CONTRATAPA

La consagración de Stravinsky

 Por José Pablo Feinmann

Ningún musicólogo que tenga alguna estima por sí mismo volvería a narrar el escandaloso y archicélebre estreno de La consagración de la primavera de Igor Stravinsky en el Théâtre des Champs-Elysées el 29 de mayo de 1913, hace muchos años. Sin embargo, el tiempo transcurre, las épocas cambian, los criterios estéticos, las costumbres, la música o eso que se hace con la música, y es razonable volver a reflexionar, desde variados puntos de vista, acerca de ese verdadero acontecimiento. Entiendo por acontecimiento, a diferencia de otros que llevan este concepto a encrucijadas cuasi místicas, un momento en que la Historia sufre un quiebre, no en algún devenir necesario, que no lo tiene, sino meramente en su devenir. Lo sorpresivo, lo azaroso, lo absolutamente inesperado se hace presente y ese camino que parecía sereno, trazado por las fuerzas que imperaban hasta entonces, se desvía, se quiebra o se hace pedazos. No hay dialéctica inmanente y necesaria como pensó alguna vez Hegel. Obras como La consagración demuestran que lo tortuoso, lo solapado y hasta lo avieso existen en la Historia para que no vivamos en la certidumbre cálida de los caminos trazados por su lógica, empeñada siempre en hacerse pedazos y dejarnos solos, ante la necesidad de inflar un globo nuevo o asumir que el principio de incertidumbre de Werner Karl Heisenberg –uno de los fundamentos de la física cuántica– no puede sino ser aplicado a la Historia. (Nota: Heisenberg pasa por ser uno de los “malditos” del siglo. Se dice que era el hombre que preparaba la bomba atómica para Hitler. En rigor, es muy posible que haya sido el hombre que demoraba el hallazgo para no ponerlo en manos de Hitler, a quien consideraría poco responsable para utilizarlo. Los norteamericanos, inspirados en Einstein y

Oppenheimer, no resultaron muy cautelosos en el uso del mortífero hallazgo. Claro: Hitler habría arrasado con Londres, no con Hiroshima y Nagasaki, que no pertenecen al Occidente cristiano. La diferencia es enorme: la Civilización puede tolerar la destrucción de ciudades asiáticas, pero... ¡Londres, con la monarquía, con Churchill, con el Big Ben, con Rudyard Kipling, Sherlock Holmes y hasta el barrio de Whitechapell y Jack el Destripador, ¡nunca!)

La cuestión es que Stravinsky hizo estragos con el desarrollo previsible de la música. Schoenberg ya lo venía intentando desde Viena, pero con menor impacto. Además, habría que preguntarse (y lo hacemos ya) qué trascendió más, qué surcos fértiles trazaron La consagración y el dodecafonismo en la música, cuáles fueron más profundos y duraderos. El enfrentamiento entre los compositores se dio abierta y explícitamente. En 1925 le llegó a Schoenberg un comentario de Stravinsky (se dice que falso, pero no importa: Schoenberg lo contestó y, en este sentido, fue muy útil y verdadero). El ruso habría dicho que el dodecafonismo terminaría en un “callejón sin salida”. El vienés enfureció y devolvió el golpe en seguida: “No hay callejón con menos salida en este mundo que La consagración de la primavera”. Los dos tenían razón. Aunque los dos marcaron surcos perdurables, profundos, en la historia de la música.

Muchos musicólogos se dice que habrían dado todo por poseer una máquina del tiempo y asistir al estreno de La consagración en París ese 29 de mayo de 1913. Si me hacen un lugarcito, me gustaría también ir. ¿Por qué? Porque nunca vi un escándalo semejante producido por una mayúscula obra de arte. No lo vi ni creo que lo vaya a ver jamás. Acaso hemos llegado aquí a nuestro tema. Hay un tema que desarrolla Jean Baudrillard al que llama la huelga de los acontecimientos. Es discutible pero muy atrayente. Nada podrá repetir el acontecimiento-La consagración de la primavera. Ojalá me equivoque y algo imprevisible quiebre el rumbo de la música mañana o dentro de diez años. Pero ese escándalo en París, en el centro del mundo, protagonizado por los más grandes talentos de la música y por un público encolerizado por una partitura audaz como podría encolerizarse por una guerra, por una invasión sorpresiva de un país limítrofe o por un presidente como Silvio Berlusconi, ladrón, corrupto, sexista, pedófilo (del que nadie hoy se encoleriza demasiado porque las grandes causas parecieran no existir o la paciencia pareciera rozar lo infinito), difícil que tenga lugar.

