Inspiraciones

Una tarde de lluvia, en el bar de un balneario no hay más que cinco, seis personas. Hoy, por ejemplo, en la confitería de Pilotes están los encargados del lugar, una pareja que se refugió cuando empezó a arreciar el agua, un par de personas más. En una oficinita un poco más allá, Fiorella Auza, la guardavidas del lugar, espera a que termine su horario de trabajo, aunque posiblemente nadie entre al agua. Con lluvia los veraneantes no suelen pisar la playa, mucho menos desde el rayo que, hace unas semanas, al caer cobró vidas. Por la ventana de la oficinita se ve desierta la arena, agitado el mar, rarísimo el paisaje que hasta después del mediodía era un hormiguero.

En el bar, un instructor de Cruz Roja dice que, aunque el resto del año trabaja como obstetra, él se define como guardavidas. Pasa los veranos en la misma playa que lo vio crecer, pero con una función muy particular: transmitir a los futuros guardavidas, llegados acá para sus prácticas finales, lo que aprendió en años. Claro, también dice que sí, se acuerda de cuándo y cómo decidió ser guardavidas. Hugo Alvarez Solá no tiene que hacer mucha memoria para decir que de niño venía a este mismo balneario, cuando el lugar se llamaba Zeus y tenía otros dueños. Terminaban los ’70. “Era el único balneario de madera cuando todos los demás alrededor ya habían hecho construcciones de material. No era el más cómodo, si querés, pero era el único en el que la gente se sentía como una familia.” Agrega que el corazón del lugar eran los propietarios, Marcelo “El Negro” Ojeda, su mujer, Silvia, sus hijitas. El los adoraba a todos pero sólo tenía ojos para El Negro, que además de dueño era guardavidas de su propio balneario y uno de los fundadores de la filial gesellina de la Cruz Roja. Ojeda era un morocho fortachón de sonrisa radiante. En una época de playas infinitamente más agrestes que hoy, “era el ídolo de los niños”. Además de tener el poder de disputar vidas al mar, organizaba eventos: cada tanto decía que en Zeus era “el día del niño” y organizaba excursión con los pequeños bañistas hasta Mar de las Pampas, donde no había –literalmente– nada; enseñaba a los chiquitos los secretos del agua y cómo nadar en el mar sin miedo; los llamaba por su nombre.

Ojeda, además, vigilaba el mar de día y de tarde. Al mediodía no, porque, como sucede todavía hoy con los balnearios privados, tomaba el tiempo de almuerzo, aunque el dueño de Zeus, uno de los pioneros de la Villa, postergaba la comida para entrenarse. Ponía bandera roja, caminaba hasta la orilla y empezaba a nadar. En la arena quedaba Caramella, el perro peludo que hacía guardia a su amo. “Yo lo veía entrar mar adentro. El perro seguía ahí, sentado, esperando. Uno lo perdía a Ojeda de vista. Pasaban 40, 50 minutos. Recién entonces veías a lo lejos una manito, un poco de pelo. A la hora larga volvía”, recuerda Alvarez Solá. Esa escena repetida cada verano lo inspiró desde siempre. Alvarez Solá no tenía 10 años y ya sabía que quería ser guardavidas. Tal vez haya sido en esa época que alguien le empezó a decir Huguito, el mismo nombre con el que todos lo mencionan hoy aunque haya pasado los 40.

Entonces, en cuanto cumplió 18 se anotó en la Cruz Roja. Cursó todo el otoño, el invierno, la primavera; dio los exámenes de fin de año. En el verano hizo las prácticas obligatorias en el mismo balneario donde había crecido y bajo la supervisión de quien, sin querer, le hizo entender que las vocaciones existen. Hoy, pasadas las décadas, retirada la familia Ojeda del balneario desde los ’90 y definitivamente afincada la Cruz Roja en Gesell, Alvarez Solá es instructor de nuevos guardavidas. Pilotes, el balneario en el que habla, ocupa exactamente el mismo lugar donde hasta 1992, cuando los Ojeda vendieron el lugar, estuvo ese legendario Zeus.

Lo de legendario no es exageración en la Villa, porque las anécdotas lo sustentan: allí, por ejemplo, Cacho Castaña tiraba el tarot, y, cuando hacía un programa de radio desde la Villa llamado La cueva de los vampiros, tenía de columnista al Negro. Al aire, Ojeda informaba el pronóstico playero del día, pero con el conductor también jugaban chistes internos invocando a un improbable médico con apellido de teatro de revistas. Después siempre sucedía: alguien llegaba al balneario preguntando por ese médico. Alvarez Solá jura que escuchó a más de un cliente acercarse a Ojeda para decir cosas como: “¿Vino el doctor Vergatiesa? Estoy mal del reuma”.

La experiencia de mirar

¿Qué miran cuando miran tanto el mar? Alvarez Solá dice que, ante todo, cómo pega el viento, cómo olea el agua. Señala un punto en el infinito. “¿Ves allá, esa última ola, sola? Ahí hay un chupón: es el tiraje que se forma en un lugar del mar después de que el viento socava, forma un canal. Ahí el agua tiene más fuerza. A un adulto por ahí le cuesta salir de ahí, pero a un nenito de dos años el reflujo se lo lleva.”

–¿Cuál es la zona más difícil para trabajar?

–¡La playa del muelle! Hay más dificultades porque se forman remolinos, el oleaje es más fuerte, la deriva te puede llevar al pilote. Hacer un rescate abajo del muelle es lo más difícil. Me tocó, sí. Cuando tenés un rescate difícil, el miedo mayor es no llegar. Que la persona se fondee. No la encontrás más. Para sacar a una persona viva, lo más importante es llegar. Agarrarle la muñeca.

Su primer rescate fue antes de ser guardavidas. Tenía 15 años, veraneaba en Zeus y era el almuerzo. Bandera colorada en la playa porque Ojeda no estaba.

–No te chamuyo. Me metí al mar con otro cliente, un marinero, uno de Prefectura, Natalio se llamaba. Me llevaría unos diez años. El mar estaba calmo, venía viento de tierra. Planchado el mar, pero de repente el agua nos empezó a llevar adentro. Natalio no sabía nadar, sólo flotar. Cuando nos dimos cuenta y él se empezó a desesperar, yo busqué con la vista a alguien. Nadie nos veía. Le dije: “Me voy a buscar a Ojeda”. Me dijo: “No me dejes” y lloró. Se me largó a llorar. Era un tipo con el cual yo tenía un trato de muchísimo respeto. Lloró. Yo no tenía técnica de remolque, de nada. Lo agarré, empecé a nadar y lo saqué. Cuando llegamos me abrazó.

–¿Y después?

–Fue emotivo y frustrante a la vez. ¡Nadie me vio!

Otro día, una tarde de pleno sol, Fiorella habla sin despegar los ojos del mar y de repente calla: “Esperá que allá hay dos pibas atrapadas en un chupón”. Pasan los minutos, a las bañistas les cuesta, pero lo logran. Salen del embrollo por su cuenta. Entonces Fiorella sigue. Dice que su vocación fue tan natural que no podría decir cuándo, cómo decidió que quería hacer este trabajo. “Vengo de familia de guardavidas, nadé toda la vida. El agua es mi medio. Cuando terminé el secundario, ni lo dudé. Fui y me anoté en el curso. Y además lo que es Ojeda para Huguito, Huguito lo es para mí. Todavía es una profesión de hombres, pero ¿cómo no iba a hacer esto?”

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Fiorella Auza, la guardavidas del Parador Pilotes.
 
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