CONTRATAPA

El infierno tropical

 Por Fernando D´addario

–Viste que Buenos Aires ya es una ciudad tropical...

–¿De dónde sacaste eso?

–Lo dijeron en el noticiero.

Debo reconocer que las condiciones ambientales de mi amiga son particularmente permeables al fatalismo climático: ya consumió sus magras vacaciones en la costa, su aire acondicionado está roto y en los últimos días vio –con el ceño fruncido– cómo las tres familias del edificio que sobrevivían hasta ahora sin el split, ya están convenientemente pertrechadas en sus hogares. Hoy en día, no salir de la casa y salpicar a eventuales transeúntes con la transpiración externa de nuestras tres mil frigorías es un módico signo de confort veraniego. Y mi amiga siente que es la única indigente del edificio, del barrio y de la ciudad que sufre los rigores del infierno tropical.

A mí, en cambio, el nuevo diagnóstico/pronóstico me suena un poco raro. Percibo allí una sutil pretensión apocalíptica que se escuda en la inmunidad científica. Para un porteño medio con ilusiones europeístas, el clima templado es parte de su ADN cultural. Es un síntoma de educada moderación, es camisa y corbata, es, casi, una plataforma para el progreso prometido. Que nos digan que nos estamos volviendo tropicales es como si nos avisaran –ya que la inflación, la inseguridad y las restricciones para la compra de dólares no terminan de despertar nuestra ira– que ahora sí se está yendo todo a la mierda. Nos están diciendo –no lo dicen, pero yo creo escucharlos– que por razones que van mucho más allá del calentamiento global, podríamos dejar de ser la París del Río de la Plata para convertirnos en... Maracaibo. De ahí a la revolución bolivariana hay un solo paso. Mauricio, no lo permitas.

Porque cuando dicen “ciudad tropical”, vaya a saber por qué, nadie piensa en el relajado sol de Miami. Piensa en calles atestadas y sofocantes, en efervescencia social, en manteros díscolos, en cartoneros que violan las leyes de urbanidad para acercarnos a las peores pesadillas de América latina. El trópico es sinónimo de violencia y subdesarrollo.

Uno se ve obligado a tranquilizar a los defensores de la Buenos Aires blanca y templada. No hace falta ser ingeniero en climatización para comprobar que –con ligeras oscilaciones y desfasajes– seguimos teniendo las cuatro estaciones. Que ésta es una ciudad “aburrida” en términos de amplitud térmica. Que la lógica histórica indica que en enero debe hacer calor. Que una de las características del clima tropical es la abundancia de lluvias, y que los mismos comunicadores que nos dan el alerta rojo por la “tropicalización” diez minutos antes nos informan que estamos viviendo la peor sequía en años y que las vacas se nos mueren. ¿O justo nos tocó ahora la estación seca?

Pero esta gente no es fácil de tranquilizar. Porque las variables de la crispación son muchas: si la temperatura sube mucho en verano o hay heladas y neblinas en invierno; si hay alerta meteorológico o si deja súbitamente de llover; si hay 10 por ciento de probabilidades de tormentas aisladas con posible caída de granizo; la cuestión es que estamos permanentemente expuestos al desastre. El alerta meteorológico es, también, el estado de ánimo de aquellos que nos invitan a encerrarnos porque acechan peligros inconmensurables. En ninguna otra ciudad del mundo ponen música de película-catástrofe para acompañar noticias rutinarias sobre algo tan vulgar e irreversible como el tiempo. Acá salen noteros a la calle para preguntarle a un tipo que recién salió de laburar, a las 5 de la tarde y con 35 grados, “qué se siente”. Desde el estudio televisivo, los conductores de los noticieros –con el aire acondicionado a 15 grados pero compenetrados con el sufrimiento del pueblo– ponen cara de estar atravesando el Sahara en un tren de carga.

A todo esto, vaya el homenaje a Crónica, uno de los pocos medios electrónicos que se toma el asunto como corresponde: cuando sube mucho la térmica, clava placa roja, manda “Estalló el verano”, muestra un par de culos y tetas en Parque Norte y vuelve a la quiniela.

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