Diaghilev, el empresario de Les Ballets Russes, necesitaba una nueva partitura. Se la pide a Anatol Liadov (1855-1914), un compositor sin demasiado talento y, para colmo, perezoso. Se lo cruza cierto día por San Petersburgo y le pregunta cómo va el ballet. Liadov –con la ironía de tantos idiotas– responde: “Ya compré el papel pentagramado”. Diaghilev lo manda al diablo y se acerca a un joven compositor: Igor Stravinsky. Que tenía ya compuestas dos obras de alta relevancia: El pájaro de fuego (1910) y Petrushka (1911), las dos para ballet. Son dos piezas que han permanecido, ya sea en versiones para orquesta como en transcripciones para dos pianos. Dos clásicos amados por los públicos de todos los tiempos, música ya popular que cualquier orquesta sinfónica que se precie tiene en su repertorio. Se nota la magistral influencia del gran maestro de Stravinsky: Nicolai Rimsky Korsakov, el célebre creador de Scheherezade (1888). Coherentemente, éste hizo de Stravinsky un fenomenal orquestador. Diaghilev, por su parte, vio satisfechas sus expectativas. El joven Igor compuso una música salvaje, nueva, con terribles disonancias y arrolladora.

No bien empieza a escucharse bajo la batuta del gran Pierre Monteux en la sala corre un rayo que hiere y enciende todas las conciencias. Aquí interviene Camille Saint-Saëns, que era el amo de la música en Francia por ese entonces. Altanero, despectivo, enemigo de las disonancias, amante del equilibrio en la música, autor de obras célebres, festejadas y –muchas de ellas– muy hermosas, pasará a la historia como: “El más grande de todos los compositores, sin genio”. O como: “El primero de todos los segundos”. Era un dotado o más que eso aún. Liszt lo admiró como pianista. Era capaz de deslumbrar no sólo en música sino en física, matemáticas y plástica. Pero algo lo retenía interiormente y le impedía arrojarse a aventuras estéticas dignas de su talento. En verdad, los juicios negativos sobre él y su obra provienen de la asimetría entre su capacidad (porque, acaso contrariamente a lo se dirá, era un genio) y su escaso coraje para el riesgo, la búsqueda, el quiebre. (Como sea, tiene dos conciertos para piano que han permanecido y permanecerán: el N0 2 y el N0 4.) Ese 29 de mayo de 1913, apenas escucha los primeros acordes de la pieza de Igor, pregunta, con fastidio, a uno de sus discípulos: “¿Qué instrumento es ese?”. Aquí corresponde una aclaración: Saint-Saëns seguramente no lo ignoraba, pero si él no reconocía un instrumento jamás sería el culpable del hecho, sino el torpe compositor que lo había tornado irreconocible. Un discípulo le dice: “Un fagot”. “¿Un fagot?” “Ocurre, Maestro, que está tocado en una tonalidad tan aguda que es imposible reconocerlo.” Saint-Saëns dice alguna frase hiriente y se va. Stravinsky, más tarde, rindiéndole un homenaje sin saberlo, dirá: “No se fue en seguida. Se fue hacia la mitad de la obra”. O sea, “Saint-Saëns aguantó bastante. La consagración no es tan mala”. Ravel, en medio del público enardecido, gritaba: “¡Genio! ¡Genio!”. Debussy pedía que al menos la obra fuera escuchada. Nijinsky quería –por momentos– arrojarse sobre la gente y repartir trompadas, pero prefería –como pudiera– dirigir a sus bailarines. Pierre Monteux seguía conduciendo como si nada ocurriera.

El segundo y hasta el tercer Stravinsky recorren caminos inesperados. Incurre en el neoclasicismo. ¿Tenía razón Schoenberg? ¿Llevaba a un callejón sin salida La consagración, llevaba al pasado? ¿Y el dodecafonismo? Es otro tema. Nadie sabe a dónde llevó. Hace rato que todos quieren salir de ahí y lo están logrando. Pero cuesta. Hay un lugar al que no llevó: a las grandes salas de concierto, al gran público, a los grandes pianistas. Pero nada hará que se produzca otro acontecimiento, otro hecho artístico tan vital, barbárico y apasionado como el estreno de la gran obra de Stravinsky. O porque ya no hay grandes obras. O porque nadie arriesga un dedo por una posición estética o por otra.

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