CONTRATAPA

Piel de leche

 Por Juan Forn

Voy a seguir hablando del Cardenal Newman, pero esta vez no del colegio sino del individuo de carne y hueso, ya que el Vaticano ha anunciado que el papa Ratzinger canonizará al cardenal Newman el mes que viene, con la pompa a la que suele apelar en estos casos. El caso tiene especial importancia para Ratzinger porque, si se exceptúa a Simone Weil, el cardenal es la última gran pluma filosófica que dio el catolicismo. Aunque en ambos casos se trata de conversos, Newman corre con ventaja sobre Weil en casi todos los frentes, no sólo en el rubro cronológico (él murió en 1890, ella en 1943), en la cuestión de género (la proporción entre santos y santas es de cincuenta a uno en favor de los varones) y de origen (Weil era judía, Newman apenas anglicano); además, no hay en la obra de Weil un libro que pueda compararse a la Apologia Pro Vita Sua, autobiografía espiritual de Newman, comparada, tanto por fieles como por infieles, con La ciudad de Dios, de San Agustín, el relato de conversión religiosa más extraordinario de todos los tiempos (que incluye esta asombrosa plegaria: “Señor, dame continencia, pero no todavía”).

John Henry Newman (1801-1890) nació en cuna de oro, pero vio cómo su padre banquero perdía toda su fortuna en las guerras napoleónicas. Junto con la humillación del descenso social, la familia sufrió la conversión de Newman al catolicismo, calificada de “perversión” en su época porque Newman era por entonces una de las luminarias de Oxford, donde enseñaba y predicaba luego de graduarse con honores (sus sermones dominicales se imprimían durante la semana y se leían con igual avidez entre el estudiantado y el cuerpo docente). Oxford era el lugar donde Inglaterra moldeaba a su clase dominante: religión y política iban allí de la mano y Newman era una estrella en ambos rubros. De haber manejado con discreción su crisis religiosa, Oxford se habría resignado a perderlo en el púlpito con tal de conservarlo en el claustro. Al anunciar públicamente su conversión, en cambio, Newman dinamitó su futuro. No tenía en ese momento un solo amigo ni interlocutor en el catolicismo, tampoco habían incidido en su conversión las maravillas musicales y pictóricas del catolicismo (de los maestros renacentistas a Bach) y describía a la grey católica continental (es decir, a italianos, franceses y españoles) como supersticiosa e ignorante.

Un solo lugar le ofreció cobijo: Irlanda. Allí intentó Newman crear una universidad superior a Oxford y aggiornar la ortodoxia que hacía de la Iglesia irlandesa la más ultramontana de Europa. Fracasó en ambos frentes (vale la pena señalar que el Colegio Newman en Argentina es de esa clase de curas irlandeses que Newman intentó en vano educar, tipos que eligieron la sotana como única manera de evitar la durísima vida del sembrador de papas y que, aunque le pusieran su nombre al colegio, se las arreglaron para no tener que leer ni hacer leer a sus alumnos ni una sola línea de los libros escritos por el cardenal para ellos). El marxista Terry Eagleton dice que Newman se pasó la vida fracasando en la esfera pública, y que por culpa de esos fracasos públicos no tuvo más opción que volcar sus energías a la más privada de las actividades, y así fue como se convirtió en “el mejor prosista de la lengua inglesa” (la definición es de James Joyce, irlandés como Eagleton y tan anticatólico como él). Recién a los 76 años cambió la suerte de Newman: el Trinity College de Oxford lo nombró profesor emérito, poco después el Vaticano lo hizo cardenal y el ilustre compositor de la corona, Edward Elgar, musicalizó una serie de sus poemas (El sueño de Geronte). Tuvo también su triunfo teológico post mortem en el Concilio Vaticano II (1959), tan influido por sus escritos que Paulo VI lo llamaba “el Concilio de Newman”.

Lo que nos lleva a las paradojas de su figura: el cardenal celebraba el cambio como herramienta indispensable de evolución espiritual, pero combatió con los dientes apretados las consecuencias de la teoría evolucionista de su contemporáneo Darwin. Sostenía que el estudio de cualquier rama del saber era de por sí una actividad religiosa, pero se negaba a entrar en una biblioteca que no tuviera libros de teología. Discrepaba de la infalibilidad divina del Papa, pero sostenía que los sacerdotes eran criaturas de un orden superior a los ángeles. Por último, cuando comenzó su proceso de beatificación y se decidió exhumar su cadáver para trasladarlo a la Catedral de Birmingham, se descubrió un detalle poco conocido de su vida: que había pedido ser enterrado en el mismo ataúd que su núbil discípulo Ambrose Saint John. Lo que iba a ser un discreto rito de homenaje se convirtió en un escandalete mediático cuando la comunidad gay reivindicó al cardenal como uno de los suyos y exigió que no se lo separara de Ambrose. Aunque el deseo final de Newman no demuestra nada (la filósofa Elizabeth Anscombe pidió ser enterrada junto a Ludwig Wittgenstein sin que a nadie de las comunidades gay o académica se le cruzara por la cabeza que Wittgenstein era heterosexual), dio pasto para que los tabloides ingleses desempolvaran múltiples referencias de época sobre “el coro de hermafroditas” que seguía al cardenal adonde iba y la tersura de su cutis, que decían que mantenía lozano gracias a baños nocturnos de leche.

El escándalo, lejos de alarmar a Ratzinger, lo estimuló a acelerar el proceso, apostando a que el perfil de San Agustín moderno de Newman le permita obtener rédito tanto puertas para adentro como puertas para afuera de su iglesia, además de darle una oportunidad providencial para hacer su primera visita a Inglaterra como Papa (la ceremonia, fijada para el 19 de septiembre de 2010, tendrá lugar en el aeropuerto de Coventry, al aire libre, para que la concurrencia sea lo más masiva posible). Lo único que queda pendiente es una minucia: para canonizar a alguien, debe demostrarse que produjo un milagro, en vida o después de muerto. El Vaticano deberá decidir en estos días si la inesperada cura de un diácono de Boston llamado Jack Sullivan, que padecía una malformación espinal incurable, se debe a sus plegarias al cardenal Newman o a una mera intervención quirúrgica. Pero el tomista Anthony Kenny escribió en el Times Literary Supplement que no importa que la sanación de Sullivan no se deba a un milagro y cita como ejemplo la canonización de Tomás de Aquino, que se demoró siete años (el único milagro que encontraron era el deseo de Aquino en su lecho de muerte de comer arenques, pez inhallable en aguas italianas salvo aquel día, en que los pescadores de Ostia hallaron en sus redes un puñado de arenques entre los habituales cardúmenes de sardinas y pudieron satisfacer el deseo del moribundo) hasta que el papa Juan XXII, harto de las infinitas deliberaciones, determinó: “Hay tantas clases de milagros como cláusulas en la Summa Teologica” (obra cumbre del candidato) y declaró santo a Tomás de Aquino. Habrá que ver si Ratzinger se atreve a hacer igual uso de la infalibilidad papal.

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