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Carlos Gorriarena X Eduardo Iglesias Brickles

20 años en el espejo: Los reportajes de Página/12 que testimonian dos décadas de la cultura, la sociedad y la política argentinas

 Por Eduardo Iglesias Brickles

Publicado el 22 de marzo de 1998

Nació en Núñez, en 1925, cuando ese barrio de Buenos Aires era todavía un arrabal, cruzado aquí y allá por arroyos que, al desbordarse por las lluvias, convertía en lodazales las pocas calles trazadas sobre la pampa polvorienta. Su padre había conocido épocas mejores antes de pisar la ciudad, pero su llegada a Buenos Aires fue un paso adelante. Nacido en el seno de una familia de estancieros de origen vasco, la imprevisión, las apuestas fallidas y la meteorología habían jugado una sucesión ininterrumpida de malas pasadas que llevaron a Gorriarena padre a emplearse en el Ministerio de Agricultura, como comisario de Defensa Agrícola, y a afincarse como “langostero” en Moisesville. Cuando finalmente trajo a su familia a Buenos Aires, ya había cambiado de rubro: trabajaba en el ferrocarril, de donde se jubilaría treinta y cinco años después.

Poco después de nacer Carlos, la familia se trasladó al otro lado de la entonces inexistente Avenida General Paz. En Florida, el niño Gorriarena recibió los primeros estímulos para ser pintor. “Frente a mi casa vivía una mujer de origen eslavo, tal vez polaca, que salía todas las mañanas con una valijita a tomar el tren hacia San Fernando. Volvía ya de noche y en el barrio se murmuraba que trabajaba en un prostíbulo. Cuando cumplí los ocho años, ella me regaló la primera caja de óleos, trementina y pinceles que tuve en mi vida.” Florida también fue el escenario de su primera militancia: “Yo era de los chicos que juntaban el papel de aluminio de los cigarrillos para hacer balas para los cañones republicanos en la Guerra Civil Española”. Desde ese barrio salió a los catorce para inscribirse en la Escuela Preparatoria de Bellas Artes, “donde tuve la suerte de tener como profesores a Antonio Berni en dibujo y a Lucio Fontana en escultura”. En el año 1942 se anotó en la Pueyrredón, “cuando Spilimbergo era un héroe mítico de la plástica nacional y enseñaba pintura en cuarto o quinto año. Lamentablemente, apenas entré lo contrató la Universidad de Tucumán. Después de su ida, la Pueyrredón ya no tuvo sentido para mí”. El joven Gorriarena dejó Bellas Artes por el taller del maestro Urruchúa, donde estuvo cuatro años que completaron su formación y lo pusieron en contacto con el Grupo de Plata (Obelar, Hugo Monzón, Rubén Molteni, Broullón, entre otros), junto a quienes terminó de ajustar su pintura y expuso cinco veces, antes de seguir un solitario camino a través de la convulsionada década del ‘50 porteña.

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